CRÓNICA
( Chrónique )
Publicado en Le Gaulois, el 14 de junio de 1882

      Nuestros políticos se ocupan en este momento de la indemnización acordada a los españoles víctimas de las incursiones de los árabes sobre las altas llanuras del Sur de Orán.
      El gobierno español lo toma con arrogancia, y las opiniones sobre esta cuestión están divididas. Sin emitir ninguna opinión, e incluso sin tener ninguna, quiero traer a colación algunos recuerdos sobre ese país al que he visitado inmediatamente después de la masacre de los colonos.
      Desde que se pasa Saïda, nos introducimos en la montaña, una montaña de piedra roja, calcinada, siempre ardiente; luego se encuentran unas llanuras desnudas, interminables, después una especie de soledad donde aparecen, de cincuenta en cincuenta metros, unos matorrales. Eso se llama el bosque de las Hassassenas; por fin se encuentra el esparto, especie de pequeño junco que cubre unos espacios infinitos y que hace pensar en el mar. Toda casa es desconocida en esas tierras extremas; solo la tienda marrón y baja de los árabes se tiende al sol, como un extraño champiñón.
      En esos océanos de esparto vivía una auténtica nación, unas hordas de hombres más salvajes y más ariscos que los árabes: los esparteros españoles. Aislados de ese modo, lejos del mundo, reunidos en bandas con sus mujeres y sus hijos, perdidos y fuera de toda ley, han hecho, se dice, lo que hacían sus antepasados sobre las tierras conquistadas: han sido violentos, sanguinarios, terribles, con sus vecinos los árabes.
      Ahora bien, el árabe soporta todo, hasta el momento en el que mata.
      Bou-Amana ha venido y, aprovechando su presencia en Assi-Tircine, a veinticuatro kilómetros de Saïda ( se le creía entonces detras de los Chotts), las dos tribus en medio de las que vivían los españoles, los Harras y los Hassassenas, han masacrado a los esparteros.
      Han respetado a los obreros de la pequeña línea ferroviaria; pero no han tenido piedad con nadie que fuese español. Durante varios días, unos heridos han errado, niños mutilados, mujeres martirizadas. Todos esos miserables se acercaron a la vía, y, cuando un tren pasaba buscando a las víctimas, ellos se abalanzaban, llamando, desnudos y sangrantes.
      Un semana antes de mi llegada, se había encontrado aún una muchacha de dieciocho años, de una incomparable belleza, violada, acribillada de cuchilladas y que sin embargo corría hacia el convoy, tan desvestida como se puede estar.
      Esas cosas son horribles, pero queda por saber quién había comenzado. Se dice allí abajo comúnmente que sería mejor caer en medio de jinetes disidentes que en medio de un grupo de esparteros.
      ¿ Quienes son esos aventureros que van a recoger el esparto en esos tristes países ? ¿ Cómo fue su vida antes; cuales son sus antecedentes ?
      He visto a esos hombres; y, francamente, me creería más seguro en una tribu árabe, incluso levantada en armas, que bajo su techo.

      Como yo había salido de Saïda en una tarde de furioso sol, me dirigí de entrada hacia la antigua ciudad de Abd-el-Kader. Sobre una escarpada roca, se distinguían vagamente algunas murallas: era todo lo que quedaba de la residencia querida del célebre emir.
Pero, cuando fui hacia lo alto, advertí por detrás, algo admirable. Un acantilado profundo separaba la vieja fortaleza de la montaña. Esa montaña era completamente roja, de un rojo dorado, de un rojo de fuego, dentada, escarpada, cortada por delgados surcos donde descienden, en invierno, los torrentes.
      Pero todo el fondo del acantilado no era más que un bosque de adelfas, un gran tapiz de hojas y de flores.
      Descendí allí, no sin dificultad. Un fino riachuelo discurría bajo los maravillosos arbustos, un riachuelo saltando en las piedras, espumoso, tortuoso. Hundí mi mano: el agua estaba caliente, casi quemaba.
      Sobre las orillas, grandes cangrejos, centenas de cangrejos huían ante mí; una larga culebra a veces se deslizaba en el agua, y unos enormes lagartos se hundían en los bosquecillos.
      De repente, un gran ruido me sorprendió. A algunos pasos, un águila remontaba el vuelo. El inmenso pájaro, sorprendido, se elevó bruscamente hacia el cielo azul y era tan larga que parecía tocar con sus alas las dos murallas de piedra calcinada que encerraban el acantilado.
      Después de una hora de caminata, regresé al camino que sube hacia Aïn-el-Hadjar.
      Ante mí, caminaba una mujer, una anciana encorvada, que se abrigaba del sol bajo un antiguo paraguas.
      Es muy extraño, en esas tierras, ver una mujer, exceptuando a las grandes negras brillantes, adornadas de telas amarillas o azules. Vuelvo a la mujer. Estaba arrugada, jadeaba, parecía extenuada y desesperada, con una cara seria y triste. Caminaba a pequeños pasos, bajo el calor asfixiante. Le hablé, y de repente su cólera indignada estalló. Era una alsaciana que había venido a esos países desolados con sus cuatro hijos después de la guerra. Tres de sus hijos habían muerto en ese clima asesino; le quedaba uno, enfermo también ahora; y sus tierras no reportaban nada, aunque grandes, pues no tenían ni una gota de agua. Ella repetía: « ¡ No crece ni una col, señor, ni una col ! » obstinándose con esta idea de la col. Esa legumbre, evidentemente, representaba para ella la alegría de la tierra. Y cuando me hubo contado todas sus penas, se sentó sobre un piedra y lloró.
      No he visto nada más conmovedor que esa buena mujer de Alsacia perdida bajo ese sol de fuego donde no crece ni una col.
      Dejándome, añadió: « ¿ Sabe usted si se darán tierras en Tunicia ? Se comenta que es buena allí; siempre valdrá más que esta.»
      ¿ No es a estas personas, señores diputados, a quiénes habría que indemnizar ?

      ¿ Que mejor enseñanza para los novelistas que ese famoso drama del Pecq ?
      Cuando se encontró ese cadáver metido en un tubo de plomo, los labios cerrados con un alfiler de mujer, todos los miembros ligados, torturado como si hubiese pasado por las manos de los inquisidores, cada uno tuvo una sacudida de estupefacción y de horror. Y las imaginaciones se exaltaron; se hablaba de una venganza de esposo ultrajado, y la horrible escena que había tenido lugar; cada uno habría podido contarla, tan lógica parecía, comenzando por las imprecaciones y acabando por la ejecución.
      Los señores X de Montépin, de Boisgobey y Cía han debido estremecerse de alegría.
      El miserable, atraído hacia la trampa, entraba en la habitación donde le esperaba el marido vengador.
      Un diálogo irónico por parte del esposo comenzaba, como se oye en el teatro, un dialogo para poner en tensión a la sala. Luego llegaban los reproches, las amenazas, la cólera, la lucha. El amante derribado y el otro con las rodillas sobre él, vibrando con rabia frenética, lo mutilaba, gritando: « ¡ Ah ! tu boca me ha engañado, monstruo ! ella ha balbucido palabras de amor en el oído de la que amo, de aquella a la que la ley y la Iglesia me han dado por compañía; esa boca ha puesto sus ardientes besos sobre los labios que me pertenecían: pues bien, la cerraré con un alfiler de su corsé, uno de esos alfileres que tanto te gustaban quitar. Y en tus ojos que la han admirado, hundiré otros, y ligaré con el plomo tus manos infames que la han acariciado !... »
       Y se veía esa boca sangrante buscado aún abrirse, clavada por la larga punta de acero fino.
      ¡ Qué efecto en un teatro !

      La realidad es más simple.
      Nada de cólera: el marido burlado, desde hacía años, lo sabía. El pequeño asunto se prepara en familia, se ejecuta en familia, todo tranquilamente, como se pone el pote al fuego el domingo.
      Nada de grandes palabras, nada de sentimientos exaltados. Todas las horribles mutilaciones no son más que pequeñas precauciones prácticas, unas precauciones de ama de casa.
      El hermano dijo: « Pero el agua le va a entrar en la boca, y eso lo hará flotar. » La idea es singular, pero el marido la encuentra justa. ¿ Cómo cerrar esta boca ? De pronto una inspiración los golpea. Se la cerrarán con un alfiler. « ¡ Dame un alfiler ! »  dijo el esposo a su mujer, como si quisiera atarse su corbata. Ella retira uno de su garganta y lo tiende con dulzura.
      El tubo de plomo no es más que una innovación práctica. Éste hace el papel de la piedra que retendrá el cuerpo en el fondo y el de la cuerda que lo lanza. Advertencia a los imitadores. Nada de dramático ni de elevado, todo es simple y común.
      En el camino, un profundo bache hace caer rodando el cadáver del coche, ante la puerta de un carnicero. Enseguida uno de los asesinos borra suavemente con su pie la huella de sangre dejada en tierra como hacen ciertos hombres después de haber escupido.
       Luego los tres cómplices se van a dormir.
      Verdaderamente, esos criminales son demasiado naturales.
      Moraleja: no hagas nunca la corte a las mujeres cuyos maridos están mal en sus negocios.

14 de junio de 1882
Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre