A PROPÓSITO DEL PUEBLO
( A  propos du peuple )

Publicado en Le Gaulois, el 19 de  noviembre de 1883

      Un escritor de gran talento, el Sr. Jules Vallès, me tomaba aparte el otro día, y, haciéndome el honor de nombrarme en medio de ilustres novelistas, nos reprochaba el no escribir para el pueblo, de no ocuparnos de sus necesidades, de despreciar la política, etc. En una palabra, no nos preocupamos en absoluto de la cuestión del pan; y es un crimen que bastaría para designarnos, en la próxima revolución, como rehenes.
      En el fondo, el Sr. Vallès, quién tiene por las barricadas un inmoderado amor, no admite que se ame otra cosa. Se sorprende de que uno pueda alojarse en otra parte que no sea en los paveses amontonados, que se puedan soñar otros placeres, interesarse por otras tareas. Yo respeto este ideal literario, reclamando por supuesto el derecho a conservar el mío, que es distinto. Desde luego la barricada es un buen tema para escribir. El Sr. Vallès lo ha demostrado con frecuencia; pero no creo que sea más útil a los problemas de los panaderos del pueblo que a los amores de Pablo y Virginia.
      Théophile Gautier, al que le horrorizaba el pan, pretendía que esa masa sosa e insípida era una invención occidental tonta y peligrosa, imaginada por los burgueses avaros y que les había costado unas cuantas revoluciones.
      No usaré este argumento, aunque me parece tanto más justo en relación con la cuestión, que la literatura con la miseria pública.
      Desde luego, nosotros no alimentaremos al pueblo. Pero los escultores tampoco, ni los violinistas, ni los acuarelistas, ni los grabadores de camafeos, y en general todos aquellos que se dedican a las profesiones artísticas.
      Nosotros no escribimos para el pueblo; nosotros nos preocupamos poco de lo que le interesa generalmente; es cierto, no somos del pueblo. El Arte, sea cual sea, no se dirige más que a la aristocracia intelectual de un país. Me sorprende que se puedan confundir.
      Si una nación no se compusiese más que del pueblo, comprendería el reproche que nos dirige el Sr. Vallès. ¡ Felizmente no es así !
      Una nación se compone de capas muy diversas ( para usar una expresión célebre), yendo de las más bajas a las más altas, de las más ignorantes a las más ilustradas.
      El pueblo, la muchedumbre, pena, se agita, sufre, es cierto, por mil privaciones, justamente porque es el pueblo, es decir la masa apenas civilizada, analfabeta, brutal. Pero una selección se va haciendo poco a poco en esta multitud. Se destacan unos hombres más inteligentes, formando otra capa intermedia, más cultivada, superior. Esta clase tiene ya unos gustos, unas necesidades, unas aspiraciones, en definitiva un ideal totalmente diferente del de aquellos  de la capa inferior.
      Y siempre se produce el mismo trabajo en la multitud. Siempre los seres de élite se emancipan, se separan del populacho original, formando unas clases de individuos cada vez más cultivados, cada vez más superiores.
      La transformación completa, acabada, constituye la aristocracia. Por aristocracia no me refiero a la nobleza, sino a toda la parte verdaderamente inteligente  de una nación. Pues el mismo fenómenos se produce en sentido inverso, y las razas que fueron superiores regresan a menudo al pueblo como consecuencia de el debilitamiento cerebral de las generaciones.
      Y bien, mi querido colega, es a esta élite, nada más que a esta élite, a quiénes nosotros nos dirigimos; no nos ocupamos más que de ella, no escribimos más que para ella, y además nuestro arte es más delicado y refinado, cuanto más se restringe nuestro público.
      Esta aristocracia nos demuestra, comprando nuestros libros, que somos de su agrado, que respondemos a una necesidad de su espíritu. Nosotros alimentamos su inteligencia con un alimento que no es el pan del pueblo.
      ¿ Reprocha usted al Sr. Broder el no fabricar ómnibus ? ¿ Es culpable porque no confecciona más que coches de lujo para los ricos ?
      Y aún así, esta comparación no es la más adecuada, pues el novelista podría ser útil al pueblo si el pueblo supiese comprenderlo e interpretarlo.
      No se nos puede pedir más que una cosa: el talento. Si no lo tuviésemos, seríamos candidatos a ser fusilados; si lo tenemos, es nuestro deber emplearlo únicamente para las personas más cultivadas, que son los únicos jueces de nuestros meritos, y no para aquellos mezquinos, para los que nuestro arte es desconocido.
      Pero, si el pueblo fuese capaz de leer a los novelistas, a los auténticos novelistas, podría encontrar allí la más útil de las enseñanzas, la ciencia de la vida. Todo el esfuerzo literario de hoy tiende a penetrar en la naturaleza humana y en expresarla tal como es, en explicarla en los límites de la estricta verdad.
      ¿ Que mejor servicio se puede rendir a un país que el de enseñarle lo que son los hombres, a que clase pertenecen, enseñarle a conocerse a él mismo ?
      Esta es, convengo, la menor preocupación de los novelistas. Ellos se dirigen solamente a la cabeza de la nación; como los políticos se ocupan de los bajos.
      Y esté seguro, mi querido colega, que, a pesar de todo vuestro talento, el pueblo se burla bastante de vuestros libros, a los que no ha leído, y los que verdaderamente os aprecian son aquellos que incluso desprecian la política.

      ¡El pueblo ! Desde luego merece interés, piedad, esfuerzos; pero pretenderlo todopoderoso, quererlo dirigente equivale a realizar el viejo dicho popular: poner el carro antes que los bueyes.
      En razón directa, por desgracia, de su grosería. A medida que se afina, deja de padecer.
      En el otoño quise ir a ver a esos miserables que trabajan en las minas, esos forzudos condenados a la noche eterna, a la húmeda noche de los profundos pozos.
      Salía del Creusot, ese admirable encierro. Allí, los hombres, la élite de los obreros, viven apacibles en ese horno encendido día y noche, que ilumina su carne, sus ojos, su vida. Permanecer ocho días junto a esos horribles braseros parecería un suplicio para las fuerzas humanas a cualquier habitante de una ciudad. Esos jóvenes pasan su existencia en ese fuego, y no se quejan nunca, únicamente porque trabajan., porque son inteligentes, instruidos, porque se esfuerzan, mediante el trabajo, en mejorar la suerte que les ha proporcionado la inconsciente naturaleza.
      En Montceau es otra cosa. La masa de obreros pertenece a la última clase del pueblo. No son capaces, más que de desplazar la carretilla y de horadar las negras galerías de hulla. Aquellos no pueden dedicarse a ninguna tarea que demande un trabajo del espíritu. También tratan de matar a sus jefes, los ingenieros. Su suerte no es tan miserable como se cree; pero su salario es mínimo. ¿ De quién es la culpa ?
      Es una extraña región esa región del carbón. A derecha, a izquierda, una llanura se extiende sobre la que planea una nube de humo. De lugar en lugar, en este campo desnudo, se perciben singulares construcciones que coronan altas chimeneas. Esos son los pozos.
      La ciudad es oscura como frotada de carbón. Una polvareda negra flota por todas partes, y, cuando un rayo la atraviesa, brilla de pronto como cenizas de diamantes.
      El lodo de las calles es como una pasta de carbón. Se sienten crujir bajo los dientes pequeños granos que se tragan y se aspiran con el aire.
      A la derecha, inmensos edificios totalmente negros arrojan un vapor sofocante. Es allí donde se preparan los aglomerados.
      El polvo de las minas, diluido en el agua, cae en unos moldes y sale bajo la forma de ladrillos en medio de toda una serie de ingeniosas operaciones que realizan unas máquinas movidas por el vapor.
      Aquí hay una verdadera tropa de mujeres ocupadas en seleccionar el carbón. Parecen negras cuya piel, en algunos sitios, está salpicada de manchones pálidos; y miran con ojos brillantes, descarados. Algunas, se dice, son bellas. ¿ Cómo adivinarlo baja esa máscara negra ?
      Saliendo de esa sombría fábrica, se ve una mina a cielo abierto. La veta de hulla a flor de tierra desciende poco a poco, hundiéndose oblicuamente. Para alcanzarla habrá que profundizar hasta cuatrocientos metros.
      Luego se atraviesa la llanura para llegar a una de esas construcciones de alta chimenea que indican la apertura de los pozos. En todo instante es necesario hay que atravesar vías; en todo momento, un tren de hulla llega yendo de las minas a las fábricas, de las fábricas a las minas. Todo el campo está surcado de locomotoras que humean, de vagones que descienden solo las pendientes. Es una increíble red de raíles extendidos como hilos negros sobre el suelo gris donde crece una hierba enferma.
      Nos acercamos a los pozos Sainte-Marie.
      A flor de tierra bajo una capa de arena, se percibe un gran cuadrado de pequeños sombreros de fundición que coronan unas válvulas. Y de todas esas tapaderas salen delgados chorros de vapor. Un calor terrible se desprende. Están encima de las calderas.
      La máquina de al lado, instalada en un bonito edificio, marcha lentamente, haciendo girar un pesado volante de un modo pausado y regular.
      Dos ruedas colosales desenrollan el cable de hilos metálicos que desciende y remonta los ascensores que sirven para descender a las entrañas de la tierra-
      Se nos prestan dos cascos; se nos da a cada uno una pequeña lámpara rodeada de una tela metálica. Nos apretamos en la gran caja móvil que va a hundirse en el pozo negro. El ingeniero grita: « ¡ En marcha ! ». Un timbre indica que vamos a cuatrocientos metros. La máquina se mueve. Descendemos.
      Se hace la noche, la noche fría, húmeda. Una abundante lluvia cae de las paredes de los pozos sobre nuestro extraño vehículo, cae sobre nuestras cabezas, discurre sobre nuestros hombros. A veces, una corriente de aire nos azota el rostro cuando pasamos ante una galería. Uno apenas se tiene de pie, en tanto es sacudido en esta máquina.
      Pero unas voces, lejanas como en un sueño, salen del fondo de la tierra. Se habla, en bajo, allí abajo, bajo nosotros. Llegamos. El descenso ha durado cinco minutos.
      Las galerías tienen pocos hombres. Los obreros van al trabajo a las cuatro de la mañana y suben al día a la una y media.  Me gustaría más esto que los hornos de Creusot.
      No se ve nada, más que charcos de agua, en un estrecho subterráneo. El agua chorrea por los muros, discurre en rápidos arroyos, deslizándose entre las piedras.
      Otro ruido nos sorprende: ese ruido continuo y sordo de las máquinas de vapor. Es una máquina, en efecto, que bebe esta agua y la arroja afuera, a cuatro cientos metros por encima de nosotros. Y he aquí, siempre en la sombra, un amplio estanque donde deposita esa bomba, donde se aglutinan todos los flujos de la mina.
      Por fin la vista se acostumbran a la sombra. Caminamos, apretados tras el ingeniero; pues, si se perdiese alguien en las galerías, ¿ cómo y cuando podría salir ?
      Caminamos mucho tiempo. Unos mosquitos nos zumban en los oídos, viviendo no sé como en esas profundidades.
      Nos aplastamos contra la muralla. Pasa una vagoneta de hulla. Es arrastrada por un caballo blanco que va a un paso lento y resignado. Pasa. Un calor de vida, un olor de estiércol nos golpea: es la cuadra. Quince animales están allí, condenados a esas tinieblas desde hace años, y que no volverán a ver más el día. Viven en ese agujero, hasta su muerte. ¿ Tienen esas bestias el recuerdo de las llanuras, del sol y de las brisas ? ¿ Una imagen lejana se aparece en sus oscuras inteligencias ? ¿ Sufren la vaga y constante añoranza del cielo claro ?
      A veces, cuando una de ellas cae enferma, se la sube una noche, pues la luz del día la volvería ciega. Se la sube y se la deja libre, sobre la tierra.
      Asombrada, levanta la cabeza, aspira el aire fresco, se estremece, mueve el cuello como para asegurarse que nada la retiene; luego se lanza apasionadamente. Se lanza, pero una extraña fuerza la retiene, pues se pone a girar como en un circo, a dar vueltas en un estrecho círculo, a gran galope, como una loca. Es inútil atarla: no saldrá de esa pista, hasta el momento en el que caerá exhausta, borracha de aire.
     Encontramos por fin las canteras. Dos murallas negras y brillantes, a la derecha, a la izquierda, unos agujeros se hunden dentro. Fuertes pértigas retienen el carbón sobre nuestras cabezas, todo un entramado complicado que es necesario cambiar cada vez que se ataca una nueva capa.
      Helo aquí entonces ese tenebroso dominio de los mineros. Tenebroso, es cierto; pero los hombres, cada día, lo abandonan a una hora. ¿ Están peor que los miserables empleados que ganan mil quinientos francos al año y que están encerrados de la mañana a la noche en unos despachos tan sombríos que el gas debe iluminarlos todo el día ?
      Yo no creo nada, y, si hubiese que elegir, me gustaría tal vez más ser minero.

19 de noviembre de 1883

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre