CRÓNICA
( Chrónique )
Publicado en Le Gaulois, el 20 de julio de 1882

      En un artículo, del que le estoy infinitamente agradecido, a pesar de sus reservas, el Sr. Francisque Sarcey plantea, respecto de mí, varias cuestiones literarias. Habría preferido responder a las teorías del eminente crítico sin haber sido citado, para no dar la impresión de quejarme de mi propia causa; pues considero que un escritor no tiene nunca el derecho de tomar la palabra por un  hecho personal: pero, en el presente caso, la discusión bulle en mi cabeza.
      El Sr. Sarcey ha escrito: « Aquí, lo que me parece, es que hemos caído muy bajo. Ya no es incluso la cortesana que nuestros novelistas gustan en pintar, sino que ellos remarcan no se qué gusto extraño por la prostituta... »
      Y más adelante: « ¿ A qué molestarse para estudiar unos seres tan poco dignos de interés ? Esas almas degradadas no son capaces más que de un pequeño número de sentimientos que contienen todos los de la animalidad.»
      El Sr. Sarcey, en este caso, pisa sus derechos, me parece. Desde que la literatura existe los escritores siempre han reclamado enérgicamente la libertad más absoluta en la elección de sus temas. Victor Hugo, Gautier, Flaubert, y muchos otros, están precisamente molestos por la pretensión de los críticos de imponer un género a los novelistas.
      Tanto reprochan a los prosistas  no hacer versos, como a los idealistas no ser realistas, etc.
      El escritor es y debe permanecer único dueño, único juez de lo que se siente capaz de escribir. Pero compete a los críticos, a los colegas, al público, apreciar si ha realizado bien o mal la obra que se había impuesto. No es opinable por el lector más que la ejecución.
      Si tuviese la fantasía de criticar o de cuestionar el talento de un hombre, no podría hacerlo más que poniéndome en su lugar, penetrando en sus intenciones secretas. No tengo el derecho de reprochar al Sr. Feuillet el no analizar nunca a los obreros, o al Sr. Zola el no elegir personajes virtuosos.
      No se deduce de ello que no podamos permitirnos tener unas preferencias hacia un cierto orden de ideas o de temas.
      Llegamos aquí a la cuestión más discutida desde hace una decena de años. No puedo hacer nada mejor, me parece, para abordarlo, que citar un pasaje de una destacada carta del Sr. Taine, de cuya opinión no participo, opinión que concuerda además con la del Sr. Francisque Sarcey:
      « En segundo término, no me queda más que pediros añadir a vuestras observaciones otra serie de observaciones. Usted peina a los aldeanos a los pequeños burgueses, obreros, estudiantes y muchachas. Usted peinará sin duda un día a la clase cultivada, la alta burguesía, ingenieros, médicos, profesores, grandes industriales y comerciantes.
       « A mi parecer, la civilización es un poder. Un hombre nacido en la abundancia, heredero de tres o cuatro generaciones honestas, trabajadoras y formales, tiene más posibilidades de ser virtuoso, delicado e instruido. El honor y el espíritu son siempre, en mayor o menor grado, unas plantas de invernadero.
      « Esta doctrina es muy clasista, pero es empírica... »
     Añadamos aún a esto el deseo formulado por un maestro novelista, Edmond de Goncourt, al ver a los jóvenes aplicar al mundo, al verdadero mundo, los procedimientos de observación escrupulosa que emplean desde hace tiempo ya los escritores para analizar las clases humildes.
      Y ahora sorprendámonos de lo que las personas que parecen las únicas interesantes a estudiar sean siempre olvidadas por los hombres de letras.
      ¿ Por qué ? ¿ Es, como dice Edmond de Goncourt, porque la dificultad de penetración en los corazones, las almas y las intenciones es infinitamente más difícil ? Tal vez sea así un poco. Pero existe otra razón.
      El novelista moderna busca ante todo sorprender a la humanidad por el hecho. Lo que tiene entonces interés en extraer de entrada en toda acción humana, es el móvil inicial, el origen misterioso del querer, y sobre todo los determinantes comunes a toda la raza, los impulsos instintivos.
      Ahora bien, lo que distingue principalmente a las personas de mundo de las categorías de individuos más simples, es sobre todo una especie de barniz, de convenciones, un recubrimiento de complicada hipocresía.
      El novelista se encuentra entonces situado ante esta alternativa: hacer el mundo tal y como lo ve, levantar los velos de gracia y honestidad, constatar lo que esta bajo lo que aparece, mostrar a la humanidad siempre semejante bajo sus elegancias de imitación, o bien resolver en crear un mundo gracioso y convencional como lo han hecho Georges Sand, Jules Sandeau y Octave Feuillet.
      No hay que atacar ni condenar esta opción tomada al no depender más que de las atrayentes superficies, más que de las apariencias amables; pero, cuando un escritor está dotado de un temperamento que no le permite expresar que eso que él cree sea la verdad, no se le puede obligar a equivocarse y a equivocarse concientemente.
      El Sr. Francisque Sarcey se irrita y se asombra de que la cortesana y la muchacha, que desde hace unos cuarenta años han invadido nuestra literatura, se hayan apoderado de la novela y del teatro.
      Podría responder citando a Manon Lescaut y toda la literatura picante del fin del último siglo. Pero las reseñas jamás son concluyentes.
      La verdadera razón no es más que esta: las letras son ahora practicadas hacia la precisa observación: ahora bien, la mujer tiene en la vida dos funciones, el amor y la maternidad. Los novelistas, quizás equivocadamente, han estimado siempre la primera de esas funciones, más interesante para los lectores que la segunda, y han observado a la mujer en el ejercicio profesional de eso para lo que ella parecía nacida.
      De todos los temas, el amor es el que llega a la mayoría del publico. Es de la mujer de amor que se ocupa sobre todo.
Además, existen en el hombre profundas diferencias de inteligencia creadas por la instrucción, el medio, etc. ; no ocurre lo mismo en la mujer, su papel humano está restringido; sus facultades permanecen  limitadas; en lo alto o bajo de la escala social, siempre permanece siendo la misma. Unas jóvenes casadas se convierten en poco tiempo en notables mujeres de mundo, se adaptan al medio en el que se encuentran. Un proverbio dice que se han visto reyes casarse con pastoras. Nosotros frecuentamos cada día pastoras, e incluso menos, que se han convertido en damas y que tienen su categoría como todas las demás.
      En las mujeres no hay clases. No son otra cosa en sociedad más que por aquellos que las esposan o que las apadrinan. Y tomándolas por compañeras, legítimas o no, ¿ son los hombres siempre tan escrupulosos sobre su procedencia ? ¿ Hay que ser adelantado tomándolas como temas literarios ?
      El Sr. Taine dice en su carta: « El honor y el espíritu son siempre, en mayor o menor grado, unas plantas de invernadero... »
      El espíritu no lo cuestiono; ¿ y en cuanto al honor ?... Recuerdo que un día se discutía esta cuestión ante una joven mujer de provincias, pero de la mejor sociedad, y aristócrata hasta las uñas. Le molestaba oír decir que hubo más sentimientos rectos y sencillamente nobles en las clases medias que en las altas. Luego, como se citasen dos ejemplos, ella se puso a reír de golpe y convino que nosotros no teníamos nada más que un poco de razón. Un recuerdo la había asaltado: como la guerra de 1870 acababa de finalizar,  fue encargada por un comité de realizar una cuestación por la liberación del territorio, en la gran ciudad manufacturera donde vivía. Comenzó por los barrios obreros. Desde luego, encontró brutos, pero allí topó también con un número de pobres diablos que le daban el dinero de la cena. Unas mujeres de pueblo, enternecidas, la querían abrazar, y unos hombres ofreciéndoles sus céntimos le estrechaban las manos haciéndola gritar. Cuando ella entró en los barrios burgueses, se le respondía que los amos habían salido, o bien cuando los sorprendía en el domicilio, disimulaban para dar menos, deshaciéndose en hipócritas excusas, se mostraban pordioseros, con sus frases.
      Un día finalmente, como ella no había encontrado en su casa a un importante industrial,  y lo encontró saliendo. Él se excusó, con mil diplomacias, la hizo entrar, subir dos pisos, le ofreció unos bizcochos y vino de málaga; luego, trayendo sus libros de contabilidad, le probó que, no habiendo ganado nada durante todo ese año de invasión, no podía por consiguiente dar nada a la patria.
       Y la postulante añadió: « Siempre tomamos un poco de benevolente partido por las personas de nuestro mundo; en el fondo ustedes tal vez tengan razón ».

20 de julio de 1882

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre