ÁFRICA
( Afrique )
Publicado en Le Gaulois, el 3 de
diciembre de 1888
Argel, 25 de noviembre de 1888
Nos aproximamos.
Argelia parece una mancha blanca que se divisa en el horizonte. Parece un enorme
montón de colada puesta a secar sobre la costa. Luego ese montón va agrandándose
y se convierte poco a poco, bajo la mirada, en una colina de casas superpuestas
la una sobre la otra. Se distingue al principio la ciudad francesa con sus
arcadas, sus altas construcciones taladradas de grandes ventanas; iluminada bajo
la cegadora luz del día. En ese conjunto de pequeñas residencias, cuadradas,
entremezcladas, apiladas, como una pirámide desde la base a la cima, no se ven
aberturas, ni ventanas, nada más que imperceptibles agujeros por donde los
antiguos corsarios acechaban el mar. Sobre el muelle en el que desembarcamos,
una hormigueante humanidad, de todas las razas, agitada, cargada, descargada,
apilada sobre coches, sobre los barcos, discurre, amontona, arrastra, lleva de
todas las formas posibles todas las mercancías que se puedan imaginar en cajas,
en barricas, en sacos, en fardos, en paquetes, profiriendo gritos en todas las
lenguas, discutiendo, explicándose, todo ello con gestos frenéticos.
Todos esos hombres, vestidos con telas grises o
blancas, las piernas, los pies y brazos desnudos, delgados, ligeros y
vociferantes, presentan a las miradas todos los matices cromáticos que puede
tomar la carne humana, desde el negro azabache al café con leche amarillento.
Tienen en las venas una mezcla de todas las
sangres conocidas; mezcla de negros, de árabes, de turcos, de malteses, de
italianos, de franceses, de españoles, representan, desde los primeros pasos
dados sobre esta tierra, a la población mezclada, inquieta, agitada y
trabajadora, de esta bella y curiosa costa que no parece y no se puede parecer
en nada a otro lugar del mundo.
Aunque hay personas que creen que Argel, Orán o
Constantine son ciudades de Oriente; que la costa argelina es una costa
oriental; se equivocan. Oriente comienza en Túnez, la primera ciudad africana
que tiene el carácter tan particular de las ciudades orientales. Aquí estamos en
África, en la vieja África romana, donde se encuentran, se rozan y se mezclan
las más distintas clases de hombres.
Al lado de los ancianos beréberes, del árabe
nómada de las tribus, del árabe trabajador de los oasis, de los estibadores de
Biskra (Biskris), de los mercaderes de todo tipo del Mzab (Mozabitas), del
kabilio agricultor, vestidos de franelas de lana o de seda blanca y tocados de
turbantes, se encuentra el moro (árabe de las ciudades) paseando con pequeños
pasos su grueso vientre y sus gruesas pantorrillas dentro del saco de paño, el
chaleco de color y el largo pantalón de tela de bolsillo caído por detrás, el
español moreno, velludo, activo y sucio, el maltés torpe y pendenciero, el judío
de barba recortada, y el colono francés que conserva el porte, las formas y la
vestimenta de la patria.
Lo que más sorprende entrando en Argel, es el
ruido y el movimiento en las calles. No se habla, se grita; no se circula, se
tropieza; los caballos no trotan, se llevan, sin ir más aprisa que si trotasen.
Esto es alegre, movido, divertido, entretenido, ensordecedor. La ciudad está lo
más viva que se puede estar, colorida y encantadora. Sería deliciosa si
estuviese limpia. Pero no sé si hay algún otro lugar en el mundo donde haya
tanta porquería. No se sabe donde poner el pie, tanto en la acera como en la
calzada. El arroyo tal vez sea preferible, esperando que no se arroje allí nunca
nada; todos los olores posibles os persiguen y os asfixian. No importa, uno está
contento de todos modos, ya que las calles son hermosas de ver. Si llueve, por
ejemplo, no salga, pues se convierten en cloacas absolutamente infranqueables.
Cuantos veces no se ha descrito la ciudad árabe,
ese laberinto de callejuelas, de escaleras, de callejones sin salida, de colores
tortuosos en medio de esas pequeñas casas impenetrables, apretadas las unas
contra las otras, tocándose casi en su cima, extrañas, irregulares, en las que
un primer piso, un poco saliente, está sostenido por una multitud de postes
pintados de cal y empotrados en el muro inferior, y cuyas terrazas, como los
peldaños aislados de una escalera dislocada por un temblor de tierra, se
escalonan unas sobre otras, mirando a los lejos la gran bahía y el cabo Matifou.
La zona francesa de Argel, desde hace siete años,
no ha cambiado demasiado. Sin embargo uno tiene la impresión de que la ciudad es
más rica, más segura de si misma, más laboriosa, más capital. Los productos
argelinos tienen gran reputación; los vinos de Argelia se exportan al mundo
entero; las tierras argelinas se cubren de viñas que proporcionan pronto las
bebidos, un poco fuertes, pero sanas, a la Europa atacada por la filoxera y se
podría decir que Argel siente engrandecerse su importancia. Tiene razón.
En esta ciudad, de una fisonomía tan especial,
uno no se cree en una gran ciudad departamental, en una capital de provincia,
sino en una capital de Estado. Está muy bien, con su actividad y la confusión de
tipos, de las lenguas, de los trajes, de las costumbres, de las religiones, que
le dan un carácter único, la capital abigarrada de esta África cosmopolita, hoy
colonia francesa.
Pero se está convirtiendo insensiblemente, o más
bien sensiblemente, en un suelo francés. El progreso de la colonización, desde
hace siete años que yo no la he visto, es indudable, indiscutible. Han llegado
unos colones que no son como los fugitivos de los primeros días, sino
trabajadores sabiendo que, sobre esta tierra nueva, se puede ganar su vida mejor
que en otras partes. Al lado de sus granjas, se encuentran por todas partes,
ahora, las propiedades de los ricos agricultores franceses, que han echado
raíces en este país y allí llevan sus grandes culturas.
Muchas cosas sin embargo se oponen aún al
desarrollo rápido de esta bella colonia o, más bien, de este trozo de Francia.
Se echa en falta allí lo que se podría llamar las infraestructuras de la
civilización. No hay carreteras, ni ferrocarril, ni embalses y, por
consiguiente, no hay agua. Si se llevase a cabo el ingenioso proyecto del Sr.
Tirman, que pide la renuncia, por parte de Francia, a Argelia, de su excedente
de ingresos, a fin de poder asegurar de este modo la posibilidad de conceder un
gran préstamo, esta tierra, en pocos años, podría llegar casi a su máximo de
producción, lo que nunca podría conseguir, con los recursos actuales, salvo en
un muy lejano futuro.
Esperemos que no se niegue al gobernador general,
el medio de llevar a cabo toda la influencia bienhechora que él ejerce sobre
Argelia.
Argel es un centro donde se forja una vida
independiente, donde circula sangre francesa nueva, donde una inteligente
sociedad y una élite intelectual se han formado, haciendo de esta ciudad una de
los grandes asentamientos humanos del viejo mundo.
Y la prueba de que esta ciudad rivaliza casi en
todo con París, es que al viejo Prado (1),al romántico del Sena, ella ha
opuesto a Chambige (2), complejo y decadente, para quién se ha sido más severo
aquí que allá; pues, aquí, se ha visto más de cerca ese tremendo crimen, cuyos
pequeños, mínimo detalles escabrosos han inspirado una universal repulsión para
ese fracasado de la vida y de la muerte, que a fin de explicar el fallo de la
tercera bala, después de la precisión de las dos primeras, no encontró nada
mejor que comunicar al público ansioso, las cartas de amor de aquella a la que
él habría suicidado heroicamente.
Se nos ha dicho, para explicar esta actitud tan
poco adecuada a las tradiciones de la galantería francesa, que la sensibilidad
de su alma era de una especie tan rara, que las personas de una moral corriente
no podrían comprenderlo.
¿ No habría sido mejor, para la pobre mujer,
víctima de sus superioridad sentimental, que él hubiese mostrado menos
sensibilidad y delicadeza ?
No he tenido el deseo de pedir autorización para
visitar a ese ilustre criminal en su calabozo; pero he podido ver, el mismo día
como trasladaban, al inmenso desierto desconocido que va de nuestras posesiones
en África central, a los siete tuaregs hechos prisioneros el último año por los
chaamba.
Es muy difícil para ojos europeos poder
contemplar a los tuaregs, esos misteriosos y terribles jinetes que merodean por
nuestras fronteras. Dos hombres únicamente hasta el momento han dado sobre
ellos, sobre sus inmensas confederaciones que van de Sudan y de Egipto al océano
Atlántico, algunos detalles un poco precisos: estos son los viajeros Barth y
Duveyrier.
El último europeo que penetró en sus
territorios fue el desgraciado coronel Flatters, que fue masacrado por éstos con
toda la columna que comandaba. Se recuerda como fue sorprendido cerca de un
pozo, con su estado mayor y todos los animales de carga que se estaban
aprovisionando de agua,
fue rodeado y muerto. También se recuerda la espantosa huida, la horrible
narración de los sobrevivientes abandonados de guardia en el campamento, que, sin agua y sin
camellos, partieron a través de la arena, y ,después de unos días de marcha,
sintiendo que había que matarse o que comerse entre ellos, se pusieron a caminar
aisladamente, al alcance de fusil el uno del otro, como presas detrás de todos
los salientes del suelo. Una noche por fin tuvo lugar el primer duelo; uno fue
asesinado, alcanzado por una bala, cayó al suelo, y todos acudieron a esta
rapiña humana. Un árabe, armado de un cuchillo, despedazó y distribuyó la
víctima entre los compañeros, que se salvaron con sus partes, y retomaron, lejos
el uno del otro, su terrible marcha.
Y, durante más de una semana, el monstruoso
combate volvió a comenzar cada día, y cada día los miserables devoraban a uno de
ellos. El último asesinado y devorado de ese modo, fue el sargento de caballería Pobéguin.
Al día siguiente, el grupo de rescate enviado de Ouargla encontraría los
despojos de la columna. Desde ese momento, ningún contacto tuvo lugar entre los
tuaregs y nosotros.
Ahora bien, el año pasado, una tropa de esos
forajidos rabiosos se puso en camino para robar los camellos de nuestras tribus
del extremo Sur, los chaamba. Ese destacamento, constituido por cuarenta
hombres, montados sobre veloces dromedarios sorprendieron a sus enemigos.
Pero, en el desierto, como en otras partes, todo
se sabe, y los chaamba, advertidos, partieron en número de trescientos para
cortar la ruta al convoy, y fueron a esperarlos en los pozos, por donde
tenían que pasar necesariamente los tuaregs para ir a beber. Aquellos, que
pueden permanecer seis días sin comer y tres sin beber, llegaron con los
animales robados y se encontraron con los chaamba prestos a combatir. Los
tuaregs, desgraciadamente para ellos, se habían dividido en dos grupos, y esta
banda, constituida por veinte hombres tan solo, extenuados de hambre y cansancio,
no podía librar batalla contra trescientos chaamba. Si hubiesen estado reunidos,
habrían podido atacar y vencer, ya que son intrépidos soldados.
Por otro lado, los chaamba, gente prudente,
parlamentaron, tomaron sus camellos y dejaron marchar a sus enemigos. Pero
habían advertido su pequeño número y, en lugar de marchar de inmediato como los
otros, habían decidido permanecer en los pozos, esperando. La segunda tropa de tuaregs llegó, en efecto, parlamentaron igualmente, fue desarmada
después de
prometerles salvar su vida. Pero las promesa árabes son poco seguras y, al día
siguiente, comenzó la masacre. Sin embargo, un chaamba, hombre de honor,
extendió su albornoz sobre un tuareg al que conocía. Aquellos que vivían
todavía, aprovechando este gesto protector, se arrojaron sobre los albornoces, y
fueron de este modo respetados.
Los chaamba los liberaron.
Así pues, gracias al buen hacer del capitán
Bissuel - que publica, estos días, un volumen con todos las informaciones
recogidas de sus bocas , y que ha podido, haciéndoles dibujar en la arena el mapa en relieve de su país,
reconstituirlo, lo más fiel posible a los datos existentes, que parece
escrupulosamente exacta - he visto, tambien en un pequeño edifico pintado con
cal, abierto sobre las terrazas del fuerte de Argel, que cierra la ciudad al
este y que domina la rada y el puerto, a esos grandes guerreros que son, en
realidad, unos guerreros homéricos, delgados, vestidos de telas negras, la cara
oculta como la de las mujeres, a causa de las arenas deslumbrantes, no muestran, bajo el
doble velo, también negro, que cubre la parte baja y alta del
rostro, más que dos ojos sinceros y brillantes.
Les acompaña un negro que tiene seis dedos en cada mano. He dicho que
son
guerreros de Homero. No viven más que para la guerra, no respetan y no
comprenden
más que eso. Los nobles, pues este es un país feudal absoluto, siempre a
caballo, o más bien a dromedario, siempre en vilo, siempre en guardia,
protegen y defienden a sus siervos, y, sin cesar atacan al vecino.
Pues, hacer la guerra, para ellos, es saquear.
Cuando se les pregunta por que combaten así, unas personas a las que no les falta
de nada, responden con asombro: « Comprendo que no se ataque a un anciano, un
inválido o una mujer; pero a un hombre como yo, ¿ por qué no habría de atacarle
? »
Aprovechando su cautividad, el eminente director de la Escuela superior de las
letras de Argel, el Sr. Masqueray, ha podido aprender su lengua, establecer la
gramática tuareg, traducir sus relatos e informar sobre sus costumbres y
hábitos.
Además acabó por admirarles por su valentía, sus sentimientos heroicos, su
prodigioso desprecio al peligro y a la muerte. Una única cosa en nosotros les ha
asustado: los grandes navíos que navegan sobre el agua; pues nunca habían
visto el mar.
Combaten con lanzas de hierro, montan en la silla de un solo salto, sobre los
lomos del camello, al que han reducido la cabeza para tomar un punto de apoyo, y
les dirigen por presiones sobre el cuello, con sus pies finos
y delicados, pues casi nunca caminan.
El gobernador general acaba de reenviar a dos de esos prisioneros a sus tribus, a
fin de mantener relaciones con esos pueblos y decidirles a que vengan a reclamar
aquellas que nosotros hemos conservado.
¿ Cuando llegarán a su hogar ? En dos meses, más o menos !
3 de diciembre de 1888
(1) Un tal Prado, apodado « el asesino de muchachas », fue ejecutado el 28 de diciembre de 1888 sin que se hubiese logrado establecer su identidad exacta. Fue escrito un libro basado en la historia de este criminal Prado ou le tueur de filles de Arthur Bernède (1871-1937) (N. del T.)
(2) El 25 de enero de 1888, en una villa de Sidi-Mabrouk, en las proximidades de Constantine, el estudiante Chambige fue encontrado herido cerca del cadáver desnudo de Magdeleine Grille, una mujer casada cuya virtud y fidelidad eran, hasta el momento, reputadas e irreprochables. Juzgado ante la sala de lo penal de Constantine del 8 al 11 de noviembre de 1888, el asunto tuvo una gran repercusión porque movilizó a dos familias conocidas e influyentes. Al término del proceso, Chambige sería reconocido culpable de asesinato premeditado con circunstancias atenuantes y condenado a siete años de trabajos forzados y un franco de multa a la acusación civil. Durante los debates, dos lecturas del asunto se opusieron. El acusado Henri Chambige, joven de 22 años que se jactaba de escribir novelas psicológicas, reconoció que mató a la señora Grille pero a petición de ésta, pues ella le habría propuesto ser su amante después de morir juntos. Bajo la exaltación de una pasión recíproca, Chambige habría aceptado, pero fallaría su propio suicidio. En la preocupación de preservar el honor de una mujer y de su familia, el marido y la madre de la difunta sostienen que que ella ha podido ser hipnotizada o drogada, luego violada por Chambige. El asesino de la Señora Grille sería entonces un caso de doble suicidio convertido en un crimen pasional, y, en otra lectura, un asunto de violación bajo sugestión hipnótica, en una época en que el hipnotismo estaba de moda. ( Fragmento tomado del artículo "Une cause passionelle passionnate: Tarde et l'affaire Cahmbige (1889) " Champ Penal. Nouvelle Revue fra´çaise de criminology. Jacqueline Carroy et Marc Renneville ) (N. del T.)
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre