GUSTAVE FLAUBERT EN LA INTIMIDAD
( Gustave Flaubert dans sa vie intime )

Publicado en La Nouvelle Revue, el 1 de enero 1881

      Tan pronto como un hombre obtiene la fama, su vida es analizada, descrita, comentada por todos los periódicos del mundo; y parece que el público experimenta un placer especial sabiendo la hora de sus comidas, el estilo de sus muebles, sus gustos particulares y sus hábitos cotidianos. Los hombres célebres se prestan con mucho gusto a esta curiosidad que aumenta su gloria: abren las puertas de su casa a los periodistas y el fondo de su corazón a todo el mundo.
      Por el contrario, Gustave Flaubert siempre ha ocultado su vida con un pudor particular; jamás se dejó retratar; y, aparte de sus íntimos, nadie se le pudo aproximar. Fue, únicamente a sus amigos, a quiénes abrió su « corazón humano ». Pero sobre este corazón humano se había instalado desde hacía tiempo, el amor a las letras, un amor tan fogoso, tan desbordante, que todos los restantes sentimiento por los que la humanidad vive, llora, espera y trabaja, habían sido poco a poco ahogados, engullidos en aquel.
      « El estilo es el hombre », decía Buffon. Flaubert fue el estilo, y de tal modo, que la forma de su frase decidía a menudo la forma de su pensamiento. Todo en él era cerebral; y no amaba nada, no había podido amar nada que no le pareciese literario. Tras sus gustos, sus deseos, sus sueños, no se encontraba nada más que una cosa: la literatura; no pensaba más que en eso, no podía hablar más que de eso; y las personas con las que se encontraba no le gustaban seguramente excepto que apreciase en ellos a los personajes de sus novelas.
      En sus conversaciones, sus discusiones, sus arrebatos, cuando levantaba los brazos declamando con su voz ardiente, quedaba patente que su manera de ver, de sentir, de juzgar, dependía únicamente de una especie de criterio artístico a través del que tamizaba todas sus opiniones.
      « Nosotros, decía, no debemos existir; únicamente nuestras obras existen »; y citaba con frecuencia a La Bruyère, cuya vida y costumbres nos resultan casi desconocidas, como el ideal del hombre de letras. Él quería dejar libros y no recuerdos.
      Su concepción del estilo responde a su concepción del escritor. Pensaba que la personalidad del hombre debe desaparecer en la originalidad del libro, y que la originalidad del libro no debe proceder nunca de la singularidad del estilo.
      No concebía los estilos como una serie de muelas particulares, de las que cada una son propias a cada escritor, y en las que se cuelan todos sus pensamientos; pero creía en el estilo, es decir en una manera única de expresar una cosa con todo su color y en toda su intensidad.
      Para él, la forma era la misma obra. Del mismo modo que en los seres vivos, la sangre alimenta la carne y determina incluso su forma, su apariencia exterior, siguiendo la raza y la familia, así para él, en la obra, el fondo fatalmente impone la única y precisa expresión, la medida, el ritmo, todo el acabado de la forma.
      No comprendía que la forma pudiese existir sin el fondo, ni el fondo sin la forma.
      El estilo debería ser pues, por así decirlo, impersonal, y no tomar prestadas sus cualidades más que de la cualidad del pensamiento, en la fuerza de la visión.
      Su mayor característica personal, fue precisamente ser un hombre de letras, nada más que un hombre de letras, en todas sus ideas, en todas sus acciones, y en todas las circunstancias de su vida, un hombre de letras.
     Con todo esto, los reportajes en las revistas parisinas no tenían gran cosa que recoger en ese campo donde toda la siega pertenecía al artista.
      Sin embargo el hombre aparecía en ocasiones. Busquémosle.
      Flaubert odiaba el cara a cara con él mismo cuando no tenía bajo sus manos los medios para trabajar; y como todo movimiento le impidiese pensar en la obra comenzada, no aceptaba cenar en la ciudad, a menos que un amigo le prometiese acompañarlo de regreso a su puerta.
      En su casa, en su despacho, en su mesa, e incluso en la mesa de otros, siempre primaba el artista y el filósofo. Pero, en estos regresos nocturnos hacia el domicilio, surgía a menudo en la verdad de su primitiva naturaleza.
      Animado por las comidas, feliz por el frescor de la noche, el sombrero inclinado, apoyando su mano sobre el brazo de su compañero, eligiendo las calles desiertas para nos ser molestado por los transeúntes, hablaba con gusto de él, de los acontecimientos íntimos de su vida, y dejaba entrever los lados secretos de su ser. Luego, como la caminata lo cansara un poco, se detenía bajo un portalón y contaba viejas anécdotas, recreándose en los recuerdos.
      Su voz alta destacaba en la soledad del París dormido. A menudo, a los estallidos de esta voz, se aproximaban, suavemente como dos sombras, dos agentes y se alejaban sin ruido tras haber echado un vistazo furtivo sobre ese gigante en chaleco blanco que gritaba tan fuerte golpeando las losas de la calle con su bastón. Así pues, en este escritor genial, en este prodigioso novelista, se descubría una inocencia infantil, casi la ingenuidad a veces. Su observación, tan aguda y brutal en el libro, parecía haberse embotado en la práctica usual de la vida. Habiéndoselo imaginado escéptico, estaba, al contrario, lleno de creencias, no de creencias religiosas claro está, sino de este abandono tan humano a todas las esperanzas, a todos los sentimientos dulces y reconfortantes.
      Herido a menudo, como lo fue tantas veces en el feroz desorden del mundo, se había formado un su alma un poso permanente de tristeza; y, su impresionable naturaleza, luchando con su fuerte razón, pasaba sin cesar de una especie de alegría inconsciente a una profunda melancolía.
      Cuando escribía a sus amigos una frase, casi siempre, indicaba el vivo sufrimientos de esta desilusión sin fin. En lugar de constatar, sin repulsa, con indiferencia « la eterna miseria de todo », y de aceptar dócilmente todas las inevitables calamidades, todas las tristezas sucesivas, todas las odiosas fatalidades en las que estamos sumidos, él moría día a día; y su admirable novela L'Éducation sentimentale, que parece « el proceso verbal » de la miseria humana, está lleno de una profunda y terrible amargura.
      Pero fue sobre todo en la correspondencia que mantuvo con unas mujeres, sus amigas de la infancia, donde se encuentran esas notas constantemente afligidas, esas vibraciones dolorosas.
      Mantenía con las mujeres una amistad tierna y paternal, y las trataba un poco como a niñas grandes, incapaces de comprender las cosas elevadas, pero a quiénes se les podía confesar todos los pequeños íntimos dolores que soportamos sin cesar durante nuestra vida.
      Lejos de ellas, las juzgaba con severidad, repitiendo esta frase de Proudhon: « La mujer es la desolación del Justo »; pero, cerca de ellas, soportaba su encanto consolador, le gustaban sus delicadezas, sus gentilezas, su total envoltura de ilusiones. Y, aunque se exasperaba a menudo contra su eterna preocupación por el amor, esta especie de atmósfera de pasión que él encontraba alrededor de ellas, lo invadía a su pesar, lo ablandaba.
      He aquí unos fragmentos de sus cartas donde aparecen esta melancolía y esta especie de ternura sentimental que la amistad de una mujer le procuraba.
 

      « ¿ Cómo ? ¿ Yo os había escrito una carta afligida, mi pobre amiga querida ? Usted merece que sea franco con usted, ¿ verdad ?. Le he abierto mi corazón y dicho sin ambages sobre mí lo que creo ser la verdad. Si hubiese sabido vuestra aflicción, me hubiera callado.»

Y más adelante:

      « Me han dicho que usted está enferma, pobre amiga, y que una neumonía afeaba vuestro hermoso rostro. Yo la besuqueo no obstante en mi cualidad de idealista. Vuestro estado de permanente sufrimiento me desola, me aflige. El ánimo es muy importante, estoy seguro; usted está demasiado triste, demasiado sola. No se os ama bastante. Pero no hay nada buen en este mundo. Sucia invención la vida, decididamente estamos todos en un desierto, nadie comprende a nadie. »

Y todavía:

      « Vuestro amigo continúa sin estar alegre. ¿ Por qué ? Todos los amigos desparecidos, la tontería pública, la cincuentena, la soledad y algunas preocupaciones. He aquí las causas sin duda. Leo unas cosas muy duras; miro caer la lluvia y converso con mi perro; luego, al día siguiente, es la misma cosa, y al siguiente también. Si usted quiere saber novedades de mi interior, deberá saber que mi criado Emile es padre de un hijo. Cuando su esposa le ha hecho ese regalo, su alegría resultaba curiosa de ver. En otra ocasión no lo habría comprendido. Ahora es diferente. He nacido con un montón de virtudes y de vicios a los que no he dado curso, y lo lamento.»
.................................
    
 « ¿ Es usted feliz en Roma ? ¡ Qué país ! Casi lo he olvidado. ¡Ah ! si pudiese pasar allí un año, como me gratificaría. No olvide pasearse, lo más posible, en el campo de Roma e ir hasta Ostia.
      « ¿ No siente usted, oh Latina, que las almas de los Cónsules tienen ganas de besaros cuando deambula a lo largo de sus paredes, reconociendo un usted a una muchacha de su raza. Usted está hecha para llevar la estola patricia, caminar descalza en sus sandalias de cintas púrpuras y adornar su frente con todas las pedrerías de la Bactriane...
      «  ¿ Cuando regresa ? Es lo que he buscado en vuestra carta, pero usted no habla de regreso. ¿ Tendrá lugar, sin duda, después de Pascua ? Aunque os echo de menos, aproveche bien el tiempo, ¡ no pasa nada ! Un viaje fracasado deja lamentos infinitos, y se ve mal lo que se ve aprisa.
      « Vamos, adiós, vaya bien. Diviértase mucho: encienda al máximo todas sus grandes lámparas y piense en vuestro viejo.»

G.F.

      « Quién os ama, a pesar de la literatura.
«  ¡ Pobres obreros que somos ! ¿ Por qué se nos niega lo que se concede gratuitamente al burgués más ínfimo ? ¡Ellos tienen corazón ! Pero nosotros, jamás en la vida ! En cuanto a mí, yo os repito una vez más que soy una alma incomprendida, la última de las errantes, la única superviviente de la vieja raza de los Trovadores ! - ¡ Pero usted no quiere creerme ! »

      Y por todas partes, en otras cartas, se encuentran frases como esta:

      « ¿ En cuanto a mi, qué quiere que le diga, mi querida amiga ? Soy un hombre decadente, ni cristiano, ni estoico, y en absoluto hecho para las luchas de la existencia...
      «  ¡ Ojalá fuese despreocupado, egoísta, superficial. El fardo de la existencia sería menos pesado. »


      Y su « odio contra la Tontería » reaparecía en cada línea: cita unos pasajes que acaba de leer, se indigna, se exaspera, o, más raramente, se anima:

    
«  Se ha representado tres veces la Damnation de Faust, que no ha tenido, en vida de mi amigo Berlioz, ningún éxito, y ahora el público, el eterno, el eterno imbécil nombrado o reconocido, proclama, berrea que es un hombre de genio. »

1 de enero de 1881

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre