CASA DE ARTISTA
( Maison d'artiste )
Publicado en Le Gaulois, el 12 de marzo de 1881.

      Hoy, el editor Charpentier pone en venta un libro nuevo del ilustre escritor Edmond de Goncourt.
     Este libro es, dentro de la obra del maestro, algo único que no puede compararse a ninguna de sus otras producciones.
     No es una novela como las que le han hecho famoso; tampoco es uno de esos exquisitos estudios históricos como La Mujer en el siglo XVIII, y las Amantes de Louis XV. No es una obra filosófica como Ideas y Sensaciones; es la historia de su mobiliario.
Este libro se titula la Casa de un Artista en el siglo XIX. Y ninguna casa, en efecto, resulta más curiosa de visitar que la suya. Es un resumen del arte francés del siglo XVIII, y al mismo tiempo un cuadro fugaz de las maravillas de Oriente, un recital para la vista de las brillantes industrias de China y Japón.
     Pues Goncourt ha nacido coleccionista. Lo es más que nadie, es evidentemente su vicio, ese vicio querido, ruinoso, corroedor, que cada uno lleva en sí.
     Lo es de tal modo, que ha coleccionado toda su vida en la historia, como en los comercios. Los dos hermanos tenían esta pasión. Apenas una de sus novelas estaba finalizada, que ambos regresaban al siglo XVIII que tanto han amado; lo recorrieron en peritos tasadores, fisgoneando en sus rincones, dejando a los profesores el estudio de los acontecimientos y los datos, pero reconstituyendo las costumbres por todos los menudos detalles de la vida, haciendo de la historia novelas, con abanicos, tarjetas de cenas, ligas, encajes, hebillas de zapatos y tabaqueras,  la historia verdadera y viva. Al mismo tiempo perseguían a través de las ventas y las tiendas polvorientas, todos esas antiguas figurillas, entonces poco estimados, y los cuadros, los dibujos, los grabados de los maestros, y los libros, las ediciones raras, únicas, y todo lo que el azar de las visitas a los anticuarios y una infatigable paciencia hacía caer sobre sus manos.
      Uno de ellos ha muerto. El otro ha continuado buscando sin descanso. Hoy posé la colección más bella, la más completa que existe del arte francés del siglo XVIII.
     Incluso va a abrir al público la puerta de su casa.
     Pero, antes que el público, entramos allí. El novelista está en su casa, podremos así verle e incluso hablarle.

     Está en Auteuil, sobre el bulevar Montmorency, es una encantadora casa. Desde la entrada se advierte la casa de un aficionado a las curiosidades. Las paredes del vestíbulo y la escalera están cubiertas. El gabinete de trabajo del maestro está en el primer piso; él escribe ante su mesa; se levanta. Los cabellos son largos, grises, de un particular gris, entre el gris y el blanco, una nube que parece revelar la fatiga de noches pasadas en vela y de largos esfuerzos cerebrales. Todo ello enmarca un rostro de extraña finura; una verdadera cabeza de aristócrata de la buena época y de buena condición, como podría decir él mismo hablando de sus hermosas porcelanas. Tiene bigote solamente; es alto, delgado, de gran aspecto un poco frío. Su casa es el cuadro perfecto que le conviene.
      Fue él quién escribió: « Hay grandes y mediocres hombres de Estado, personas de zapatos cuadrados, de ademanes rústicos, picados de viruela, raza gorda, que se podrían llamar los percherones de la política.»
Si esta raza de percherones existe con los hombres de letras, es desde todos punto de vista lo opuesto.
      Desde que se entra en su gabinete, un resplandor hace dirigir la mirada hacia la lámpara: es una sedería japonesa de tal riqueza colorista, que deslumbra. Dos grifos de un relieve sorprendente corren en un campo de pivonias; Los animales fantásticos, se contorsionan, saltando en medio de flores maravillosas, brillantes como luces. Es un traje de actor, me parece. Nuestras más excéntricas actrices no los tienen tan ricos.
      Las paredes están cubiertas de libros por todas partes, de libros preciosos, de los que no va a dar el catálogo detallado. En los armarios de las bibliotecas duermen inestimables álbumes de Japón que valen fortunas. Él es quizás el primero que ha comprendido el valor artístico, la gracia y el encanto del arte japonés en el que hoy se inspiran nuestros pintores. Desde 1852 compraba en la Puerta de China uno de sus bellos álbumes por la suma de 80 francos. ¿ Cuánto vale hoy ?
      Pero pasamos al santuario, al salón de las colecciones. Aquí dominan China y Japón. Todo está rodeado de grandes vitrinas encerrando tesoros. Porcelanas, un plato que muestra un pájaro apoyado sobre una rama es lo que yo nunca he visto tan perfecto.
      He aquí los marfiles de Japón. Él posee una colección magnífica. Uno representa un guerrero que corre sobre el agua; es de un trabajo incomparable. Otro nos hace ver la MUERTE que mira a una serpiente enroscada bajo una hoja. La muerte está inclinada, y en su movimiento se siente una curiosidad benévola, un interés tierno por el animal venenoso. Un mono que muerde una concha: la cabeza del animal es de un cómico irresistible. Luego aún un ratón de un natural prodigioso. Ahora bien, parece que, allá, en  familia, los artesanos hacen, de padre a hijo, el mismo objeto; también, cuando cuatro generaciones de hombres han fabricado ratones, no es sorprendente que lleguen a ejecutarlos casi más reales que el natural.
      En otra vitrina se alinean los ¡ sables para abrirse el vientre ! Los fundas de esos sables son auténticas joyas; y, de hecho, constituyen, junto con las pipas, las pitilleras y algunos otros objetos menudos, toda la joyería de Japón. Una de esas fundas parece un resumen de la extraña poesía de esos países de ensueño y colorido al mismo tiempo: allí se ve por un lado dos grillos, dos pequeños grillos con unas fisonomías de seres pensantes, que se ven, frente a frente, como compañeros y charlando, cotilleando (se siente por su porte), escapando de una caja de mimbre rota: dos prisioneros que huyen.
      El otro lado de la funda representa dos hojas muertas, que giran en un cielo invernal, por un claro de luna, solas en la inmensidad.
      Hay, en esos sutiles paisajes, unos matices de intenciones apenas apreciables, toda una muchedumbre de vagos pensamientos, como un vapor de sueño.
      Al lado de la habitación donde se exponen esas maravillas se encuentra otra, una obra maestra de color. No intentaré describirlo; pero comentaré su singular función. Es, para el escritor, un « medio de inspiración », el gabinete de excitación cerebral.
      Cuando quiere trabajar, se encierra allí dentro, se embriaga con el arte visible de ese lugar; lo respira, se impregna de él; luego, cuando se siente a punto, suficientemente ardiente, se sienta en su mesa. Quisiera escribir pero no podría, tanto en cuanto sus ojos estarían distraídos por el espectáculos de las paredes.
      En la planta baja domina el siglo XVIII. Esta colección es única. Se recuerdan además los admirables dibujos que él había prestado a la exposición de Alsacia-Lorena. Aquí está Watteau, ese maestro entre los más grandes, Boucher, Fragonard, Chardin. Un juego de chimenea inestimable, de Clodion.
      El comedor está tapizado con adorables alfombrados llenos de bellas damas con cestas; una borrachera para los ojos.
      ¡ Y otras cosas todavía !

      Puede leerse el siguiente pensamiento en ese enorme libro que él ha titulado Ideas y Sensaciones
       « Hay unas colecciones de objetos de arte que no despiertan ni una pasión, ni  gusto, ni inteligencia, nada más que constituyen la victoria brutal de la riqueza.» 
      La colección amasada por Edmond y Jules Goncourt es, por el contrario, una victoria de la pasión del gusto y de la inteligencia.
Cuando ambos hermanos vinieron a París, tenían una modesta fortuna con la que otros no habrían sabido vivir, y con la que ellos supieron comprar objetos mal apreciados en aquel momento, y pronto convertidos en inestimables.
      Descansaban de escribir rebuscando en las tiendas, registrando los montones de dibujos inexplorados que ciertos comerciantes de estampas guardaban en sus desvanes. Con un olfato infalible, encontraban los bocetos de los maestros y los llevaban como tesoros. Para ellos no existía ninguna de las satisfacciones comunes de la vida, nada de placeres, nada de pasión. El BIBELOT los atenazaba; y cuando habían comprado algún fragmento importante, cuando la fiebre de poseer les había invadido durante un mes o dos, cuando la bolsa estaba vacía y el dinero del que disponer lejano, desaparecían ambos, ocultos, enterrados en algún albergue del campo donde vivían humildemente, con la esperanza de las próximas compras.
      Esta pasión ha sido su fuerza, su refugio, su consuelo en la vida que les fue tan amarga durante tanto tiempo.
      Uno de ellos sucumbió en la lucha ardiente contra el público, que despreciaba su gran talento, no lo comprendía y se burlaba. Y hete aquí que el otro, el que quedó, se vio de golpe admirado, aclamado, considerado maestro.
     Son frecuentes esas injusticias, esas crueldades inconscientes de la muchedumbre. Balzac dijo: « Este público parisino, donde la burla reemplaza ordinariamente a la comprensión...» - Esta frase es de una sorprendente precisión. Cuando la multitud no comprende, desprecia; y como no comprende nunca a aquellos que llegan demasiado temprano, los pioneros como los Goncourt, hace que esos hombres estén muertos para que se consienta en apreciarlos. Edmond de Goncourt, sin embargo, ha visto llegar su hora. Se ha comprendido finalmente este arte refinado, sutil, lleno de nervio, eligiendo los matices de los matices, las delicadezas infinitas, los sufrimientos de las cosas.
      Su hermano y él son unos arqueólogos: arqueólogos del pasado, y arqueólogos de la vida y del lenguaje. Han buscado por todas partes y han encontrado, en el pasado, en la vida, en el lenguaje, riquezas que no se conocían.
      Con su hermano muerto, Edmond de Goncourt, continuó la obra. Trabajó sin cesar para escapar a la existencia, como él dijo, como ha escrito: « El horror del hombre hacia la realidad le ha hecho encontrar tres escapatorias: la embriaguez, el amor, el trabajo.»
     Después del libro que aparece hoy, se dedicará a la novela, a la novela que haga olvidar, que transporte al escritor a la ficción, donde pueda discurrir y sentirse arropado, separándolo de la tierra y haciéndolo vivir en un mundo suyo, modelado por él, iluminado de arte, el mundo ideal de los creadores.

12 de marzo de 1881

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre