COSTUMBRES DIARIAS
( Les moeurs du jour )

Publicado en Le Gaulois, el 9 de marzo de 1881

      Hay épocas de epidemias, de fiebres, crisis de locura que pasan sobre el mundo. Tras la serie de los asesinatos, viene la serie de los robos o de los abortos. Los envenenadores tienen su año; luego aparecen los banqueros de pies ligeros o los seductores de dragones.
      Atravesamos por un periodo de amor. ¡ Oh ! de amor es mucho decir. ¿ Es correcta esa palabra que se debería emplear para expresar la  histérica confusión que se manifiesta en la juventud de nuestros días ?
      La palabra « juventud » no puede ser más amplia. Sucede siempre que la crisis tiene dos aspectos. Considerémosla primero en las vendedoras de cariño que parecen presa, desde algún tiempo, de los delirios de pasión sincera. Es extraño, pero es así. He aquí que el Sentimiento parece haber tomado cuartel en este mundo, del que su colega el Placer debiera haberlo desterrado siempre. Sí, en este mundo galante, que vive del amor, con el que se trafica a todas horas, que se vende a todos los pesos, en todas las medidas y en todas las dosis, he aquí que parece dar la impresión de amarse verdaderamente.
      Esas señoritas ( aquellas que no se casan ) están invadidas desde hace algún tiempo por unas ansias de matrimonio como las  burguesitas a quiénes sus madres educan con esta única intención. Tan pronto como una de ellas tiene la sorpresa de despertarse madre, agobia al desgraciado cualquiera que, entre los que tienen derecho, rechaza aceptar las prerrogativas de esta paternidad de aventura. Eso no es todo; aquella acosa o amarga a su infiel amante. ( Como si la fidelidad fuese patrimonio exclusivo de esas damas.) Aquella prefiere descubrirse el seno y caer ligeramente herida a los pies de su veleidoso amigo. La menor locura de sus protectores les pone el revolver en la mano, y tiene ahora la mano tan dispuesta y tan ligera como la conducta.

      Busquemos lo que causa esta crisis.
      ¿ Será verdaderamente el amor ?- No - ¿ Entonces qué ?
      No habiendo tenido nunca una amante que se haya apuñalado por mi o que me haya hecho el honor de lavar su cara con un cáustico enérgico, yo no tendré la ingenuidad de creer en la sinceridad de las jóvenes.
      Uno no podría imaginar, en efecto, cuantos han adorado perdidamente, de pronto, a una mujer que ha estado a punto de matarse por uno, y que sacrificios se haría por ella, y que generosidad despierta en nuestros corazones esta idea de que se es amado hasta la muerte.
      Ellas lo saben y lo utilizan.
      ¿ Pero quién entonces ha podido reducirlas a emplear sin cesar estos medios extremos, a echar el resto de este modo, a representar este permanente drama ?
      Perdón señoras, me vienen de golpe a la superficie de la lengua términos de argot. Se los cuchicheaba en voz baja ayer, hoy se los pronuncia en voz alta, los periódicos los imprimen; tienen derecho a ser citados en el bulevar.
      No nos atrevemos a repetirlos.
      Sin embargo una anécdota:
      Un joven muchacho de la mejor sociedad, gran corredor y cazador, tenía uno éxitos tan frecuentes entre las mujeres hermosas, cuyas amabilidades están tarifadas totalmente como los refrescos de una cafetería, cuyos clientes no habrían nunca bastado para saldar todos los favores que él consumía. Recurrió a un medio tan sencillo como ingenioso. Tomo cuenta escrupulosamente exacta de los goces impagados que debía a sus encantadoras amigas, y, en el momento en que la veda de caza se abrió, se puso a enviarles multitudes de conejos.
      Caminaba todo el día por los bosques y los cotos y, por la noche, frotándose las manos, decía a sus amigos:
      - Acabo aun de colocar seis liebres.
      Las jóvenes al principio quedaron satisfechas, como quién recibe unas cajas de venado; pero pronto, cuando una de ellas encontraba a una compañera y le preguntaba:
      - ¿ Tienes noticias de Arthur ?
      La otra respondía de inmediato:
      - Sí, acaba de enviarme una liebre.
      Así pues comenzó la desilusión. Y cuando todas hubieron comida durante meses liebre salteada, asada, a la plancha, estofada, al paté, comenzaron a encontrar odioso este animal.
      La liebre se convirtió en el terror, el espanto, la espada de Damocles de esta numerosa población volante que se desplazaba eternamente entre las calles Breda, Clauzel, de los Martires, Nuestra Señora de Loreto, Pigalle, etc., etc. Se le tomó un odio a muerte, y a la menor sospecha, al menor gesto, al menor temor, se comenzó la masacre de los inocentes que siempre pagan por los culpables. Pues es bueno observar que los que regalan liebres, siendo de un astuto natural, se dejan muy raramente pellizcar.
      Así pues, toda esa gran crisis de pasión dramática, con puñales y revólveres, no me parece otra cosa que la conspiración del chantaje, apoyado, además, por la tan complaciente indulgencia de los tribunales.
      A pesar del éxito de esos medios, me parece sin embargo que cualquier hombre autorizado, como el Sr. Dumas hijo, por ejemplo, que ha pasado su vida estudiando los misterios de los corazones de doble fondo, debería dirigir a las mujeres galantes algunos consejos sabios y filosóficos. « Mis niñas, les diría, vuestra arma debe ser la seducción y no el cuchillo o el puñal. Paciencia y espera hacen más fuerza que la rabia. Haced como la hormiga, creedme, amasad, amasad sin cesar, amasad siempre; ese es el verdadero, el único medio. Tened cuidado en desalentar a los hombres. Tenedlos, conservadlos, sed prudentes, no los alejéis de pronto, ellos podrían volver a las putas. Pensad pues, mis gatitas, cuan grande es la concurrencia. La menor falta puede traeros vuestra ruina; y luego, entre nosotros, vosotras no sois más que un valor de convención. Vosotras estáis muy cotizadas, muy caras, demasiado caras: ¡ moderad el beso ! Sois tan numerosas ciertamente que os hemos debido alimentar mal. Consentimos en hacer sacrificios, pero es necesarios mostrarnos razonables; no nos tiréis por encima, que diablos. Y además, no olvides nunca esta sabia palabra de un novelista con mis conocimientos: « Cuando yo desee una criatura que valga una fortuna, espero, pues estoy seguro que al cabo de algunos años se convertirá en nada. Ahora bien, como en realidad es mi solo mi deseo lo que tiene valor y no la muchacha, al final eso viene a dar completamente lo mismo.»

      Pasemos ahora al lado de los hombres. Aquí, el caso es más complejo y más numeroso. Se cuchichean tantas historias extrañas que el espíritu queda espantado. Se habla de menores, de niñas, de cosas monstruosas, y unos procesos se desarrollan públicamente donde la mitad de una gran ciudad parece participar de los favores de una niña de doce años.
      ¿ Cuál es entonces la fuente del mal ?
      Es delicado de decir, pero es necesario. Pues bien, esa fuente del mal son ustedes, señoras, las mujeres del mundo. ¿ De quién es la culpa si vuestros maridos se vuelven unos canallas y unos crápulas ? ¿ De quién es la culpa si los jóvenes, no encontrando amantes espirituales y encantadoras, van a rondar por lugares mórbidos ? ¡ Ah ! eso, veamos, ¿ que hacen ustedes ? ¿ En qué piensan ustedes ? ¿ Cuáles son vuestro roles y vuestra misión ? ¿ A quiénes sirven ustedes si no saben más que hacerse amar bastante para retener bajo vuestras rodillas a los mundanos ?
      Ustedes también, señoras, ustedes tendrían necesidad de consejos tutelares; ¿ pero qué boca lo suficientemente autorizada, lo bastante persuasiva, podría indicaros eficazmente el camino a seguir ? El Sr. Dumas no ha llegado demasiado a vuestro oído, y no no veo que el Sr. Caro, con sus sabias lecciones, ejerza sobre vuestros corazones una influencia bastante decisiva. ¿ Pero consentiría en consagrar uno de los cursos, que ustedes siguen tan asiduamente, para tratar esta cuestión, sin embargo tan amplia y al mismo tiempo tan fácil de desarrollar,  « del amor en el mundo » ?
      He aquí, creo, los principales puntos donde podría aplicar su elocuencia:
      De entrada se preguntaría si, por casualidad, la virtud hace estragos entre ustedes. Pero no, esta hipótesis debe ser rápidamente descartada; no estamos aun amenazados de esa plaga; y la virtud, como en la Antigüedad, continua siendo nada más que una palabra.
      Aquí se podría incluso intentar una definición moderna de la virtud: « el delicado arte de evitar el escándalo ».
      ¿ Entonces qué pasa ?
     ¿ Sois menos hermosas ? Seguramente no. ¿ Han cambiado los hombres ? En absoluto. Solamente el siglo avanza; la civilización progresa; las costumbres cambian; los nuevos inventos se multiplican, la ciencia hace prodigios y la industria maravillas ( como dijo Víctor Hugo ); y ustedes no están en movimiento. Eso es todo.
      Todo cambia. El amor como lo demás. No se amaba en el siglo XVIII como en la Edad Media, no se amaba en 1830 como bajo el Directorio. No hay que amar hoy como en 1830. Vuestra inferioridad proviene de ahí. Nosotros estamos en un siglo práctico que no abusa del sentimiento.
      Y el orador, en un gran despliegue de elocuencia, dirigiría una ardiente llamada a todas las mujeres en estado de gustar. Predicaría esta cruzada de la seducción, y provocaría tales efectos que todas las asistentas saldrían de allí, llenas de convencimiento hacia la nueva obra, y no tendrían más que un deseo en el corazón: salvar a un hombre del inmundo desenfreno; retenerle sobre los bordes de ese pozo abierto.
      Los hombres, seguramente, no pedirían otra cosa que ser salvados de ese modo.
      Yo lo deseo de todo corazón.
      Que así sea.

9 de marzo de 1881

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre