EL DIVORCIO Y EL TEATRO
( Le divorce et le théatre )
Publicado en Le Figaro, el 12 de junio de 1884

      El divorcio ya es legal para gran alegría de una infinidad de parejas; pero lo que va a ser particularmente interesante es verlo introducirse en las costumbres.
      Me alegro de que sea legal. Era muy poco lógico que esa ley que permite a un hombre pronunciar votos religiosos, que le hacen adquirir consigo mismo un compromiso tan largo como su existencia, encuentre por el contrario adecuado, sabio y natural ligarlo hasta su muerte con otro ser,  encorsetarlo en el matrimonio, pegarlo al grillete del amor a perpetuidad y al acoplamiento de por vida.
     Esta obligación de la fidelidad, ordenada por el alcalde, de la que tiene que dar cuenta de igual modo que la defensa de la prohibición de caminar sobre el césped del Bosque de Bolonia, va a convertirse, sino en algo más respetado, al menos más respetable, por la misma razón de que se puede franquear legalmente.
      Dando por hecho que la ley humana está destinada a contrariar aquellos instintos que la ley natural nos proporciona, es muy justo que se deje, entre los artículos legales coercitivos, entre los textos redactados para reprimir nuestros goces, para llevar la contraria a nuestras inclinaciones, para moderar nuestros gustos, para reducir nuestras libertades, algunos resquicios a modo de compensación o de consolación.  El divorcio será uno de los más apreciados entre estos artículos de consolación.
      Además en nuestro caso, uno cae en el matrimonio como en un pozo sin fondo. Parece justo que se arroje al menos a su interior una cuerda anudada para permitir a los imprudentes, a los ingenuos y a los imbéciles, tirar de ella.
     Aún resultando tan difícil combinar dos caballos para un arreo, uno combina dos seres a ciegas, hacia la pequeña felicidad, para mayor desgracia de uno y de otro. En nuestros países vecinos, se toleran experiencias preliminares, experiencias de carácter y de vida en común por medio de viajes de prueba, de flirteos y de familiaridades limitadas que pueden ser suficientemente reveladoras sin convertirse en anticipos. Se huele la flor sin cogerla.
     Nosotros, nada. Uno se ve una o dos veces en presencia de los padres y de los abuelos. Eso sería justo si se pudiese asegurar la rectitud de los ojos y de la talla;  uno no se da cuenta desde luego de un defecto de pronunciación, pues apenas intercambia las palabras necesarias para convencerse de que la chica no es muda, ni tampoco descubriría que es tartamuda. En cuanto a los otras condiciones indispensable para vivir juntos bajo el mismo edredón, se los olvida.
     Y el sacerdote y el alcalde, os declara encadenados el uno al otro hasta la muerte, hasta la muerte deseada de aquel que libere a su compañía de la miseria. Eso es.
     Así pues, el divorcio es bueno; y por muchas otras razones aún que han sido enumeradas hasta la saciedad desde que el honorable Sr. Naquet ha declarado la guerra al matrimonio indisoluble, al modo del caballero Don Quijote, el más noble, el más generoso y el más desinteresado de los hombres. Pero va a ser muy curioso observar cual será la influencia de este recurso sobre las costumbres, sobre la literatura y en particular sobre el teatro.
      La literatura y las costumbres siempre han caminado de frente. En la época en la que se escribía Manon Lescaut, Thémidore o Le Sopha, la moral francesa no era la misma que en la época de Antony. Bastaría hoy con leer la novela tan notable y típica de Alphonse Daudet, Sapho, para comprender que no nos parecemos demasiado a los hombres de 1830. Sin embargo, otras veces como ahora, es principalmente en el tema del adulterio donde han trabado los escritores.
      La imposibilidad de romper el lazo conyugal ha proporcionado a la imaginación desbordada de los autores una multitud de situaciones, de peripecias y de desenlaces. El arte dramático sobre todo debe un vivo reconocimiento a los artículos del Código Civil que tan bien ataba a los esposos.
      ¿ Que va a ocurrir en la nueva situación ? ¿ Cambiará la óptica literaria ?
      De entrada hace falta que se desplace definitivamente el sentimiento del honor marital.
      Con las uniones indisolubles, el esposo engañado, considerándose deshonrado, se encontraba obligado a matar, medio odioso, o a cerrar los ojos, complacencia indigna y cobarde, o a perdonar, compromiso ridículo poco utilizado para hacer fácil la vida en común a partir del hecho.
      Hoy, bastará pelearse seriamente con su esposa para obtener un divorcio, y desembarazarse de ella legalmente.
     Pero los dramas de la vida conyugal así simplificados, harían que los autores dramáticos se encontrasen, a partir de ahora, completamente faltos de desenlaces. Se verían obligados a ingeniárselas, a inventar combinaciones divertidas o trágicas, a diversificar por astutos procedimientos, para concluir este fin de acto monótono y plano que constituye un divorcio.
      Encontrarán, por otra parte, medios aun inesperados con la presencia e intervención de los hijos. Y la Justicia divina aparecerá mediante la voz de un pilluelo de diez años que maldecirá a su padre o a su madre según de quién provenga el engaño.
      En definitiva, la primera consecuencia del divorcio sobre las Letras va a ser la considerable disminución de mortalidad en los libros y en los escenarios, pues los autores podrán desembarazarse fácilmente, por un medio tan sencillo, de los personajes molestos para conducir al héroe hacia otras aventuras, olvidándose cada vez más del viejo trágico procedimiento del suicidio o del asesinato.
        Además siempre tendrán el gran y eterno recurso de los celos, pues Otelo no tiene nada en común con George Dandin.
       Incluso desde este punto de vista, el divorcio abrirá un horizonte nuevo, despertando en los corazones unos celos todavía desconocidas, los celos retroactivos.
       Tenemos un modo de ver muy especial en los asuntos del corazón, determinado por la tradición y por el temperamento francés.
      Cuando decidimos casarnos, tras haber rodado por todas, siguiendo la consagrada expresión, no admitimos que la muchacha elegida pueda tener la más leve sospecha del sistema orgánico de la vida. Debe ser totalmente ignorante, inocente e ingenua, si bien esas tres cualidades no podrían encontrarse reunidas, dispuestas hasta tal extremo, más que gracias a una extrema estupidez. Toleramos la tontería de nuestra novia, incluso la consideramos adorable, pero nos rebelamos absolutamente a la más ligera duda sobre su perfecta ceguera.
      No admitimos incluso que un simple enamoramiento haya atravesado su corazón antes de nuestra aparición; y el pensamiento de que un primo ha podido turbar sus sueños, la creencia de que otro hombre ha debido esposarla, la aventura de un matrimonio frustrado por razones desconocidas, a menudo por razones de dote, nos la hace considerar como ajada, averiada, despreciada.
      Ahora bien, si no admitimos que una muchacha haya sido incluso rozada por el deseo de otro hombre, ¿ cómo vamos a consentir en tomar una mujer notoriamente mermada por un poseedor oficial anterior ?
      ¿ Y las viudas, se preguntarán ?
      El caso es diferente. El predecesor no existe. Y además la viuda no es considerada por nosotros como un objeto de ocasión.   Las viudas se casan en general con viudos, viejos militares tullidos, solteros con gota, todos los despojos de la raza
      Puede entonces que la mujer divorciada pierda mucho de su valor a nuestros ojos, de su valor comercial.
     En definitiva, admitiendo que ese prejuicio, tan vivo en los primeros tiempos, se desvanezca enseguida, como todos los prejuicios, ¿ cuál será la actitud del segundo marido si es de un temperamento celoso ?
      Shakespeare, en Otelo, no ha expresado todos los celos. Estos son a veces sordos y  a veces brutales, unas veces atacan  al corazón con un choque impetuoso, unas veces se deslizan, otras reptan, carcomen, tienen estrategias, perfidias, bajos.
      ¡ Como sufre el hombre celoso ! en los que los celos trabajan incesantemente, como un mal secreto, un mal vergonzoso y devorador.
      En el matrimonio tal y como existe, los celos pueden tomar dos formas.
      Una vez que el hombre es poseedor legal, no es celoso más que del hecho, del posible adulterio, o incluso de las atenciones físicas de las hombres, de su galantería, de sus cumplidos, de sus miradas, de sus aparentes intenciones.
      Pero otras veces es celoso del alma misma de su esposa, y esto le produce un suplicio abominable.
      Acecha a su esposa sin cesar, inquieto por todo, de sus gestos, de sus palabras, de su miradas.
    ¡ Oh ! ¡El no saber ! ¡Amar y sospechar siempre ! ¡ Ser el amo por la ley, el amo violento de ese cuerpo, y nunca saber que pensamientos se ocultan tras esos ojos claros ! Él la estrecha en sus brazos, pero no la tiene nunca. ¿ Acaso conoce su deseo, a donde se dirige su capricho ?
      ¿ Hela aquí tan cerca de él, y quizás tan lejana ? ¡ Ella sonríe ! ¿ A quién ? ¿a él o a un sueño, a otros que él no conoce, que él no ve, a quién llama con toda su ternura, a quién se entrega bajo los besos conyugales ?
      ¡Oh! ¡miseria! no poder nunca penetrar en ese espíritu, tenerlo, sentir, estrechar esa carne y nunca esa alma ! pensar que su boca puede mentir, que su abandono puede mentir, que sus caricias pueden mentir, que nunca tendrá otra cosa que la ilusión física y vana de la posesión, y que ella puede, con su seductora gracia, engañarlo tanto como le plazca en el impenetrable secreto de su corazón ?
      ¿ Qué le importa incluso la castidad del cuerpo; ¡ lo que él quiere es el consentimiento de su deseo ! ¿ Lo ha tenido alguna vez ?
¿ Lo tendrá alguna vez ?
      Él conoce esta tortura atroz de la incesante sospecha que devora, que al desvanecerse surge con una segunda más viva, busca pruebas, tiende trampas, y siempre, siempre, espía su pensamiento, solo el pensamiento. Tiene sin cesar esta odiosa sensación de ser engañado, no por el hecho, sino por el alma.
      Es al torturado de este tipo al que el divorcio reserva indecibles angustias. ¿ Qué hará este hombre si ha tomado por compañera íntima para todos los instantes a una mujer al que otro ya ha poseído ?
      Un amante recto se dirá: « Esta mujer es mía, puesto que se ha entregado libremente, asumiendo todos los riesgos y todos los vericuetos de la moral.»
      Pero el marido, aquél que ha sido elegido tal vez por razones practicas, por un nombre, por una fortuna, por otros motivos aún, por cansancio, por despecho, tiene el derecho también de dudar siempre de si su mujer le pertenece en el secreto de su corazón.
      Ahora bien, si esta mujer ya ha pertenecido a otro, ¿ como se manifestarán los celos en él, y como ella los generará ? Es aquí donde el arte dramático descubrirá una California de situaciones en absoluto insospechadas hasta ahora. Podemos, a primera vista, anotar varias, unas cómicas, otras trágicas.
      Los recién casados están tranquilamente sentado al amor de la lumbre. Hablan de la lluvia y del buen tiempo. Ella dice: « Duhamel, mi primer marido, tenía un callo que le molestaba mucho las noches de tormenta.»
      El esposo se vuelve sombrío, un primer estremecimiento le recorre, lo que le hace pensar en otras cosas, etc.
      Una mujer astuta y cruel podrá establecer sin cesar y por todo lo alto unas comparaciones morales o físicas completamente descorazonadoras para el segundo esposo. Ese medio escénico será sin duda empleado a menudo.
      Ciertos maridos estarán obsesionados por el recuero del primero y no cesarán de preguntar a su mujer, día y noche, sobre lo que éste hacía, sobre lo que decía, sobre lo que pensaba, sobre su manera de actuar y de comportarse en todas las situaciones de la vida. Acabarán incluso por llamarlo por su nombre familiar: « ¿ Qué es lo que Octave habría hecho en mi lugar en esta circunstancia ?»
      Habrá en ello, seguramente, una gran componente de comicidad. Un gran número de efectos podrán ser obtenidos de esta situación. Un marido, celoso retrospectivamente, está torturado por el temor de que su predecesor no haya sido engañado por su esposa
      El otro era tonto, él lo sabe; ridículo, lo sabe; brutal, lo sabe; hipócrita, lo sabe; desde luego, eso no habría sido un motivo; sin embargo tiene un miedo terrible que este accidente no haya tenido lugar, y emplea todas sus estrategias en descubrirlo.
      Ella tiene, hablando del otro, un pequeño tono de desdén y alegría, completamente gozoso, completamente favorable al sucesor, pero también un poco inquietante. Pues en definitiva... si esto hubiese ocurrido.. ¿ qué garantías tendría él, el nuevo, de cara al futuro ?
      Y además, quiere casarse con una esposa que ha tenido un marido, ¡ pero no con una mujer que ha tenido un amante !
      Entonces, a fuerza de astucia, a fuerza de preguntarle, de burlase incluso del numero 1, de bromear, de repetir: « Que divertido sería si lo hubiese engañado, que divertido sería; eso si que me divertiría saberlo. Y he aquí uno que lo merecía bien, que bruto », acaba por hacerle confesar. Ella deja entrever. Sonríe de tal modo, que él adivina. Entonces, de golpe, mordido el corazón, exasperado, comienza a tratarla de miserable, de golfa, luego, vengando al otro, la abofetea, la golpea, la derriba y acaba por abandonarla, no pudiendo vivir con la ida de que ella ha engañado a su predecesor.
      ¿ Cuantas complicaciones divertidas también con la introducción, en la nueva pareja, de todos  los amigos de la primera pareja, con las inquietudes del esposo numero 2 ante esos rostros a los que no conoce, de los que sospecha ? ¡ Cuantas interrogaciones y dudas en su espíritu ! La escena de rigor se haría ente los dos maridos. El último ocupante queriendo descubrir todos los misterios del corazón de su mujer. Permanece ante ella como ante un cofre secreto. Entonces se decide a preguntar algunas informaciones intimas y practicas al primero, que le informa con la más amplia  complacencia y le da una multitud de precisos detalles, ciertos, terribles.
      Gran dialogo lleno de movimiento.
     Después, cuántos pinchazos morales en el pensamiento de la primera intimidad, en la sospecha de cosas misteriosas que el segundo no se atreve a adivinar.
      ¿ Y luego, qué pasaría si ella se encontrase por casualidad con primero ? ¿ Que miradas intercambiarían ? Quien sabe, ¡ la mujer olvida tan pronto! ¡ Es tan caprichosa !
      En definitiva, bajo mil caras nuevas, esta nueva situación podrá vaticinarse. Es probable que el Ambigu pierda, que el Gymnase no gane nada con ello, pero seguro que el Palais-Royal hará fortuna.

12 de junio de 1884
Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre