BANDIDOS CORSOS
( Bandits corses )
Publicado en Le Gaulois, el 12 de octubre de 1880

      El desfiladero que tenía que atravesar formaba desde lejos una especie de embudo entre dos cumbres de granito escarpadas y desnudas. Las laderas de la montaña estaban cubiertas de matorral bajo cuyo violento olor me enturbiaba la cabeza, y el sol, todavía invisible, levantándose tras los montes, arrojaba un tinte rosado, como polvo sobre las cimas, donde su llama parecía salpicar, dispersando en el espacio amplios chorros luminosos. 
      Como debimos caminar ese día, quince o dieciséis horas, mi guía nos había hecho admitir en una especie de caravana de montañeses que seguían la misma ruta, y nos pusimos en la fila, a un rápido paso, sin decir una palabra, escalando el estrecho sendereo ahogado entre los montes.
      Dos mulas iban al final, llevando las provisiones y los paquetes. Los corsos, fusil a la espalda, a paso ligero, se detenían según sus costumbre, en todas las fuentes para beber algunos tragos de agua, luego continuaban. Pero, aproximándose a la cumbre, su marcha se fue ralentizando poco a poco, manteniendo unas conversaciones en voz baja, en su idioma que para mí era incomprensible. Sin embargo, en varios momentos la palabra «gendarme» me sorprendió. Finalmente, se detuvieron y un gran muchacho moreno desapareció entre los arbustos. Al cabo de un cuarto de hora, regresó; se dispuso todo suavemente para detenerse todavía doscientos metros más lejos, y otro hombre se sumergió bajo las ramas. Muy intrigado, interrogué a mi guía. Me respondió que  esperaban a un «amigo».
      Como este «amigo» no llegaba se volvió a caminar, desde que el hombre enviado a su encuentro hubo reaparecido. Luego de súbito, como si un diablo surgiese de una caja, un pequeño ser negro y achaparrado, surgió en medio de nosotros, saliendo del bosque con un enorme salto; tenía como todos los corsos su fusil sobre los hombros y me miró con aire suspicaz. Era feo, huesudo como un tronco de olivo, obviamente muy sucio y sus ojos, con las pupilas sanguinolentas, bizqueaban un poco. Fue rodeado, festejado, interrogado, cada uno parecía quererlo como a un hermano y venerarlo como a un santo. Luego, mientras las manifestaciones acabaron, se puso en camino con un paso muy largo, y uno de los montañeses caminaba ante nosotros, a cien metros aproximadamente, como un explorador.
      Comenzaba a comprender luego de un mes con los oídos llenos de historias de bandidos.
      A medida que se aproximaba al desfiladero, una especie de aprensión parecía dominar a todo el mundo. Al fin se llegó. Dos enormes buitres volaban sobre nuestras cabezas. A lo lejos, detrás nuestro, el mar aparecía vagamente, todavía oscurecido por unas brumas, y delante nuestra, se extendía un interminable valle, sin una casa, sin un campo cultivado, lleno de bosque bajo y de verdes robles. Una alegría pareció embargar los rostros, y se comenzó el descenso... Luego, al cabo de una hora aproximadamente, el misterioso personaje que estaba a nuestro lado de un modo tan inesperado, se despidió muy solícito, estrechando todas las manos, incluso las mías, y saltó de nuevo hacia el bosque.
      Cuando hubo marchado, interrogué a mi guía que simplemente me respondió:
      - No le gustan los gendarmes.
      Entonces le pregunté algunos detalles sobre los bandidos corsos que se refugiaban en ese momento en la montaña. Supe en principio que el desfiladero por el que acabábamos de pasar servía a menudo de ratonera a los gendarmes para capturar a los «fuera de la ley» que quieren ganar el territorio de Sartène, refugio habitual de los bandoleros. Son en este momento doscientos cuarenta más o menos que burlan a los gendarmes, a la magistratura y al prefecto... Por otra parte no son malhechores, pues nunca roban a los viajeros. Un hecho de esta naturaleza los expondría tal vez incluso a ser juzgados, condenados a muerte y ejecutados por sus semejantes, personas de honor sin duda. Es en efecto un sentimiento exagerado del honor que ha dominado casi siempre a esos pobres diablos en la montaña. Cuando una mujer ha engañado a su marido, cuando una muchacha es sospechosa de un desliz, cuando se tiene una disputa de juego con su mejor amigo, y por mil causas diversas tan ligeras sobre las que los civilizados pasarían bastante fácilmente la esponja, aquí se deguella a la mujer, a la hija, al amante, los padres, los hermanos, los parientes, toda la saga; luego, su tarea cumplida, se va tranquilamente al bosque, donde el país le da los medios para vivir, donde la gendarmería lo persigue inútilmente y se hace masacrar a menudo, se vuelca en la alegría de los paisanos montañeses, pues toda Córcega, pudiendo desde el primer día convertirse en bandido, odia instintivamente al gendarme. 
      Al lado de estos desgraciados cuyo temperamento violento los induce a cometer un asesinato, y que viven el día a día, escondiéndose bajo el cielo, acosados sin cesar, hay en Córcega bandidos felices, ricos, viviendo en paz sobre sus tierras en medio de los paisanos, sus sujetos; estos son los hermanos Bellacoscia. La historia de su familia es extraña.
      El padre Bellacoscia (Belle-Cuisse) poseía una esposa estéril y, siguiendo el ejemplo de los patriarcas bíblicos, la repudió, tomando una joven de una casa vecina a la que llevo sobre las alturas donde pasaban sus tropas. De ella, tuvo varios hijos y, entre otros, los dos hermanos Antoine y Jaques, de los que hablaré en todo momento. Pero su esposa tenía una hermana que hacia unas visitas frecuentes a la cosa Bellacoscia. El galante esposo, demasiado galante, la acompañaba. Tuvo un hijo, confesando todo a la primera y conservando a la segunda a la que instaló en un domicilio separado para evitar las escenas de familia. Ahora bien, una tercera hermana, comenzó a frecuentar las dos viviendas, y un nuevo accidente se produjo. El pobre padre no tenía más que un recurso: construir una tercera casa; lo que hizo, y todo el mundo vivió en paz. Tuvo una treintena de descendientes que, a su vez, produjeron varios cientos. Esta tribu habita en parte del pueblo de Bocognano y los alrededores.
      Dos de sus hijos, Antoine y Jacques, ganaron pronto el bosque por causas bastante « fútiles ». El primero por rechazar el servicio militar, el segundo había raptado a una muchacha que deseaba uno de sus hermanos.
     A partir de su desaparición, ellos dominaron el país sin oposición.
     Se evalúa en trescientos mil francos aproximadamente la suma que han costado al gobierno en expediciones dirigidas contra ellos. Durante años se les persiguió sin cesar, siempre en vano. Colonias enteras de carabineros... no, de gendarmes, partían, oficiales en cabeza, batiendo la región, ocupando pueblos, cribando montes donde se estaba seguro de capturarlos, y, durante este tiempo, los hermanos Bellacoscia, sentados tranquilamente sobre una loma vecina, seguían con interés las operaciones de la tropa. Luego, cansados de ese espectáculo, volvían a descender con seguridad a la planicie para ir al encuentro del convoy que llevaba los víveres a los gendarmes, apoderándose de las mulas cargadas y, para calmar la conciencia inquieta de los conductores, les remitían una requisa en regla, firmada Bellacoscia, dirigida al intendente militar.
     Veinte veces han podido ser capturados, veinte veces escaparon a todos los ataques gracias a su valor, a su sangre fría, a sus ardides y a la complicidad de toda la tierra, llena de sus parientes.
Un día, por ejemplo, el más joven, Jacques, había sido traicionado. Debía venir, a una hora dada, a medir la madera que había hecho cortar, y los gendarmes emboscados a veinte pasos de allí lo esperaban.
      Lo observaron en el valle, siguiendo el sendero con lentitud, las manos tras la espalda, y pronto, sin esperar a que se aproximase, una fusilería terrible estalló, pero tan lejos que tomó el ruido por unos estallidos de petardos. Buscó al carretero y descubrió un arnés amarillo; entonces, saltando detrás de un tronco de castaño, examinó la situación. Ahora todo estaba en silencio.
      Inquieto, buscaba un ardid cualquiera cuando vio, en un claro del bosque, al destacamento de gendarmes que volvía tranquilamente al cuartel, marchando al paso, el arma al hombro tras haber disparado sus cartuchos.
      El fue a tasar su madera.
      Los dos hermanos son ricos, compran tierras gracias a unos testaferros, explotando los bosques, incluso los del Estado, según dicen.
      Todo el ganado que se extravía en sus dominios les pertenece, y pobre del que lo reclame.
      Rinden servicios a muchas personas; esos servicios naturalmente son pagados muy caros.
      Su venganza es rápida y capital.
      Pero siempre se comportan con perfecta cortesía con los extranjeros.
      Aquellos van a menudo a visitarlos. Los Bellacoscia se prestan voluntariamente a estos encuentros.
      Antoine, el mayor, es bastante alto, moreno, con los cabellos grisáceos; lleva su barba con aspecto de hombre digno,  «simpático». El más joven, Jacques, es rubio, más bajo que su hermano; su penetrante mirada revela una viva inteligencia y su habilidad, en efecto, es notable. Es el más activo de ambos; es también el más temible.
      Hace algunos años, una muchacha, una parisina, quiso verle y salió con un pariente.
      Los abordaron en un profundo barranco, en pleno monte, en pleno misterio, y la parisina, con esa facilidad de entusiasmo tonto que hace el matrimonio tan peligroso, se volvió loca enseguida por el bandido. ¡Piensen entonces! un muchacho que oculta a la bella estrella, no se desnuda nunca, mata a los hombres por docenas, vive fuera de la ley y se burla de las carabinas gubernamentales. Almuerzan juntos, luego se marcha a través de rocas inaccesibles. El pariente gemía, resoplaba, se estremecía. La muchacha, del brazo del bandido, saltaba los abismos, estaba radiante, transportada. ¡Qué sueño! tener un auténtico bandido para ella sola, un día entero, del amanecer a la noche. Él le contaba historias de amor, historias corsas, donde el estilete jugaba siempre un papel importante; le hablaba de una institutriz que lo había amado; y la yesca que las mujeres tienen a menudo en lugar de cerebro se inflamó tan bien que durante la noche ella no quiso dejar a su bandido, y pretendía llevarle, para cenar, a la casa del pueblo donde las camas estaban listas.
      Fueron necesarias largas conversaciones para decidir la separación que se produjo, parece, con una gran tristeza por parte de ambos.
      El Sr. Haussmann vio a Jacques Bellacoscia de un modo bastante singular. Iba en coche a Bocognano, cuando una mujer, presentándose en la portezuela, le anunció que el bandido deseaba fervientemente hablarle. El Sr. Haussmann dudaba en conceder una entrevista a un hombre tan comprometedor, cuando una idea le atraviesa el espíritu.
      - No voy armado, dijo; por consiguiente si se me detiene no podré defenderme y espero, a tal hora, pasar por tal ruta.
      A la susodicha hora, un hombre saltaba a la cabeza de los caballos; la portezuela se abrió; entró con sombrero bajo en el coche y charló bastante tiempo con el representante de París a quién le solicitó hacerle obtener su gracia.
      Un hecho entre mil indicará bien cual es la venganza de esos rudos corsos.
      Un hombre, un pastor, había vendido a uno de los bandidos y escalaba la montaña en medio de los gendarmes a los que iba a dirigir para servirles su presa. Un disparo repentino partió del bosque, y el pastor, con la cabeza destrozada, cayó en brazos de los gendarmes estupefactos que batieron en vano los alrededores y se vieron obligados a llevar al pueblo el cadáver de su guía. Esos bravos Bellacoscia, por ejemplo, adolecen del más elemental gusto literario, y sus cartas de amenaza, siempre datadas en «Palais Vert» y trazadas con tinta roja, están escritas en el estilo poético de los pieles rojas con el efecto más asombroso: « Por todas partes donde la luz del cielo te ilumine, dicen, nuestras balas también te alcanzarán.»
      Viven en un barranco profundo, inaccesible, en las proximidades del pueblo casi poblado por su familia. Como las buenas costumbres suelen heredarse, Jacques raptó, hace algunos años, a la mujer de su hermano Antoine y la conservó. Más tarde apareó a su hijo, un niño, con una chiquilla menor salida del convento; luego a la edad convenida, los casó.
      Muchos corsos los conocen y son sus amigos, bien por temor, bien por un sentimiento instintivo de revuelta contra el gobierno.
Muchos extranjeros los han visto, pero se cuidan bien de confesarlo, pues la autoridad que no consigue capturarlos no tardaría en poner la mano sobre el pobre hombre lo suficientemente ingenuo para confesar que tuvo relaciones con bandidos a cuya cabeza se le ha puesto precio.

12 de octubre de 1880

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre