BALANCINES
( Balançoires )

Publicado en Le Gaulois, el 12 de mayo de 1881

      No quiero hablar exactamente de esos odiosos ingenios de placer, la alegría de las mujeres en el campo, instrumentos de jaquecas y de males del corazón, que, el domingo, colman los extrarradios parisinos con su regular movimiento, incesante, monótono, ensordecedor, incluso para los que pasan por los caminos.
     Los balancines que yo detesto sobre todo son las cantinelas y las tonterías eternas en las que se mece el espíritu humano, los insípidos machaqueos de ideas que regresan sin fin, apoderándose de la multitud de vez en cuando, provocando cada vez un torbellino de estupidez en todos los espíritus, todos los periódicos, todos los grandes o pequeños hombres.
      Cada uno tiene el suyo y
a él se aferra, lanzándolo adelante y atrás, exasperando a sus vecinos. Pero también hay balancines generales en los que se balancea todo un pueblo; en el que se está obligado a subir, bajo pena de ser considerado un ser subversivo, peligroso, pasar por un mal ciudadano. 
      Entre estos balancines nacionales, hay uno que funciona en este momento: la teoría de la amistas de pueblo a pueblo. Italia, en un acceso de chauvinismo exagerado, se ha creído amenazada en su dignidad, porque nosotros hemos enviado treinta mil hombres para apoderarse de un viejo kroumir1 escondido en una escarpada montaña. Los periódicos de allí han comenzado una guerra contra nosotros, los lectores han seguido esos periódicos, y se nos ha maltratado con fiereza en las conversaciones particulares. Es el balancín del chauvinismo que el cónsul Maccio ha puesto en movimiento. Todo el pueblo ha subido encima; y pronto un formidable impulso lo ha lanzado en un furioso vaivén.
      Nosotros hemos quedado estupefactos. Nuestros periódicos han exclamado: ¿ Italia actúa así ? ¿Qué habrá creído ? ¿ Italia que nos debe tanto ? ¿ Nuestra amiga natural ? ¿ Nuestra aliada ? ¿ Nuestra hermana ? ¡Oh ! ¡ Ingrata !
     Ahora bien, desde que el mundo existe, las cosas han sucedido siempre así. Cada uno de nosotros sabe, no podemos dudar, que cualquiera que obliga a alguien, conserva el reconocimiento a su obligado por haberle rendido un servicio, pero que el obligado considera el favor como una carga. Con mayor razón cuando se trata de un pueblo. Sabemos descontenta a Italia por haberle demostrado nuestra generosidad, eso es todo.
      Y además, ¿qué quieren decir esas amistades de pueblo a pueblo, este antiguo chiste que siempre sirve a los gobiernos astutos ?
      En el momento que usted tiene un muro medianero que lo separe de su mejor amigo, ese hombre podrá mañana convertirse en su enemigo mortal si su criada arroja un tallo de col por encima de ese muro. La amistad no tiene más que eso. En el momento en que una frontera común existe entre dos pueblos, entre dos seres colectivos cuyos sentimientos son corrientes de opinión emitidas por jefes de fila, no hay amistad, ni reconocimiento, ni devoción, ni generosidad, ni nada de nada, que sucede, cuando el chauvinismo se pone en movimiento por cualquier intrigante. ¡ Nosotros nos columpiamos, desde hace un mes, con esta amistad de los pueblos !
      Otro balancín cuyo movimiento se detiene, felizmente, es la campaña de los kroumirs. No se trata aquí ni de la comisión ni de los resultados políticos de esta expedición, sino de su repercusión en los espíritus.
      ¡ Pardiez ! ¿ Hemos comenzado una guerra ? Los periódicos, desde hace seis semanas, están llenos de comunicados heroicos; los mismos periodistas han sido enviados en campaña, la pluma en una mano, el revolver en otra. Se sabe el número de batallones tomados en todos los rincones de Francia, nombres de los oficiales, la edad de los coroneles y la amplitud de sus espolones. Se venden mapas del región kroumir que nadie conocía; y, cada tarde, las últimas noticias nos informan de la marcha de las tropas, los peligros que corren, el estado sanitario, la situación del enemigo, el censo de sus fuerzas; quince mil, según unos; veinte mil, según otros.
      Se alaba la prudencia de los generales que avanzan tan lentamente en ese país erizado de peligros desconocidos. Una ciudad temible abre sus puertas, ¡ bravo ! Pero, allá en lo alto, en la cima de las montañas, se miraba con unos catalejos la situación inexpugnable de Sidi-Abdallah. Por fin se decide intentar el asalto. Un general marcha en cabeza, buscando valientemente la gloria y el peligro. Sube, sube todavía, sube siempre: no más kroumirs que los dedos de una mano. He aquí el hecho. El general llega allí el primero, como un audaz soldado, y se encuentra cara a cara... un anciano estúpido de Kroumir que canturreaba con su barba blanca:

      ¡ Alá ! Tralalá !
      Helos aquí,
      ¡ a los buenos franceses, oh la la !


      ¡¡¡ Y la campaña se ha terminado !!! lo que no impide, eso sí, a los periódicos de la tarde anunciar pomposamente, en titulares: El asalto y la toma del famoso chamán de Djebel-ben-Abdallah.
      Veamos, ¿ no valdría más callarse, dejar a los generales dar rienda suelta a su tarea, cumplir su misión, terminar tranquilamente esta pequeña campaña de verano, nada reprochable, sino indispensable, según se dice, políticamente hablando, sin hacer ese ridículo ruido alrededor de esta ínfima guerra ? Pero es lo que hay: hemos puesto en movimiento el balancín de la guerra.
      Otro balancín local, anual, y terriblemente fastidioso es el del Salón de pintura.
      Son un montón de personas quiénes se auto erigen en críticos, y que, en nombre de los principios de las artes, los cuales ellos declaran infalibles, eternos, inmutables, escriben en este momento unos artículos tan aburridos como largos sobre un montón de otras personas que se consideran artistas-pintores, y reproducen con este título, desde tiempos indefinidos, todos los años, con los mismos colores, el mismo estilo y la misma mediocridad, los mismos cuadros que se cuelgan en el mismo edificio, y ante los que desfilan durante un mes el mismo público, que repite sin fin las mismas cosas con la misma suficiencia ( o más bien insuficiencia ).
      Como toda regla tiene sus excepciones, es necesario exceptuar, claro está, a algunos críticos verdaderamente instruidos y a algunos pintores auténticamente buenos.
      Pero lo del Salón es como la campaña de los kroumirs. Todo París se agita, discute, conferencia, escribe, visita, contempla esta armada de lienzos con el color encima y, a fin de cuentas, descubre dos o tres cuadros originales exactamente como el general ha descubierto a su anciano kroumir en la cima de su montaña.
      Como todo el mundo, he visitado el Salón: pero convencido de que no haría allí ningún descubrimiento de valor, me he cuidado de contemplar las paredes; he mirado a los visitantes, y sobre todo a las visitantes. Son tan encantadoras, las parisinas, con su libreto en la mano, su aspecto grave, seriamente preocupado, sus caras observadoras, sus pequeñas muecas despreciativas y sus sonrisas de aprobación. ¡ Oh ! ¡ ser pintor ! ¡ qué sueño ! ¡ pintor amigos de las damas ! hacer pintura elegante, divertida, a la moda ! y ver sonreír ante mis lienzos, ¡ oh parisinas !
      He seguido a las más bellas de sala en sala, estudiando sus gustos, oyendo indiscretamente sus opiniones, sin participar en ellas nunca, es cierto, pero extasiado ante la gracia femenina.
      Nada más divertido, por otra parte, que observar toda una tarde las fisonomías variopintas de los visitantes del Salón.
Se ven allí familias honestas y limitadas: el padre, la madre, una pariente y la hija, una señorita de dieciséis años que estudia dibujo desde hace tres meses, y, con este merito, dirige el juicio de la compañía.
       Se detienen ante las escenas conmovedoras y tontas; la jovencita explica, nombra al pintor. En cada retrato, la madre pregunta a la otra dama, una vecina: « ¿ No encuentra usted cierta semejanza al Sr. Dumoulin ? - Sí, responde la otra, pero él tiene la nariz más grande ». Pronto es a la Sra. Picolon a quién recuerda el retrato, y luego al inquilino del quinto. El padre entorna los ojos ante los desnudos y golpea el codo de la vecina. No dice nada nunca. Sin embargo, frente a una tela desmesurada, donde se ve una locomotora llegando a todo vapor sobre una pobre desesperada tumbada sobre la vía, suelta finalmente esta juiciosa reflexión: - « Si el mecánico tuviese el nuevo freno de los trenes de cintura, podría aún detenerse a tiempo. En ese freno, se detiene en cien metros. » Este pensamiento aflige a las dos mujeres, que secan una furtiva lágrima.
      Pero el mejor visitante que yo haya visto es un gran hombre gallardo de piel morena, anchos hombros, auténtico hombretón del campo de paso en Paris entre dos monterías.
      Seguramente llevaba en el fondo de su sombrero una corona con sus iniciales engarzadas. Tenía el talle embutido en una chaqueta clara, las manos cubiertas con sólidos guantes, y bajo el paño del pantalón sus salientes pantorrillas dibujaban sus músculos. Caminaba con las piernas abiertas, como hombre acostumbrado a tener un caballo entre sus muslos; su flexible bastón parecía una fusta.
      Apenas dentro del cuadrado salón, recorrió las paredes con una rápida mirada. Después a grandes pasos se dirigió, con la mirada fija, hacia un cuadro que representaba dos caballos. Lo contempló durante tiempo, seriamente, profundamente, arrojando una nueva mirada a su alrededor, luego pasó a la sala siguiente.
      Allí, frente a él, dos perros de caza. Se precipitó empujando a las personas; y, con la frente plegada de atención, permaneció mucho tiempo de pie contemplando la obra cinegética. Pero dándose la vuelta, una mujer desnuda, sobre la otra pared, iluminó su cara con una feliz sonrisa; y se dirigió vivamente hacia ese tercer objeto al que le llevaba su corazón.
      Y así, de sala en sala, recorrió la exposición, deteniéndose sucesivamente ante los caballos, los perros y las mujeres con el cuerpo evidenciando sus encantos; cubriéndolos con la misma atención, con un amor igual, encerrado en esta trinidad que contenía todos sus deseos, todas sus aspiraciones, todos sus sueños. 
     No vio ninguna otra cosa; y partió a grandes zancadas, con una cara satisfecha que parecía formular este pensamiento: « ¡ Es elegante desde luego, la pintura ! »

12 de mayo de 1881

1  Tribu tunecina. ( N. del T.)

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre