DE PARÍS A ROUEN
( De Paris à Rouen )
Publicado en Gil Blas, el 19 de junio de 1883

      Notas de dos navegantes encontradas en una botella, flotando en el agua.
      ... Otros van a América a ver las cataratas del Niágara o unas elecciones a tiros de revolver; otros van al Tonkin a hacerse romper la cabeza; otros van a Japón a aprender el delicado arte de manejar el abanico, otros van a las Indias a contemplar las bailarinas sagradas; otros a Constantinopla a rondar alrededor de los harenes; otros a África a ver galopar unos hombres vestidos de blanco en las interminables arenas; otros a Tahiti a hacerse bautizar Bibi-Tutu por unos medio salvajes de licenciosas costumbres que poetizaron unos navegantes ingenuos; otros van aquí, otros van allá, pero siempre muy lejos, pues un viaje no es tal más que cuando las horas de ferrocarril añadidas a las horas del barco, dan un total de dieciocho meses de fatiga.
      Hay que atravesar tierras estériles donde la sed nos devore, tierras tan tupidas que se cortan las lianas a golpe de hacha, tierras tan heladas que se abren los bancos de hielo a golpes de barco de vapor. Es necesario dormir al lado de tigres, oír silbar a las serpientes, recibir balas de fusil, escalar montañas que sos hagan salir la sangre por las orejas. Si usted no ha hecho todo esto, es que no ha viajado.
      Y sin embargo, por lejos que usted vaya, muchos otros han pasado por las mismas rutas, han estudiado los mismos pueblos, han escrito sus impresiones sobre esas tierras consideradas desconocidas.
      ¡ De que sirve entonces ir tan lejos !
      Ahora bien, nosotros, Pierre Simon Remou y Jacques Dérive, nos hemos propuesto en cuatro días un viaje que pocos franceses han hecho, un viaje lleno de accidentes, de emociones, incluso de peligros, un viaje delicioso a través del más adorable país del mundo y el más propicio a las descripciones.
      Y esto sin ferrocarril, sin paquebote fétido, sin diligencia embrutecedora, sin nada de las molestias y de los servilismos de los viajes. Hemos sencillamente descendido el Sena, el bello y tranquilo río, de París a Rouen, en uno de esos pequeños barcos para dos personas que se denominan yolas.
      Nuestra embarcación es tan ligera que uno solo de nosotros puede transportarla, larga, estilizada, elegante, barnizada en su interior, construida en caoba, puntiaguda como una aguja de madera, tan plana que no entra en el agua y se desliza encima como si patinase, tan frágil que un pie puesto fuera de las planchas la rompería enseguida, tan estrecha que un brusco movimiento la haría zozobrar, nos inspira tanto afecto como un ser humano.
      Ella nos lleva, nos mece, nos distrae y nos divierte. La introducimos por la tarde en el patio de los albergues, donde duerme su noche al lado de los coches de descanso, la lavamos cada día con finas esponjas, cuidando su aseo como el de una coqueta muchacha; tenemos cuidado de que nada la estropee, que ninguna piedra la roce, que ninguna orilla la hiera. Ella es nuestra amiga y nuestra sirvienta, nuestra compañía y nuestra alegría. Se llama Rose. ¡ Hola hermosa mía !

      No lea este pequeño viaje, usted que no ha descendido nunca el río velado de brumas, cuando el sol sale. El agua pacífica discurriendo sin ruido, discurriendo, discurriendo bajo el plumón de vapores que flota en su superficie, cuando el gran astro amarillo aparece al borde de las orillas, en su decorado de nubes escarlatas, el agua tibia y plateada donde flotan unas briznas de hierba, unas ramas rotas, mil cosas llevadas lentamente por la corriente, deslizante, muda y acariciadora, a lo largo de las orillas, los lises, los iris brillantes como llamas de cirios, los nenúfares pálidos, entreabiertos en medio de sus largas hojas que se despliegan, redondas y mecidas, islas pobladas de arañas de agua.
      Un espino, inclinado en la orilla, se ve, rosa o blanco, y arroja su perfume sobre el río. Gruesas raíces torcidas como serpientes salen de la tierra, y entran, se cruzan, se mezclan, y se hunden en el río.
      De sus brazos enlazados sale una enorme rata, y corriendo vivamente, desparece bajo un tronco, luego reaparece, huyendo ante nosotros. Un martín pescador pasa como un destello azul en un rayo de sol, y sigue su vuelo rápido y recto, hasta el siguiente meandro del río. Los papamoscas, emitiendo su grito, saltan de una rama a otra al nivel de la superficie del agua. Unas tortugas se ocultan en los álamos; un conejo, viéndonos venir, entra en su madriguera y nos muestra, durante un segundo, la mancha nevada de su trasero.
      Unos aguzanieves corren sobre las estrechas playas de arena picando insectos a golpe de pico; una gran garza, a veces, sale de un matorral y sube al cielo con grandes aleteos, la cabeza alargada y las patas recogidas.
      El aire es dulce, el encanto penetrante de las riveras tranquilas nos envuelve, nos posee; se respira lentamente con una alegría infinita; en un bienestar absoluto, en un reposo divino, en una soberana quietud. 
      Del mismo modo que las personas que atravesaron África, nosotros vamos a anotar día a día, hora a hora, nuestras impresiones y nuestras observaciones sobre las diversas poblaciones que encontremos. Este propósito puede parecer extraño. Pero que nadie se equivoque, un habitante de Rouen no se parece más a un habitante de Paris que un conejo a un árabe ( en la moral ); y un habitante de Elboeuf difiere tanto de uno de Rouen como un marsellés de un normando. Pues el carácter de toda aglomeración humana se modela según las corrientes de intereses y de pasiones que mil circunstancias diversas hacen establecerse en cada medio. Nosotros publicaremos, aparte de nuestro regreso, una pequeña noticia tratando « de la idiosincrasia rouenesa » que dará una clara explicación, a los incrédulos, de nuestras teorías psicológicas. Anotaremos, pasando, la situación política de cada ciudad, el estado de los espíritus, la moralidad general así como las inútiles reclamaciones de los administrados al gobierno.
      De París a Maisons, el litoral es demasiado conocido para que nos detengamos a describirlo.
      Hemos pues dejado Maisons-Laffitte, un martes por la mañana, a las ocho, con un buen y despejado tiempo. La yola, repintada, brillante y peripuesta, sacudida regularmente por el va y viene continuo del banco de rieles, gobernada por Jacques Dérive al salir y tomada vigorosamente por mí Remou Simon Pierre, procede a descender el río totalmente tornasolado por el sol ya alto.
      Nuestras maletas indican a los asombrados en la orilla que partimos para un largo viaje.
      Una caja de sebo esta abierta al lado del remero, que engrasa en todo instante sus remos, sus manos, sus brazos desnudos; pues el sebo es el alma del canotaje, como dirían los Sres. Prudhomme y otros académicos.
      El Sena hace una larga curva. Pasamos ante la aldea de la Frette, desgranada en ristras a lo largo de la orilla entre la costa y la orilla; vemos la iglesia de Herblay, luego Conflans con su torre cuadrada en ruinas. Aquí esta l'Oise que nos aporta el concurso de sus olas; Andrésy, querido por los enamorados; Poissy, célebre por su casa central, su antiguo mercado de bueyes y sus pescadores de caña.
      El Sr. Meissonnier vive aquí, a la izquierda; la Srta. Suzanne Lagier toma más gobios en este pequeño extremo del río que rosas en Nanterre. Muchos artistas dramáticos vienen cada domingo a empalar gusanos en esta región. El río se alarga, poblado de islas encantadoras. Unos enormes árboles cubren los pequeños brazos. Se siente el campo. La corriente galopa en los cursos de agua poco profundas; la ligera yola se desliza y corre, evita los pilares de un viejo molino, pasa como una flecha bajo un pequeño puente que parece, de lejos, estrecho como un agujero de aguja y hace estremecer a los viajeros.
      Dos hombres de pie sobre la orilla nos llaman. Buscan a un ahogado que han visto atravesar Villennes y que sigue el mismo camino que nosotros. Se nos confía la búsqueda, y henos aquí discurriendo a lo largo de las matorrales de las orillas, acechando todo lo que flota, inclinados sobre el agua. No encontramos al macabeo.
      Médan. Descendemos para saludar a Zola. Nos aparece en medio de un pueblo de albañiles y de jardineros, dirigiendo la instalación de su corral. Está alegre, feliz, viendo plantar sus árboles. Pues las alegrías más fuertes que un hombre puede experimentar son aquellas que producen las propiedades.
      Volvemos a marchar. He aquí Meulan con sus magníficos parques, llegando hasta el río, sus islas en el corazón de la ciudad. Esta ciudad se hizo célebre por un ciego que, durante veinte años, tocó la misma cancioncilla con su flauta a los viajeros detenidos en la estación.
      Este hombre ha muerto. Está abierta una suscripción en la alcaldía para erigirle una estatua.
      Las orillas están plantadas de árboles, siendo el horizonte totalmente verde. Señalamos a la derecha el bosque de Troucaberbis, seguramente tan desconocido como los grandes lagos del centro de África.
      Cae la noche. Una torre redonda aparece a lo lejos, ¡ es Mantes ! Mantes - la - Bella. Llueve.
      Si alguna ciudad ha robado el epíteto de bella, esa es Mantes. Aunque la luna esté oculta, ninguna mecha de gas ilumina las calles durante la noche. ¡ Ningún placer es posible para los viajeros, ningún café muestras sus cristales iluminados, ningún teatro ! ¡ Nada ! ¡ Nada !
      Siempre llueve. Jacques Dérive rebautiza esta ciudad y la denomina Mantes la aguada.
      Está administrada por un alcalde que tenía, aparte de nuestro paso, una virulenta polémica, con el órgano del periódico oficioso, con un muy amable y espiritual periodista parisino, Sr. Avonde, que dirige el Petit Mantais.
      Esta polémica nos ha parecido tener por objeto tres bomberos que rechazaban acompañar armados la visita de las autoridades superiores.
      Estos bomberos justificaban su resistencia en que ellos tienen la misión de apagar los incendios y no la de pavonearse alrededor de personas engalanadas.
      Esta querella tan importante seguramente como la disputa de los Sres. Marais y Koning apasionaba a la población. Ignoramos como acabó.
      El pueblo mantés parece solicitar numerosas reformas si creemos al periódico de la oposición. Nada tiene que desear si creemos en su rival.
      Los destinos de esta ciudad están en manos de un subprefecto que pasa el invierno en París y el verano en Trouville. Los administrados no se encuentran mejor. El alcalde no es querido.

      Partimos levantando el día. He aquí Vétheuil donde se almuerza. La Roca-Guyon en una situación encantadora al pie de una boscosa colina, Bonnieéres, un de los más bonitos pueblos que están, enfrente de grandes islas cubiertas de magníficos árboles . Después de diez horas de remo, llegamos a Vernon.
      Vernon es la ciudad de los tilos. Por todas partes unas avenidas con cuatro hileras de árboles, se cruzan, atraviesan la ciudad de parte a parte. Son sorprendentes de talla, esos tilos, desmesurados, frondosos, impenetrables a la vista.
      Una guarnición de caballería, de artillería y el movimiento de tripulaciones hacen de Vernon un pueblo más activo que Mantes. Se encuentran allí las distracciones necesarias para los militares, cafés, lugares de reunión. Las mechas de gas están encendidas.
     Y henos aquí aun en camino, al día siguiente, siempre a fuerza de brazos. Señalamos a la izquierda el arroyo Saint-Just y el arroyo Saint-Ouen, a la derecha los pueblos de Pressagny-el Orgulloso, de Port-Mort y de Vezillon; luego de repente una costa desnuda aparece, coronada de una ruina altanera, es el Casstillo-Gaillard.
      Llegamos a los Andelys. Es aquí donde se comienza a beber sidra.

      Vivan los hijos de Arlette
      Normandos
      Vivan los hijos de Arlette.
      Al salir de los Andelys, nos introducimos con imprudencia en un pequeño brazo del río tan seductor que nos atrae locamente. Los árboles inclinados forman bóveda encima, dejando el agua en una sombra fría y deliciosa.
      Durante una hora, vamos así. Por desgracia, un ruido singular nos hace agudizar el oído, y pronto, un molino nos detiene, un viejo molino tranquilo, en el que la rueda gira suavemente, bajo la arcada de piedras atravesando el río.
      Hay que llevar la yola a través de la isla, hasta el otro brazo del río.
      Si los geógrafos ignoran donde están situadas los pueblos de Portejoie,  Port-Pinche, Pampou o Tournedos, nosotros podemos enseñarles.
      Nos acostamos en Pont-de-l'Arche ( Puente del Arco). La única observación que hemos hecho sobre esta ciudad, es que habría sido más lógico bautizarla: Arche-du-Pont (Arco del Puente). No se dice: el coche de la rueda; sino más bien la rueda del coche.
      Almorzamos en Elbeuf, patria del paño. Por todas partes unas chimeneas que humean al cielo, unas alcantarillas que arrojan al río aguas verdes, rojas, amarillas o azules. Los amplios edificios tiemblan, sacudidos por unas palas que giran; la tierra se estremece, agitada por la fiebre de las calderas, por los hipos del vapor, por el batir de las máquinas. Todo zumba, palpita, suda y jadea.
      Aquí reina la industria.
      Hemos sido recibidos por el presidente del círculo de Comerciantes, un amigo encantador y espiritual, y uno de los más refinados aficionados y conocedores de vinos que existen sobre la tierra.
      Jacques Dérive declara abandonándolo: si no se le apreciase por sí mismo ,se le querría por su bodega.
      Y he aquí Rouen, Rouen la opulenta, la ciudad de los campanarios, de los maravillosos monumentos, de las antiguas y tortuosas calles.
      No se la puede describir. Hay que conocerla.
      Rouen, patria de Corneille, de Géricault, de Boieldieu, de Louis Bouilhet y de Gustave Flaubert, esta hoy administrada por un alcalde conservador contra el que tenemos que, creemos nuestro deber, protestar, persuadidos además que nuestro diario del viaje no llegará nunca a la posteridad. Este hombre educado, según parece,  en unos principios inflexibles, acaba de cerrar el único, sí, el único restaurante nocturno de la ciudad. De modo que en Rouen no se puede cenar. No lo olviden, señores viajeros.
      Ese alcalde, de una excesiva moralidad, afirma incluso que no se sabría encontrar en París un solo restaurante abierto ¡ después de la una de la tarde ! ¡ Oh, santa ignorancia !
      Nosotros nos hemos acostado con el estómago vacío.
      Ahora bien, estando informados, hemos tomado otras cosas. Así, los bastidores del teatro de las Artes están prohibidos a los periodistas, ¡¡¡ bajo pena de proceso-verbal !!!
      Solo el alcalde y los adjuntos pueden entrar en ese lugar, sin peligro para ellos... e incluso para esas damas.
      Quienquiera que franquee el umbral de ese poder municipal es llevado ante el juez de paz, que condena con aire grave. ¿ No se creería verdaderamente en el gran ducado de Gérolstein ? Ahora bien, no bastaba al Sr. alcalde cerrar las puertas de este lugar peligroso, feo y encantador, llamado los bastidores, para salvaguardar las costumbres de sus actrices, sino que ha dicho que los malos individuos podrían, una vez acabada la representación, llevarlas a cenar a las castas fondas de la ciudad y ha cerrado también el restaurante nocturno. ¡ Ulano !
      ¡ He aquí un pastor de vestales !
      Las actrices no están contentas. Ni las del gran teatro, ni las del gentil Teatro-Francés, ni las del Folies-Bergère; el Sr. alcalde permanece inflexible.
      Pero se dice por lo bajo, muy bajo, que eso beneficia mucho, mucho, a otros establecimientos que no cierran durante la noche, aquellos, y que la policía municipal tolera, en los que la moral los empuja.
      Es allí a donde se va a beber, pasada la medianoche.
      ¡Cierre entonces esto, señor alcalde !...

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      A punto de partir para Paris en el odioso ferrocarril, arrojamos al agua este diarios, para que la corriente lo lleve al mar.
      ¿ Quién lo encontrará ? ¿ Tal vez un chino ? ¿ Quién sabe ?
      Nosotros firmamos

      PIERRE-SIMON REMOU
      JACQUES DÉRIVE

      Encontrado por 

Maufrigneuse

19 de junio de 1883

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre