EL EXILIO
( El exilio )
Publicada en Le Gaulois, el 8 de febrero de 1883

       El exilio  seguramente es la más terrible de las penas con las que se puede castigar a ciertos hombres. Aparte de ese sentimiento ideal que se llama "amor a la Patria", existe un singular apego, una ternura instintiva y casi sensual, por el país en el que hemos nacido, que nos ha alimentado de su aire, de sus plantas y de sus frutos, de la carne de sus animales, de los jugos de sus viñedos y del agua de sus fuentes.
      Nuestro cuerpo está hecho de su sustancia; nuestros órganos están acostumbrados a su temperatura y a sus formas; nuestra piel tiene el tono y la resistencia que proporciona su sol y que exige su clima. Somos los hijos de la tierra más aún que los hijos de nuestras madres. El hombre no es el mismo a veinte leguas de distancia, porque cada parcela del país lo hace y lo quiere diferente.
      Exiliar, es arrancar al ser de su suelo, romper las raíces de sus hábitos y de su vida, para llevarlos a una tierra donde quizás no se aclimate jamás. Es añadir un sufrimiento físico, incesante y cruel, al sufrimiento moral, no menos doloroso.
      El exilio es el medio del que se sirven frecuentemente los gobiernos para desembarazarse de las personas a las que temen; pero el contrapunto hace que, muy a menudo también, éstos últimos acaben echando por tierra el poder que los ha desterrado.
      La historia está llena de ejemplos que deberían ser una advertencia para aquellos que gobiernan.
      Un hombre arrestado injustamente puede olvidar; un desterrado no perdona nunca. Los más terribles adversarios del Imperio fueron aquellos que éste había expulsado de Francia. Hoy son quiénes ocupan un escaño en la Cámara: que se les pregunte si su cólera está extinguida.
      Si la lógica gobernase los espíritus, parecería que el exilio sería el más detestable de los medios para volver inofensivos a los que se teme: visto que los hace peligrosos y activos, tanto como tranquilos eran.
      Les proporciona libertad de acción, los sustrae a la vigilancia, los libera de todo escrúpulo, de toda obligación moral, les alimenta incluso unos intereses de los que podían cuidarse. Tomemos un ejemplo y admitamos que el Monseñor duque de Aumale haya podido pensar por un instante en apoderarse del poder.
       Habría con toda seguridad estudiado los pros y los contras, diciéndose:
      - Voy a arriesgarme en una enorme aventura. ¿ Qué beneficio obtendré, si tengo éxito ? No soy joven. No tengo hijos. Tendría que dejar la sucesión a un sobrino. Además, puedo ser destronado de un día a otro, en este país al que una revolución sacude cada diez años; e incluso muy improbablemente, en el estado actual de los espíritus, que me mantuviese, de todos modos, más de diez años.
      « Tendría que vivir en el Eliseo, lo que no vale las Tullerías. No dormiría nunca tranquilo.
      « Si fracaso, quizás fuese ejecutado; sino seguramente desterrado.
      « Ahora bien, soy colosalmente rico. Tengo palacios que los reyes no poseen. Soy príncipe, rodeado, respetado. Chantilly es más grandioso que Compiègne. Puedo recibir como hermanos a todos los soberanos del mundo que atraviesen mi patria. Mi ambición no es desmesurada, mis gustos no son excesivos; y, si mi país corriese un peligro, podría defenderlo, siendo uno de los primeros mandos militares.
      « ¿ Acaso no estaría loco abandonando lo cierto por lo desconocido; jugarme la tranquilidad de mi vejez, arriesgar todo lo que poseo por conseguir un poder que me proporcionaría más bien poco ? Quedemos en lo que somos.»
      Pero si el gobierno destierra al duque de Aumale, le hace perder su fortuna, sus propiedades, su lujo, toda la opulencia y toda la alegría de su vida, ese príncipe, desde la lejanía, no tiene nada que perder; no tendría más que ganar intentando un golpe de Estado, para revertir el poder que lo ha expulsado.
      Los pretendientes opulentos y felices no son a los que hay que temer: únicamente los pretendientes famélicos son irreducibles.

      He visto dos exilios.
       Seguía desde hacía seis días, a pie, sobre las costas de Córcega, la gran ruta que, partiendo de Ajaccio, rodea el mar subiendo hacia el norte. La montaña inculta y rica estaba plantada de castaños, de olivos, de naranjos y de matorral. Atravesando los pueblos, encontraba montones de paisanos inactivos, sentados a la sombra, sobre bancos de granito, vestidos con trajes sombríos y tocados con sombreros negros de largas alas, hombres pequeños y morenos, recordando un poco a los bretones. Las mujeres, serias, se semejaban bastante a las de Alsacia.
      Ahora bien, una noche, aproximándome a Calvi, observé de lejos dos grandes fantasmas blancos, de pie sobre un pequeño promontorio de cara al mar.
      El sol se abatía en el horizonte, dispuesto a hundirse en las olas; y los dos seres inmóviles parecían contemplar el astro ocultándose. Me aproximé a grandes zancadas, tomando esos hombres por unos monjes en éxtasis ante ese enorme final del día. De súbito, como el globo brillante tocaba el agua, ellos elevaron los brazos en un movimiento grave y magnífico, luego los bajaron, curvando la cabeza, curvando la espalda, como para saludar al sol; y bruscamente se prosternaron, la frente por tierra, el pecho por tierra, las piernas plegadas sobre si mismos.
      Cuando pasé cerca reconocí a dos árabes: eran dos jefes de tribus, prisioneros por haber defendido su patria contra los invasores franceses.
      Cuando se hubieron levantado, regresaron a paso lento a la fortaleza que los esperaba; miraban siempre hacia el mar.
      ¡ Allá abajo, detrás del horizonte, estaba África ! Ellos tenían los rostros negros y huecos, verdaderas cabezas de aves de presa, un porte majestuoso y resignado.
      Pensaba en los leones del Jardín de las Plantas, en los buitres enjaulados, en todos aquellos, hombres o animales, que son arrojados lejos del suelo natal por la odiosa voluntad del más poderoso.

      ¿ Quiere usted ver dos exiliados ?
      Vaya cada domingo a las fortificaciones de  París y mire las pequeñas tropas que caminan en pareja, hablando del país. Hablan de la granja, de los vecinos, de los amigos, de los parientes. Suspiran y a veces lloran, esos hombres en pantalón rojo cuyo sable golpea su muslo. Miran a lo lejos, con ojos húmedos, y se acuerdan de las tardes parecidas, cuando iban a los nidos, cuando iban a las nueces.
      Uno sonríe viéndolos pasar con su aire torpe, pelando una varilla. Tres meses más tarde, uno de ellos tal vez esté acostado en la cama de un hospital, afectado por ese extraño mal que se llama el « mal del país ». Y si no se le reenvía pronto al triste pueblo cuyo recuerdo lo acosa, morirá también seguramente como si una bala le hubiese golpeado en el corazón, pues ese mal es incurable.

8 de febrero de 1883

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre