A PROPÓSITO DE NADA
( À propos de rien )

Publicado en Gil Blas, el 30 de marzo de 1886

       Ocurrió en Niza, durante la batalla de flores.
      Una mujercita rubia y hermosa, de pie en la primera fila de las tribunas, se batía encarnecidamente. Ante ella, dos inmensas cestas de flores, repletas hasta el borde de unas ramas, le servían de arsenal de donde tomaba a manos llenas esos proyectiles perfumados para arrojarlos a los coches que pasaban lentamente al paso de los caballos.
      Y reía con todo su corazón, agitándose alegremente, triunfante cuando había alcanzado a una amiga en pleno rostro.
      Luego, cansada, extenuada, cesó de luchar durante algunos instantes para mirar el desfile.
      Uno tras otro, los coches llegaban, pasaban, desaparecían, cubiertos, engalanados, llenos de flores. Unos tenían ruedas de violetas, otros ruedas de alhelíes; aquél parecía un enorme depósito de claveles, aquél otro una nube de mimosas. Unos manojos de rosas reemplazaban los faros, un látigo parecía una fusta de junquillos.
      Y, en su interior viajaban unas damas y unos caballeros vestidos para la ocasión. Unas damas y unos caballeros demasiado gordos o demasiado delgados, rojos, con penachos, endomingados. De vez en cuando una bella mujer, una sobre doscientas, a la que todos los ojos seguían; luego el desfile recomenzaba, el interminable desfile de los feos, de los grotescos, de los villanos ventrudos o éticos, de las criadas, de las mujeres comunes y desaliñadas.
      Y entre los brillantes carruajes, pasaban también los simones, los odiosos simones, arrastrados por un caballo esquelético y conducidos por el horrible cochero bigotudo, con una chaqueta mugrienta y el sombrero de fieltro inclinado sobre la oreja.
      La mujercita ya no se batía, miraba a esas personas, las miraba con ojos asombrados, después de su embriagadora alegría de antes, con unos ojos abiertos por primera vez. Y murmuró:
      - Dios mío, que feos son estos hombres ! Por primera vez, advirtió, en medio de esta fiesta, en medio de esas flores, en medio de esta alegría, en medio de esa borrachera, que, de todos los animales, la bestia humana es la más fea.
      Entonces miró a su alrededor, a la muchedumbre excitada de las tribunas y se vio en medio de horribles seres ridículos, cuyas risas eran muecas, unas abominables muecas que movían las mejillas, hendían las bocas, cerraban los ojos, plegaban la nariz.
      Y por encima del olor de las flores cortadas, flores arrancadas en los jardines, arrancadas a la tierra para divertir a la muchedumbre, al populacho hormigueante en la polvareda, un olor de carne sucia y ajo, ese olor a ajo que las personas del Midi emanan a su alrededor como la rosa exhala su perfume, con el que envenenan sus ciudades, con el que corrompen el aire de sus campos, con el que ensucian incluso el cielo.
      Y la mujercita dijo a su vecino:
      - ¿ Huele así de mal como esto todos los días ?

      Desde luego los hombres son todos los días tan feos y huelen todos los días tan mal, pero nuestros ojos, acostumbrados a mirarlos y nuestra nariz acostumbrada a olerlos, no distinguen su repugnancia y su pestilencia excepto cuando éstas son advertidas por un contraste súbito y violento.
      ¡ El hombre es horrible ! Bastaría, para componer una galería de ridículos, para hacer reír a un muerto, tomar a los diez primeros transeúntes que pasen, alinearlos y fotografiarlos con sus tallas irregulares, sus piernas demasiado largas o demasiado cortas, sus cuerpos demasiado gordos o demasiado delgados, sus caras rojas o pálidas, barbudas o lampiñas, con su aspecto sonriente o serio.
      Antiguamente, en los albores del mundo, el hombre salvaje, el hombre fuerte y desnudo, era desde luego tan bello como el caballo, el ciervo o el león. El ejercicio de sus músculos, la vida libre, el constante uso de su vigor y de su agilidad conllevaban en él la gracia del movimiento que es la primera condición de la belleza, y la elegancia de la forma que solamente proporciona la actividad física. Más tarde, los pueblos artistas, prendados de lo plástico, supieron conservar en el hombre inteligente esta gracia y esta elegancia, mediante los artificios de la gimnasia. Los constantes cuidados del cuerpo, los deportes de fuerza y de flexibilidad, el agua helada y las saunas hicieron de los griegos los verdaderos modelos de la belleza humana, y esos artistas nos dejaron sus estatuas como información, para mostrarnos lo que eran sus cuerpos.
      Pero hoy, ¡ oh, Apolo !, miramos la raza humana agitarse en las fiestas ! Los niños, ventrudos desde la cuna, deformados por el estudio precoz, embrutecidos por el colegio que les destroza el cuerpo a los quince años encorvando su espíritu antes que sea núbil, llegan a la adolescencia, con unos miembros indispuestos, mal conformados, cuyas proporciones normales no son nunca respetadas.
      Y contemplemos la calle, las personas que pululan con sus sucios vestidos ! ¡ En cuanto al aldeano ! ¡ Señor Dios ! Veamos al aldeano en los campos, el hombre como un tronco, nudoso, largo como una pértiga, siempre torcido, curvado, más horroroso que los salvajes que se ven en los museos de antropología.
      ¡ Y recordemos cuantos negros son bellos de forma, sino de cara, esos hombres de bronce, grandes y voluminosos, cuantos árabes son elegantes de cariz y de figura !
      Pero el hombre tiene los ojos cerrados para el hombre. No sabe mirar lo que ve desde la infancia, juzgar con una ojeada lo que pasa ante su mirada, determinando siempre lo mejor y lo peor, contemplar en definitiva nuestra vida como haría un mono subido a un árbol y que estimaría al hombre como una caricatura de su raza. Y esa venda que tenemos sobre los ojos, también la llevamos en el espíritu. Estamos ciegos debido a las sucesivas y diversas religiones, pueriles y locas, inventadas por nuestros padres contra el terror del inmenso Desconocido. Estamos, embrutecidos por los prejuicios seculares, morales de todos orígenes que de rebote nos afectan a nosotros, por las legislaciones infantiles que han cambiado los lazos sagrados por las costumbres ridículas e ingenuas.
      Y el número de ideas falsas es tal, el de las opiniones estúpidas sino monstruosas, aceptadas, practicadas por todo el mundo  sin resistencia, sin oposición, respetadas, al contrario, aceptadas como si un Dios nos las hubiese revelado en su misericordia, que es imposible liberarse.
      Aquellos que lo intentan se debaten en vano en medio de lazos pequeños, irresistibles, innombrables y casi insensibles, lo que los hace imperceptibles. Y pronto se abandona la lucha, por fatiga.
      Aquél que quisiera conservar la integridad absoluta de su pensamiento, la total independencia de su juicio, ver la vida, la humanidad y el universo como un observador libre, por encima de todo prejuicio, de toda creencia preconcebida y de toda religión, es decir de todo temor, debería  apartarse absolutamente de lo que llaman las relaciones mundanas, pues la tontería universal es tan contagiosa que no podrá frecuentar a sus semejantes, verles y escucharles sin ser, a pesar de él, contagiado por todas partes por sus convicciones, sus ideas y su moral de topo.

      Lo que parece más singular a todo espíritu que mira, desde un poco lejos, vivir a los hombres, es su inútil agitación. Se actúa en los salones en las fiestas que no ofrecen ningún placer efectivo, salvo el de entrever durante una hora, después de haber pasado tres o cuatro engalanándose.
      Se actúa en política alrededor de cuestiones cuya solución no pertenecen al hombre, pero que el hombre discute y retoma con una perseverancia de caballo que gira una rueda.
      Se actúa en la calle y en los cafés discutiendo opiniones de periodistas que a menudo no profesan, pero que plasman en las columnas de sus periódicos, como si fuesen los más convencidos y los más entusiastas de los hombres.
      En suma, el mundo parece un inmenso ministerio lleno de empleados  llenos de celo y que no hacen nunca nada más que ennegrecer inútilmente un poco de papel, pareciendo trabajar de la mañana a la noche, para el mayor interés del universo...

      La mujercita rubia ya no arrojaba flores. Miraba pasar la muchedumbre ruidosa con ojos fatigados y desalentados; miraba las flores azules, rojas, amarillas, blancas, tan finas, tan bellas, tan perfumadas, llover sobre las gruesas figuras rojas y sobre las delgadas figuras arrugadas.
      No hablaba. ¿ En qué pensaba ?... ¡ En nada, sin duda !

30 de marzo de 1886

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre