ALMA MATER
( Alma Mater )
Publicado en Gil Blas el 9 de junio de
1885.
¡ ...Tanto poner, pardiez,
La mosca a pensión con una tarántula !
Se conocen estos
versos de Victor Hugo. Apuntan, es cierto, a los directores de los colegios
religiosos, pero ¿ acaso no se les puede aplicar hoy con justicia a esos
establecimientos de tortura moral y de agotamiento físico que se llaman
Institutos, colegios e instituciones ?
¿ Uno queda confuso ante la resolución del
tribunal del Sena, que acaba de desestimar la demanda de indemnización
interpuesta por el Sr. Lagrange de Langle contra el colegio de Sainte-Barbe,
cuando ha sido reconocido exacta e indiscutiblemente que la muerte de su hijo
fue debida a la negligencia de la administración ?
Los hechos, totalmente claros, no necesitan
comentarios.
Llegado a Carlsruhe con sus compañeros de
Instituto, Jacques Lagrange de Langle fue presa de una violenta fiebre. Llamado
el médico, la juzga sin gravedad y se conduce al niño a las carreras. Una
tormenta sobreviene y lo empapa. Regresa helado y el mal toma de repente
proporciones inquietantes.
El maestro que acompañaba al grupo informa
durante varias semanas al director de Sainte-Barbe del alarmante estado de este
alumno.
Ahora bien, los padres no fueron avisados. Pero
la familia a quién el joven Lagrange de Langle había sido confiado en Carlsruhe
se atemoriza y el niño es enviado solo - usted lee bien, solo - en un vagón de
segunda clase a París donde llega moribundo.
Los padres fueron advertidos por unos amigos. Se
reúnen enseguida varios médicos en consulta. El mal fue diagnosticado sin
remedio y la muerte inminente.
Ahora bien, el tribunal no reconoce que la
responsabilidad del director se encuentre comprometida. Constata, es
cierto, que el niño ha permanecido veinte días enfermo sin que se haya llamada o
avisado a los padres; lamenta que, sin su autorización, se haya realizado
ese viaje mortal; pero considera que la responsabilidad del director está
cubierta por la del médico que no creía al niño en peligro.
Es a los padres, a un tribunal de padres de
familia, a quien habría que plantear las siguientes cuestiones, y no a los
primeros jueces recién llegados.
¿ Puede un director, sin ser culpable ante la
ley, culpable ante el Estado, culpable ante la familia, dejar a unos padres en
la ignorancia, durante varios días e incluso varias semanas, de que su hijo está
enfermo ?
¿ Con qué derecho actúa así ? ¿ Y no se considera
responsable, absolutamente responsable ante la familia e incluso ante el Estado,
cuando debe velar por la existencia de todos ?
¿ Basta la opinión de un médico, desconocido por
la familia, un médico bueno o malo, preocupado o indiferente, inteligente o
mediocre, para decidir que la salud de un pobre pequeño, que sufre desde hace
tiempo, no merece ninguna atención especial ?
Y cuando el alumno de un instituto o de un
pensionado cualquiera se encuentra bastante indispuesto para que se juzgue
apropiado mandarlo de regreso a París, ¿ no es odioso y criminal encerrarlo solo
en un vagón, procedente del colegio sin que se haya llamado al menos a dos
médicos para examinarlo ?
¿Y si ese viaje se convierte en mortal para
el pequeño enfermo, si una serie de negligencias y de torpezas lo ha colocado al
borde de la tumba, quién es el responsable ?
El director se lava las manos y responde: « Fue
un error del médico.»
¡ Pues bien ! puesto que no os conviene condenar
al director por unas razones que no logro adivinar o que no quiero adivinar, ¡
condenad al médico !
El día en el que el primer doctor sea responsable
de sus torpezas o de su ignorancia, se podrá atisbar por fin alguna seguridad en
la vida.
¿ No es, en efecto tan inverosímil como
censurable, que un caballero, porque tenga en su armario un diploma certificando
ciertos conocimientos elementales en una ciencia que no existe demasiado como
tal, pero que pide ante todo conciencia y dones naturales de inteligencia y de
observación, que un caballero, digo, porque pague una patente, tenga el derecho
de martirizar, envenenar y matar con entera libertad a la gente ?
Los médicos escépticos sonríen de sus torpezas y
murmuran: « Uno más », los médicos indiferentes se conforman con hacer pagar la
factura a la familia. Los médicos imbéciles no cuentan sus fallecimientos; pero
los médicos curiosos, inteligentes y trabajadores, los más temibles de todos,
pasan su vida experimentando medicamentos en el vientre de sus enfermos que
revientan en gran número por el bien de los siguientes.
Las almas sensibles se indignan de que los sabios
platónicos como Claude Bernard o el Sr. Paul Bert busquen para curar a los
hombres, los secretos del organismo en el cuerpo de pobres animales abiertos
vivos, pero nadie se rebela contra cientos de médicos que practican a domicilio
o en los hospitales el envenenamiento experimental.
¿ Los hospitales ? ¿ Qué es eso, por favor, sino
grandes establecimientos de vivisección humana ? ¿ Qué se hace allí dentro sino
experimentar nuevos remedios, nuevos métodos y nuevos instrumentos sobre los
miserables, sobre los pobres, sobre todos aquellos que van a morir en esas
carnicerías públicas porque su cartera está vacía ?
¿ No se hacen locos en ciertos lugares, del mismo
modo que se hace pan en las panaderías !
A un amigo que le preguntaba si no había tenido
nunca accidentes ensayando nuevos procedimientos quirúrgicos, un ilustre
oculista, respondió riendo: « Se llenaría este salón con todos los ojos que he
reventado.»
¡ Tengo la debilidad de desear que todos esos ojos
reventados sean ojos de gatos o de perros más que de hombres ! Pero si todo
médico convencido de haber matado a un enfermo por una torpeza o una tontería
flagrante, de haberlo dejado morir por negligencia o indiferencia, fuese
condenado severamente con una multa o con la prisión, el número de
fallecimientos prematuros disminuiría sensiblemente.
No es hoy el día en que un hecho de esta naturaleza no
llega al conocimiento de uno o de otro, indiscutible, reconocido y afirmado por
otros médicos dignos de fe.
¿ Por qué el hombre nombrado por el Estado, que tiene
una función pública, no es el responsable de la vida confiada a su saber
certificado, a su inteligencia diplomada, a su capacidad garantizada, a su
solicitud recomendada, con el mismo título que un capitán que toma el mando de
un navío para emprender un viaje peligroso ?
He llamado a los Institutos, colegios y pensionados,
establecimientos de tortura moral y de agotamiento físico.
Y si la raza humana es enclenque, débil, enferma; si todos
nuestros órganos debilitados se ven afectados de diez mil tipos de lesiones que
nos matan antes de los cuarenta años, nosotros se lo debemos al abominable
sistema educativo adoptado sobre toda la tierra y que marchita el cuerpo
agotando la inteligencia embrionaria de los niños.
Si la costumbre antigua, la tradición secular no nos
cegase, nos indignaríamos, nos rebelaríamos contra el abominable método
empleado.
A la edad en la que el pensamiento aún no existe, en la
que no está más que en estado de germen en el cerebro humano, germen que va a
crecer y que habría que dejarlo desarrollarse en paz, se lo fuerza a trabajar
ya, a reflexionar, a retener, a comprender, se le usa antes de que esté formado.
¿ A dónde conduce esto ? A que los estudios elementales que el bachillerato
finalizan, duran ocho o diez años, mientras que deberían durar dos años. ¿ Es
esto un adelanto ?
Pero esto no es nada todavía.
Se toma al niño, al pequeño niño cuyo crecimiento
comienza, y en el momento en el que tendría más necesidad de libertad, de aire
libre, de movimiento, de ejercicios de todas clases, se le encierra entre cuatro
paredes para que permanezca todo el día encorvado sobre unos libros que lo
agotan moral y físicamente.
Se le permite dos horas al día para jugar, en un
patio, en medio de una ciudad, mientras que se debería hacerle correr en los
campos y en los bosques, montar a caballo, nadar durante ocho o diez horas y no
dejarle más que dos horas para el estudio, hasta que su cuerpo y su espíritu se
hayan vuelto robustos, capaces de soportar las abrumadores fatigas del trabajo
intelectual.
Es precisamente durante los años en los que se le
debería únicamente ocupar del desarrollo del cuerpo a fin de justificar el viejo
proverbio: « Mens sana in corpore sano », que se esfuerza en detenerle la
libre expansión de sus fuerzas, de comprimir la savia humana, de violentar la
ley natural que impone el movimiento y la libertad a todos los seres
jóvenes, y que les ha dado el instinto del juego, con el objeto de que ellos
ayuden a la expansión de toda su fuerza animal.
¿ No es algo atroz y monstruoso, tan ilógico como
repelente ?
Es de diez a veinte años cuando el ser físico
crece. Entonces se confina el cuerpo y se le priva de todo lo que podría
favorecer su crecimiento y su vigor. Y se aprovecharán esos mismos años para
acribillar, con un montón de conocimientos complicados, un espíritu que todavía
no está formado, que se debería dejar afirmar y que no estará apto para recibir
la ciencia, comprenderla, razonarla hasta después del desarrollo completo y
perfecto del cuerpo y de todos los órganos que constituyen la inteligencia, de
la que ella depende, gracias a los que ésta funciona, pues es tan insensato
obligar al trabajo del espíritu a los niños como querer casar a esos mismos
pilluelos antes de la edad en la que son núbiles.
9 de junio de 1885
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre