RECUERDOS DE UN AÑO
( Souvenirs d'un an )

Una tarde con Gustave Flaubert
Publicado en Le Gaulois, el 23 de agosto de 1880

      Mes de Julio de 1879, domingo, sobre la una de la tarde, en el quinto piso de un apartamento de la calle Faubourg-Saint-Honoré.
      Sobre la chimenea, un Buda dorado, en su divina y secular inmovilidad, mira con sus amplios ojos. Nada sobre las paredes, salvo una hermosa fotografía de una Virgen de Rafael y un busto de mujer en mármol blanco. A través de las cortinas de tela decoradas con flores, el fuerte sol de un día de verano envía sobre la alfombra roja una luz tamizada y bochornosa. Un hombre escribe sobre una mesa redonda.
      En un sillón de roble de alto respaldo, él está sentado, hundido, la cabeza introducida entre sus fuertes hombros; y un pequeño bonete de seda negra, parecido a los de los eclesiásticos, cubriendo la cima del cráneo, deja escapar largos mechones de cabellos grises, con bucles por el extremo y cayendo sobre la espalda. Una amplia bata de paño marrón parece envolverlo totalmente, y su figura, que cruza un gran bigote blanco de puntas caídas, está inclinada sobre el papel. La fija, hojeando sin cesar su aguda pupila, pequeñísima, siguiendo un punto negro siempre móvil con dos grandes ojos azules debajo de largas y sombrías cejas.
      Trabaja con una feroz obstinación, escribe, tacha, vuelve a comenzar, subraya las línea, llena los márgenes, traza palabras atravesándolas, y bajo el cansancio de su cerebro, gime como un chiquichaque.
      En ocasiones, metiendo en un gran recipiente de cobre oriental, lleno de plumas de oca primorosamente talladas, la pluma que tiene en la mano, toma su hoja de papel, la eleva a la altura de la mirada y, apoyándose sobre un codo, declama con voz mordiente y alta. Escucha el ritmo de su prosa, se detiene como para elegir una sonoridad huidiza, combina los tonos, aleja las asonancias, dispone las comas con ciencia, como las paradas de un largo camino: pues las detenciones de su pensamiento, correspondientes a los miembros de su frase, deben ser al mismo tiempo los descansos necesarios para la respiración. Mil preocupaciones lo obsesionan. Condensa cuatro páginas en diez líneas; y la mejilla hinchada, la frente roja, tensando sus músculos como un atleta que lucha, se bate desesperadamente contra la idea, la elige, la atenaza, la subyuga, y poco a poco, con sobrehumanos esfuerzos, la encaja, como un animal cautivo, en una forma sólida y precisa. Nunca labor más formidable ha sido ejecutada por los hércules legendarios, y jamás obras más imperecederas han sido dejadas por esos heroicos trabajadores, pues sus obras se titulan, Madame Bovary, Salammbô, L'Education sentimentale, La Tentation de saint Antoine, Trois Contes y Bouvard et Pécuchet, que se conocerá dentro de algunos meses.
      Pero un timbre ha sonado en el vestíbulo; se levanta, y, suspirando profundamente, cubre su mesa, donde su pensamiento está esparcido en veinte hojas escritas, extendiendo encima una especie de mantel, un ligero tapiz de seda que cubre de un solo golpe todos los útiles de su trabajo, sagrados para él como los objetos de culto para un sacerdote.
Luego se dirige hacia la antecámara.
      De pie, está un gigante, con la fisonomía de un antiguo galo según el tipo adoptado por los pintores. De su cuello a sus pies cae recto una amplia vestimenta marrón con grandes manchas, de un modo especial adoptado por él; y, en cada pierna de su pantalón, en paño semejante, estrechado en la cintura con un cordel de borlas rojas que él mueve a menudo, se podría hacer una levita para un caballero de talla ordinaria.
       Da un grito de alegría tan pronto se abre la puerta, eleva los brazos como un enorme pájaro extendiendo las alas, y da un abrazo al otro gigante que sonríe en su barba blanca. Aquél tiene una cabeza más suave y nevada como la de los Padres Eternos con los que se adornan las iglesias. Es todavía más grande, y su voz, de un timbre débil, acariciador, casi tímido, duda a veces en la búsqueda de una palabra, que enseguida llega con una asombrosa precisión. Es ruso, e ilustre también, un adorable y poderoso escritor, uno de los mayores escritores de la actualidad, Ivan Tourgueneff.
      Ambos hombres se prodigan una amistad fraternal, se quieren por la simpatía del genio, por su ciencia universal, por los hábitos comunes de sus espíritus, sus gustos que son los mismos, y quizás también por una especie de conjunción física, porque ambos son tan grandes.
     Cuando uno está sentado en un sillón, y el otro extendido sobre un diván tapizado de cuero rojo, se dedican a hablar de literatura. Y poco a poco se desarrolla entre ambos toda la historia del genio humano desde que el hombre supo fijar la palabra. Su conversación, donde una palabra llama a un hecho, un hecho a un pensamiento, un pensamiento a una ley, van sin cesar (marca de las almas poderosas) de la anécdota a la idea general, y no pasan cinco minutos sin que la más insignificante de las noticias llega, por el encadenamiento de las deducciones, a plantear una profunda cuestión. Enseguida charlan de arte y de filosofía de la ciencia y de la historia, y, su prodigiosa lectura, dándoles una visión de conjunto sobre los tiempos que discurren, no considera la actualidad más que como un punto de comparación con épocas pasadas; y permanecen siempre envueltos en la idea, como las cumbres en las nubes.
      Pero el timbre vuelve a sonar una vez más, y un hombre joven, de pequeña talla y negro como un bohemio, acaba de sentarse entre los dos colosos. Su hermosa cabeza, muy fina, está cubierta de un raudal de cabellos de ébano que caen sobre los hombros, mezclándose en la barba rizada de la que él riza a menudo las agudas puntas. Los ojos, ampliamente dignos, pero poco abiertos, deja pasar una mirada negra como la tinta, vaga algunas veces, como consecuencia de una excesiva miopía. Su voz canta un poco, tiene el gesto vivo, el porte móvil, todas las características de un hijo del Midi. Entra como un rayo de sol, bajo su rápida palabra, estallando en risas.
      Burlón y mordiente, trazando en algunas palabras unas siluetas locamente divertidas, paseando sobre todos su encantadora ironía, meridional y personal, Alphonse Daudet aporta como una fragancia de París, del París vivo, vividor, inquieto y elegante, del París de día incluso, a esos dos grandes que soportan el encanto de su elocuente verbo, la seducción de su figura y de su gesto, y la ciencia de sus relatos siempre compuestos como cuentos en volumen.
      Pero Zola, resoplando por los cinco pisos, y seguido de Paul Alexis, acaba de aparecer a su turno. El profundo afecto que éste inspira al duelo del domicilio, se demuestra en la acogida. No es solamente una alta estima hacia el gran escritor, se trata de un impulso cordial, una amistad viva por el hombre sincero y recto que aparece en el "¡Buenos días, querido!" y en la mano ampliamente tendida.
      Se deja, siempre cansado, caer en un sillón, y su observadora mirada busca sobre las personas el estado de los pensamientos, el tono de las conversaciones. Sentado un poco de lado, una pierna sobre la otra, manteniendo su tobillo en la mano, y hablando poco, escucha atentamente. Alguna vez cuando un entusiasmo literario, un griterío de artistas interrumpe a los tertulianos y los lanza a esas excesivas teorías, encantadoras y paradójicas, tan queridas por los hombres de 1830, él se inquieta, moviendo la pierna, emitiendo de vez en cuando un "pero..." apagado por los grandes estallidos de Flaubert; luego, cuando el acceso lírico de sus amigos se calma un poco, él retoma suavemente la discusión, y, tranquilamente, sirviéndose de su razón como se hace con una hacha a través de los bosques vírgenes, se abre paso argumentando sobriamente, sin empaque, de un modo sabio y casi siempre preciso.
      Otros llegan: Edmond de Goncourt con largos cabellos grisáceos, como desteñidos, un bigote un poco más blanco y dos singulares ojos, invadidos por una enorme pupila. Gran señor marcado por el siglo XVIII al que ha estudiado tan apasionadamente, desde el final de la cabeza a los pies, nervioso como su estilo, manteniendo un porte tan digno que los mayordomos por instinto deben decirle: "Señor duque", sencillo sin embargo y simplemente vestido, entra, portando en la mano un paquete de tabaco especial que lleva por todas partes consigo, mientras que tiende a sus amigos la otra mano que queda libre. Llega tarde, viviendo lejos; y detrás de él, a menudo, aparece Philippe Burty, coleccionista como Goncourt, el primer especialista en Japón de Francia, erudito conocedor de todos los artes, llevando sobre un grueso vientre una bondadosa y astuta cabeza.
      Una risa se oye en la antecámara. Una voz joven habla alto: y cada uno sonríe reconociéndola. La puerta se abre, él aparece. Sin canas, con sus largos cabellos negros, se le tomaría por un adolescente. Es delgado y buen mozo, con un mentón levemente puntiagudo, matizado de azul por una barba abundante y primorosamente afeitada. Muy elegante, creado para la palabra simpático, a menos que la palabra no haya sido inventada para él, el editor Charpentier avanza. Su entrada siempre causa sensación; pues todos tienen que hablarle, todos tienen recomendaciones que hacerle, todos publican sus libros con él. Él sonríe sin cesar, en escéptica alegría, hace que escucha, promete todo lo que se le pide, acepta un volumen que jamás editará, se dirige al otro extremo del salón; luego se sienta, fumando un cigarro que lo absorbe completamente. Pero, cuando la puerta se abre de nuevo, él trastrabilla como si despertase. Es Bergerat, su "cómplice", redactor jefe de la Vie moderne, el mismo Bergerat, yerno del gran Théo1. Ahora bien, enseguida tras él su cuñado, delgado y rugio, con un aspecto de Cristo, el encantador poeta Catulle Méndez, siempre seductor y sonriente, toma las dos manos de Flaubert. Luego se va a charlar a un rincón, tanto con uno como con otro, mientras que en otra esquina, tanto con uno como con otro, charla Bergerat, su cuñado.
      El académico Taine, los cabellos pegados sobre la cabeza, el porte vacilante, la mirada escondida tras sus gafas del mismo modo de las personas habituadas a observar el interior, a leer la historia, a analizar en los libros más que en la humanidad misma, trae consigo un olor a removidos archivos de documentos inéditos que él viene de hojear para completar su precioso trabajo sobre la Sociedad francesa; y se enfrasca en anécdotas desconocidas, cuenta hechos menudos donde todos los hombres de la Revolución, a los que nos hemos acostumbrado a ver grandes, sublimes, según unos, odiosos según otros, pero en todo caso grandes, nos aparecen con todas sus debilidades, sus estrecheces de espíritu, su insuficiencia de visión, sus mezquinas y viles intrigas, y él compone los largos acontecimientos con mil ínfimos detalles como unos mosaicos pueden conformar un decorado que producirá mucho efecto.
      He aquí al viejo compañero de Flaubert, Frédéric Baudry, miembro del Instituto, administrador de la Biblioteca Mazarino, saturado de idiomas bárbaros y de gramática comparada, henchido de erudición, hablando del verbo como de un personaje histórico, y siempre espiritual.
      Aquí está el íntimo amigo Georges Pouchet, el sabio profesor del Museo, que pasaría perfectamente, en la calle, por un joven oficial de caballería sin uniforme.
      Luego, todos juntos, llegan aquellos que Flaubert llama sus jóvenes, aquellos que lo quieren tal vez más y que el público, siempre sutil, los clasifica en bloque bajo la etiqueta de "naturalistas" : Céard, Huysmans, Léon Hennique. Luego, otros escritores: Marius Roux, Gustave Toudouze, etc.
      El pequeño salón desborda. Unos grupos pasan al comedor.
      Es en este momento sobre todo que se hace necesario ver a Gustave Flaubert.
Con amplios gestos, con los que parece levantar el vuelo, yendo de uno a otro de un solo paso que atraviesa el apartamento, su amplia bata hinchada tras él en sus bruscos movimientos, como la vela de un barco de pesca, lleno de exaltaciones, de indignaciones, de vehemente llama, de elocuencia rotunda, divertía por sus arrebatos, encantaba por su bonhomía, asombraba a menudo por su prodigiosa erudición que se servía de una fantástica memoria, terminaba una discusión con una palabra clara y profunda, recorría los siglos de un brinco de su pensamiento para cotejar dos hechos de igual orden, dos hombres de igual raza, dos informaciones de la misma naturaleza, de donde hacía brotar una luz como cuando se hacen chocar dos piedras semejantes.
Luego sus amigos marchaban uno tras otro. Él los acompañaba a la antecámara donde charlaba un instante solo con cada uno, estrechando las manos vigorosamente, golpeándole sobre los hombros con una risa afectuosa. Y, cuando Zola salía el último, siempre seguido de Paul Alexis, dormía una hora sobre su largo diván, antes de poner su traje negro para ir a cenar con su gran amiga, la princesa Matilde.

23 de agosto de 1880

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre