LA BELLA ERNESTINE
( La belle Ernestine )
Publicado en Gil Blas, el 1 de agosto
de 1882
¡ La bella Ernestine ! Todo el mundo ha oído pronunciar ese
nombre; todo el mundo lo ha leído en los periódicos. Desde hace veinte años,
cada año, esas tres palabras: « la bella Ernestine », regresan bajo la pluma
de los cronistas; y muchos lectores se preguntan, sin duda, quién es esta mujer
tan conocida como Théresa o la Señorita Léonide Leblanc, cuya belleza se ha
convertido en proverbial, y que no se ve precisamente en los estrenos.
La bella Ernestine es una posadera de Saint-Jouin, de Saint-Jouin cerca de
Étretat.
¿ Bella ? lo fue desde luego mucho más de lo que lo es hoy, pero permanece
siendo tan interesante como una mujer de mundo, curiosa desde todos los puntos
de vista, auténtico personaje de novela. No puedo ir con ella, verla, oír hablar de ella, de su vida, sin estar obsesionado por el recuerdo de George Sand.
¡ Oh ! si el gran y encantador novelista la hubiese conocido, conocido bien,
desde luego habría hecho uno de los más curiosos personajes de sus libros, uno
de esos personajes conmovedores, filósofos, medio campesinos, llenos de bajeza
y de interior, viviendo sometidos por unas tesis morales, uno de esos tipos
campestres y dulces, un poco desgraciados siempre, plegados bajo alguna brutal
maldad de la existencia, uno de esos seres simpáticos en los que se complace
su talento soñador y seductor.
Saint-Jouin no está lejos de Étretat. Vayamos caminando si usted quiere.
Se sube primero la costa del Havre, luego se toma a derecha por un ligero piegle
de tierra; se pasa entre dos granjas, dos hermosas granjas normandas, ricas,
señoriales, con largos estructuras cubiertas de paja, unas granjas, unos
cobertizos, establos, hangares y la casa de los granjeros, una especie de
pequeño castillo coronado de pizarras. En los amplios patios, bajo los
manzanos de sidra, unas vacas indolentes y acostadas, con el vientre arrastrado en
tierra, la ubre caída en la hierba, rumian con un gran movimiento sesgado de
sus mandíbulas lentas y fuertes.
Luego se atraviesan unos campos. El horizonte de la izquierda está oculto por
pueblos, árboles, un campanario puntiagudo. A la derecha, la costa cae
bruscamente en el mar en una caída de cien metros, y se ve el gran manto azul
sobre el que se derrama el sol, y unas velas por todas partes, unas
completamente blancas, llameantes, alegres, las otras oscuras; y a veces un gran
vapor envuelto en humo, que desciende hacia el Havre, o sube hacia el norte.
La ruta se hunde entre dos colinas y entramos en una serie de esos pequeños
valles tortuosos que crean el encanto tan particular de los alrededores de
Étretat.
Esos valles están desnudos, plantados de juncos amarillos en primavera,
amarillos como un manto dorado, y verdes en verano. Se desarrollan con una fantasía
encantadora, imprevista y siempre coqueta. Van a derecha, a izquierda,
se enderezan y se curvan todavía. A veces se encuentran allí ramas de
árboles, bosques de cien pasos de largo, y a veces unos trigos maduros que
ondulan con un ruido parecido a un crepitar.
Y se repite, a pesar suyo, esos versos que vienen sin cesar al espíritu, esos
admirables versos de uno de los más grandes poetas del siglo, Leconte de Lisle:
Seuls les grands blés
mûris, comme une mer dorée |
Solo
los grandes trigos maduros, como un mar dorado |
Llegamos a Bruneval, un valle profundo que discurre hacia el mar, y donde se
trata, en vano hasta el momento y sin esperanza de cara al futuro, de crear una
estación termal.
Se sube por un sendero recto; se penetra en una
aldea de granjas, discurriendo el camino entre cunetas verdes plantadas con
grandes árboles que se sacuden eternamente y que hacen cantar al viento,
llegando al pueblo donde vive la bella Ernestine.
Una entrada de casa solariega campestre lleva
ante una antigua y hermoso edificio, totalmente revestido de plantas trepadoras.
De frente un buen huerto, luego, más lejos, separado por un seto, un patio
sembrado de césped sombreado por auténtico techo de manzanos.
La posadera espera ante su puerta, risueña y
siempre fresca. Es una fuerte muchacha, ahora madura, todavía bella, de una
belleza poderosa y simple, una muchacha del campo, una mujer de la tierra, una
paisana vigorosa.
La frente y la nariz destacadas, la frente recta,
torneada como una frente de estatua, la nariz continuando la línea recta que
parte de los cabellos, recuerdan a las Venus, aunque estén puestas, como por
descuido, sobre una cabeza a lo Rubens.
Pues esta muchacha parece flamenca, por su
coloración de la piel, su estructura, su reír atrevido, su fuerte boca, bien
abierta. Es una de esas sirvientas rollizas y sanas que se han visto bailar en
las fiestas populares del gran pintor.
Pero, había que verla veinte años atrás, la
bella campesina astuta que sabía, con una sonrisa o una palabra, procurarse
unos versos de todos los poetas, autógrafos de todos los ilustres, dibujos de
todos los pintores.
Su casa está llena. Hay autógrafos de Dumas
padre, otros de Dumas hijo. Todos los nombres del siglo están allí.
Belle
Ernestine, |
Bella
Ernestine, |
Texto y música: firmado Jacques Offenbach.
Y cada pintor pasando por Étretat (todos allí
han ido ) paga su tributo.
Pero si los artistas han captado el carácter
curioso y tan particular de esta mujer, los simples bañistas a menudo la
desconocen. Y como ella tiene el espíritu, mucho espíritu, ríe.
¡ Cuantas veces llegan personas para contemplar
a la bella Ernestine, personas que se esperan unos atavíos, unas maneras,
gracias adquiridas, coqueterías de parisina !
Al encontrarse en frente de esta fuerte muchacha
en vestido de india, preguntan: « ¿ Dónde está la bella Ernestine ? » Y
ella responde encantada: « Ha salio, de momento, peo va regresa. » Las
personas esperan con paciencia, almuerzan, siguen esperabando aún, bebiendo
siempre, luego, cansados, por fin hacen enganchar; y cuando suben al coche,
Ernestine, riendo como una loca, les grita en sus narices: « Tais seis horas a
mirarme, os he servio el almuerzo y to lo que habéis querio. ¡Fue la bella
Ernestine ! »
Y se sienta para reír a gusto ante los
estupefactos viajeros.
Ella es la amiga, digo la amiga, de la mitad de
sus clientes, a los que seduce por su gracia rústica y su buen humor totalmente
claro. El último año, la reina de España vino a verla e hizo anunciar su
visita. Todo el mundo, excepto Ernestine, perdió la cabeza en la casa. Se
soñaba con platos extraordinarios para ese real almuerzo. Un pensionista
hablaba ya de enviar a buscar un chef al Havre. Pero Ernestine calmó esos
ardores: « ¡ Una reina, bien ! una reina está hecha como yo. Voy a servile
unos callos a eta muje. Toi segura que no los come a menuo y que le gustarán
mejo que tos esos vuestros platos. »
¡ La reina repitió los callos tres veces
!
Luego, al final del almuerzo, como uno de
esos hombres, en los que están depositados todos los respetos, había
aconsejado a Ernestine retirar de la pared un autógrafo de Emilio Castelar,
ella se aproximó a la augusta convidada:
« Diga entonces, la Reina, se me ha pedio
retirar eso porque usted iba a veni. ¿ Es cierto que os enfadará que yo lo
haya dejao ? Pero mire usted, el Sr. Castelar es mi amigo, y, yo, yo no oculto
nunca a mis amigos.»
La reina respondió: « Tiene usted razón. El
Sr. Castelar es nuestro enemigo; pero yo sé rendirle justicia; es un hombre de
gran talento.»
Cuando el coche real se fue, Ernestine, de pie
sobre la puerta, exclamó: « ¡ Ta luego, Reina !» Un caballero presente, un
poco sorprendido, le dijo: « Usted le impedirá regresar, es usted demasiado
familiar. » Ella respondió: « Bien, si no quie volve, no volverá. A mí no
me importa.»
La reina de España regresó dos veces.
Se podrían contar de Ernestine multitud de anécdotas. ¡ Ha visto tanto mundo
y tantas cosas !
En cuanto a la moral no se la conocía demasiado.
Es valiente, familiar, con unas apariencias siempre alegres y, quizás, unos
interiores no siempre felices. En ella parece estar encarnado el espíritu
normando, buen niño, alegre y sagaz. Pues ella es astuta como nadie, pero
astuta en el buen sentido de la palabra, sin ninguna perfidia malintencionada,
astuta inconsciente, astuta por instinto, llena de medios, de velada diplomacia,
de habilidades campesinas, de intenciones disimuladas.
De una sola mirada penetra y conoce a sus
clientes, los juzga y los cala. No se contenta con servirles según su
apreciación, sino que les habla como hay que hablarles, y, con un enorme aire
de franqueza, halaga delicadamente sus opiniones, los divierte, los seduce y los
modela a su antojo.
Si algún novelista quiere escribir una novela
sobre los campesinos, ella sería un tipo absolutamente perfecto para conocer
y describir.
Saliendo de la casa de Ernestine, se va a ver el acantilado de Saint-Jouin, el
más magnífico de la costa.
No es solo la muralla recta y blanca de Étretat,
sino un caos extraño de rocas desprendidas, unas acumuladas como las ruinas de
antiguos castillos, otras yacentes y allí, en medio de las hierbas altas,
manan unas fuentes.
Y se sabe, sin dudar, pues el abad Cochet,
ese padre de Étretat, se lo contó a un anticuario muy conocido, muerto hoy,
que en esas rocas un gran tesoro está escondido.
1
de agosto de 1882
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre