LOS CABALLEROS DE LA CRÓNICA
( Messieurs de la chronique )
Publicado en el Gil Blas, el 11 de noviembre de 1884

      Todavía no finaliza la gran disputa entre novelistas y cronistas. Los cronistas reprochan a los novelistas el hacer crónicas mediocres y los novelistas reprochan a los cronistas el escribir malas novelas.
      Ambos tienen algo de razón.
     Pero sería sorprendente oír a los pianistas reprochar a los flautistas que le faltan dedos y a los flautistas reprochar a los pianistas el tener el soplido demasiado corto. Ambos son músicos aunque el instrumento difiera. Ocurre los mismo con los cronistas y los novelistas que son hombres de letras con diferentes temperamentos, yo diría incluso con temperamentos opuestos.
      El novelista tiene necesidad de penetración, de ideas generales, de profunda y minuciosa observación de los hombres, y sobre todo una severa sucesión en el encadenamiento de pensamientos y sucesos de los que depende la composición de un libro.
      La observación del cronista debe ejercerse más sobre los hechos que sobre los hombres, el hecho, siendo el propio alimento del periódico, debe rodearse de apreciación más que de observación. El cronista debe, además, poseer más destrezas que la de profundizar, más agudeza que descripción, más alegría que ideas generales.
      Las cualidades maestras del novelistas, que son el aliento, el cuidado literario, el arte del desarrollo metódico de las transiciones y de la puesta en escena, y sobre todo la difícil y delicada ciencia de crear la atmósfera en la que vivirán los personajes, se convierten en inútiles e incluso en ingenuos en la crónica que debe ser corta y concisa, fantasiosa, saltando de un tema a otro y de una idea a la siguiente sin la menor transición, sin esas minuciosas preparaciones, que resultan tan penosas a los escritores de libros.
      He hablado de la atmósfera de un libro y ese es el punto capital, esencial.
      Es la atmósfera de la tierra lo que ha determinado las razas, la estructura, los órganos, toda la manera de vivir de los seres nacidos y madurados sobre el globo, y que están sometidos a todas las fatalidades del lugar, del aire, del clima, y modificados incluso según los continentes.
      Es la atmósfera de un libro quien hace vivos, auténticos y aceptables a los personajes y a los sucesos.  Todo llega en la vida y todo puede llegar en la novela, pero es necesario que el escritor tenga la precaución y el talento de hacer parecer todo natural por el cuidado con el que crea el medio y prepara los sucesos en medio de circunstancias cercanas.
     Así pues las cualidades maestras del novelista se vuelven estériles en el periódico y le dan incluso un aire de sueño y de pesadez. Mientras que las cualidades esenciales del cronista, el buen humor, la ligereza, la vivacidad, el espíritu, dan a las novelas de los periodistas un aire negligente, deshilvanado, poco profundo.
      Si hubiese que profundizar más en este análisis destacaría aún que el cronista gusta sobre todo porque el da a las cosas que cuenta su toque de talante, la fluidez de su elocuencia, y las juzga siempre con el mismo método, aplicándoles el mismo procedimiento de pensamiento y de expresión al que el lector del periódico está acostumbrado.
      Por el contrario, el novelista debe, aun dando a su obra la marca de su propia originalidad, crear tantos temperamentos como personajes tenga, debe apreciar con sus diversos juicios, ver la vida con sus ojos, describir los hechos y  las cosas según todos esos espíritus contrarios, diferentemente organizados siguiendo su temperamento físico y los medios en los que ellos se desenvuelven. Jamás se ha encontrado un novelistas que fuese un cronista, y un cronista que fuese un buen novelista.
      Los auténticos cronistas son tan raros y tan preciosos como los verdaderos novelistas, y que pocos resisten únicamente cuatro o cinco años en ese oficio terrible de escribir todos los días, de tener el espíritu dispuesto todos los días, de agradar todos los días al público.
      El novelista puede afrontar la cólera de sus juicios, burlarse incluso y esperar la justicia en el futuro. Persigue su obra siguiendo el ideal que se ha creado, siguiendo sus creencias y su naturaleza.
      El cronista, por el contrario, no existe más que por el inmediato favor del público. Es necesario que sea sin cesar el favorito de los lectores, que se esfuerce sin cesar en seducirles o en convencerles. Tiene necesidad para este constante esfuerzo, de una increíble energía, de un infatigable temperamento, de un espíritu y de una presencia de ánimo sin límites. El sistemático desprecio de los novelistas para sus colegas del periodismo impedirá que le sea tan difícil al director de un gran periódico descubrir un cronista, del mismo modo que resulta difícil a un editor meter la mano a un autor.
      Quiero, en algunas líneas, hacer el retrato de los principales cronistas parisinos, maestros, de aquellos que, por la dureza de su tarea y de sus éxitos, han experimentado el valor persistente de su talento. Dejaré de lado a excelentes, que son más jóvenes, o menos experimentados. Y luego quiero sobre todo elegir a aquellos que son los paradigmas de la especie. No pensemos en clasificarlos. Los cronistas también son susceptibles. Se ha dicho de los poetas en ocasiones: Irritabile genus. Pude decírselo hoy de los periodistas. Del mismo modo que los novelistas tienen o aparentan indiferencia por los juciios que sobre ellos se emiten, también los cronistas tienen el humor excitable y poca paciencia. No les hace falta más que topar con unos guantes. y con mil precauciones.
      Aquellos de los que quiero hablar merecen esos respetos.
      Comenzaremos por la F, sexta letra del alfabeto, por

HENRY FOUQUIER

      Un gran muchacho, buen muchacho, luciendo toda su barba, una larga y rubia barga galante y perfumada. La figura es dulce, fina y tranquila, muy tranquila. Tiene el gesto sobrio y la palabra moderada. Y las manifestaciones de su talento responden a la de su persona.
      Es un cronista sabio y mordaz utilizando medios ocultos. Escritor cuidadoso, castigador, enamorado de su lengua y conociéndola a la perfección, la emplea con delicadas precauciones, con estrategias y perfidias inmersas en las palabras. En lugar de golpear directamente como Scholl, cuyos ataques semejan a golpes de espada, él aplica roces que quedan en la llaga, enganchados mediante intenciones solapadas semejante a las barbas de los anzuelos.
      Aunque trata cuestiones de actualidad, no es totalmente lo que se llama un cronista de actualidad, pues él ve, sobre todo, en los temas que elige, la moralidad que quiere predicar, y no una moralidad divertida o picante, sino una moralidad de filósofo.
      Henry Fouquier es, en efecto, un filósofo, de una raza desaparecida hoy, un filósofo del siglo XVIII, benevolente, optimista, bastante indiferente, satisfecho de las personas, de las cosas y del mundo, irritado contra los desesperados, contra los pesimistas, contra los pensadores precisos y desolados de la escuela de Schopenhauer. Ama la vida y muestra, cuenta y lleva, en sus escritos, como en su persona, el reflejo de esta satisfacción. Su espíritu adornado y letrado se complace en la galante metafísica de los hombres del siglo pasado que el amor soñado o obtenido consolaba completamente; y parece ver la existencia, todas las cosas tristes, lamentables, terribles de la tierra, a través de un velo transparente donde estarían dibujadas unas imágenes y rostros de mujeres, de mujeres sonrientes, coquetas, enseñando la gracia de sus líneas, el encanto de su sonrisa, la llamada de sus ojos y de su boca.
      No tiene por tanto el escepticismo de sus antepasados de los que ha heredado la moral graciosa: y las informaciones que aporta de las cosas cotidianas están a veces impregnadas de una cierta tontería, que yo lamento en lo que a mí concierne, pero que gusta mucho al público.
      Es en definitiva, uno de los escritores más notables y más queridos de la prensa actual, uno de aquellos que hacen estimar y respetar el periodismo.

HENRI  ROCHEFORT

       Quién no conoce esta figura de payaso espiritual, nervioso y móvil, con el alto tupé blanco, la nariz chata, la mirada inquieta, la voz resquebrajada, y en todo su porte tal carácter cordial y franco, como Terrible, Sublevado y Demoledor, que es amado por sus más furiosos adversarios que le tienden la mano con placer. Colega excelente y seguro, Henri Rochefort, el Demócrata, es, detalle extraño, un notable experto en figurillas de arte, en cuadros antiguos, en antigüedades de todo tipo, y un aficionado apasionado de todas estas cosas.
      Para abatir a sus enemigos no procede por golpes dirigidos ni por golpes puntuales, sino mediante zancadillas diestramente puestas. Zancadillas al hombre; zancadillas al francés, zancadillas a la gramática, zancadilla incluso a la razón, y el conjunto está hecho.
      El adversario derribado jamás se levantará.
      Su talante, imprevisto, explosivo como un petardo, no toma nada de la tradición de nuestro raza, de la tradición de la finura y de las toques en el que se han ejercitado nuestros padres. Sin embargo procede de un modo indirecto, y por no ser totalmente legitimo no es menos francés.
      Ese galante y encantador hombre de máscara de payaso ha inventado una payasada bizarra de la lengua, una manera de hacer saltar las palabras, de desarticularlas, de hacerles tomar actitudes y contorsiones imprevistas que hacen reír con una risa imperiosa, irresistible, inmoderada, como las auténticas payasadas de los verdaderos payasos de los circos. Genera, por relaciones entre sílabas, más o menos imprevistas, mediante cabriolas fantásticas, unos pensamientos sorprendentes y graciosos. Y de su talante, de su boca y de su pluma, salen sin cesar palabras inesperadas y singularmente cómicas, juicios de una verdad desternillante en una forma sobrecogedora de comicidad.
      Y todo el mundo se divierte de esta incansable elocuencia parisina, desde las mujeres más finas hasta el golfo más iletrado, pareciendo que haya respirado ese aire de las aceras que mete en el cerebro ese algo desconocido que parece el alma de París.
      Después de la R, pasemos a la siguiente letra, la S.

AURÉLIEN SCHOLL

      El número de palabras que Scholl ha sembrado en el mundo es tan grande como el de las estrellas. Todos los cronistas actuales y los futuros beben y beberán en ese depósito del espíritu.
      Tiene el rasgo directo y seguro, golpeando como una bala y reventando a su hombre, el rasgo siguiendo la buena tradición del siglo XVI, rejuvenecido por él, y que se convertirá, aún por él, en la tradición del siglo XIX-
      Leyendo una buena crónica de Arélien Scholl, se creería sentir la médula de la alegría francesa manando de su fuente natural. Es, en el verdadero sentido de la palabra, el cronista espiritual, fantástico y divertido.
      Gascón, alto, guapo, elegante y ligero, da perfectamente la idea de su talento, un poco rompedor de platos y fanfarrón. Ha hecho, desgraciadamente, muchos alumnos, que están muy lejos de alcanzarle, habiendo tomado sus formas sin tener su espíritu. En la cuarta anteúltima letra del alfabeto encontramos a

ALBERT WOLFF

      Totalmente distinto de los tres anteriores, éste procede con una perspicacia y una seguridad de sabueso para descubrir el hecho cotidiano, el hecho parisino, en definitiva el hecho que debe interesar, emocionar, apasionar lo más posible al público, a su público. No lo descubre solamente, sino que lo desmenuza, lo comenta y lo desarrolla, justo de la forma en que debe ser desmenuzado, comentado y desarrollado, para responder a las expectativas de todos los espíritus. Yo hablaba a todas horas de la atmósfera a crear alrededor de los personajes de un libro. Pues bien, el Sr. Albert Wolff describe la atmósfera del momento de tal modo que parece escribir a menudo lo que piensan y lo que han pensado todos sus lectores, tanto les hace el resumen de su opinión, formulada con su elocuencia a menuda puntiaguda y cáustica, siempre divertida, fina y muy literaria. Y sus seguidores, leyéndole, experimentan poco más o menos el sentimiento de un hombre a quién se serviría, cuando entra en un restaurante, el plato único que desearía comer ese día, y en el que tal vez no había pensado.
      El Sr. Wolff está haciendo lo que deberían hacer todos los cronistas verdaderamente parisinos, que han vivido durante tiempo esta vida agitada, tan informada y tan especial de los periodistas: escribir sus memorias.
      El primer volumen contiene recuerdos de los viajes más interesantes, el segundo, la Escoria de Paris, es de una fuerza curiosa, un penetrante y original estudio de los bajos fondos secretos de esta gran capital de capitales. Los golfos siniestros, los presidiarios famosos, los Monstruos, los Adúlteros sangrientos, el Crimen y la locura, son páginas profundas, terribles, y singularmente entrañables.

      Todavía habría deseado hablar de otro, muerto recientemente, Léon Chapron, quién había puesto en la crónica contemporánea una nota muy particular, alerta y mordiente. Era además uno de los hombres más sinceros del actual periodismo, de una sinceridad incluso brutal, pero de una lealtad a toda prueba.
      Y si se me pidiese ahora citar un nombre entre los más jóvenes, entre aquellos de hoy que son los de mañana, yo lo elegiría en este periódico, y nombraría a Gros-claude.

11 de noviembre de 1884

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre