EL FONDO DEL CORAZÓN
( Le fond du coeur )
Publicado en el Gil Blas, el 14 de octubre de 1884.
El día no es más puro que el fondo de mi corazón, dijo un poeta.
En cuanto a mí, damas y caballeros, no he visto
el fondo de un corazón, no más que el fondo del aire del que se nos habla en todo momento, pero
me imagino que si se pudiese examinar uno al microscopio, se encontraría allí
tanta porquería como en el agua que se distribuye a los habitantes de París por
los señores ingenieros municipales, esos malhechores públicos.
Y no estoy hablando de un corazón de calidad mediocre, de un corazón de timador,
de chulo de putas, de financiero o de diputado, sino de un corazón honesto,
leal, digno bajo todas los puntos de vista de la estima pública.
Otro pensador dijo: « No hay un gran hombre para su
mayordomo. »
Yo digo: « No se encontraría honestidad en un hombre para un ojo que pudiese
sondear el
fondo de las conciencias.»
Eso es. Gritad, ahora, sacerdotes de la virtud, sepulcros blanqueados, como
ustedes llamaban antaño, creo, a un hombre que pasa por respetable junto a un
gran número de humanos. ¿ Ni un hombre honesto ? ¿ Ni uno en el mundo ? - Ni
uno.
¡ Ah ! desde luego, se es honesto de vez en cuando, por impulsos, por inercia,
por educación, por razonamiento, por moral, ¿ pero, por vocación ? nunca.
Se es honrado ante los demás por pose, por diplomacia, por religión, por miedo,
por respeto humano. Yo voy más lejos, se es honesto ante si mismo por ceguera,
por orgullo, por pudor, por estima de si mismo o por tontería.
Pero nadie, nadie en el mundo aparecería siempre y rigurosamente honesto al
ojo, al misterioso ojo que fuese capaz de leer en el fondo de los corazones.
¡ Oh ! que suerte estar cerrados como los estamos a toda indagación del
vecino, de estar siempre mentalmente sobre la tierra, ¡ siempre separados de
todos en el misterio de nuestro pensamiento ! Que suerte ser por naturaleza
siempre discretos sobre nosotros mismos y de no cumplir nunca el famoso dicho «
Conócete a ti mismo » de un filósofo del pasado.
¡ Yo me creo honrado, caramba ! ¡ Usted también, caballero, usted se cree
honrado, pues no ha robado ! ¡ Usted también, señora, que no ha caído a la
tentación !
Y sin embargo los unos y los otros no somos más que unos hipócritas tunantes.
Unos hipócritas tunantes, pues nosotros nos estamos representando a
nosotros mismos, a diario, la comedia de la integridad.
Si pudiéramos, no confesar sino únicamente reconocer en silencio todas las
vergüenzas secretas de nuestro pensamiento, todos los deseos culpables que nos
acosan, todos los despertares infames de nuestras pasiones, de nuestros
instintos, de nuestra sensualidad, de nuestras ganas, de nuestra codicia, nos
quedaríamos horrorizados ante nuestra vileza.
Confesémoslo, nuestro corazón está lleno de apetitos rastreros, viles y
culpables, que nos sorprenden en todo momento, que reprimimos a menudo, en los
que a veces nos complacemos.
Busquemos en nosotros. ¿ Quién no ha deseado la muerte de un rival ? ¿ de un
colega feliz ? ¿ incluso de un vecino del que se codician sus tierras ? Si, ¿ quién
no ha deseado la muerte de un hombre, incluso durante un segundo, por un motivo
fútil, inconfesable o vergonzoso ? Incluso cuántos han esperado la muerte de un
pariente del que deben heredar, y, sin desearlo, se han repetido por lo bajo una
cifra, nada más que una cifra: « Cincuenta mil libras de rentas. Eso tendré un
día.»
Cuantas cosas aún se encontrarían en el fondo del corazón de un hombre honesto -
pequeñas vilezas, pequeñas transacciones, pequeñas perfidias, pequeñas mentiras,
pequeños detalles arteros, - todas las escapatorias, en definitiva, que nos
hacen poner el pie, durante un momento, fuera del límite estrecho de ese país de
convención que se denomina la estricta honestidad.
Y al principio, en la frente de todo hombre que nace, se debería grabar sobre la
carne, con hierro al rojo, esta
palabra: « egoísmo »
Personas indignas dirán que ellos siguen escrupulosamente el camino de la moral
sin desviarse nunca,
La moral, ¿ qué es eso, señor ?
Eso es, que no os disguste, la idealización de los móviles de nuestras acciones,
es la necesidad que experimentan las personas de confundir Roma con Santiago, o,
si usted lo prefiere mejor, el delicado arte de hacernos pasar cara a cara ante
nosotros mismos para mejorar lo que no somos, colorear nuestras intenciones con
matices de abnegación de grandeza de alma, de generosidad, etc.; es la
poetización de la vida en provecho de la humanidad. La moral y la religión son
las dos poesías de la Ley, una laica y la otra eclesiástica.
Tratemos de despoetizar la moral, cuya acción, indispensable a toda organización
social, proviene de su carácter de ideal.
Insisto en que el único móvil de nuestros hechos
siempre apreciable, siempre posible de encontrar bajo las guirnaldas de bellos sentimientos, es el
egoísmo.
En efecto, toda acción humana es una manifestación de
egoísmo disfrazado. El merito de la acción no proviene más que del disfraz.
Ciertos actores se toman a veces por los personajes que representan; esos son los grandes artistas. Ciertos
hombres creen en el disfraz que la moral coloca sobre nuestros actos: esos son las
personas honestas.
Tomemos pues las morales más elevadas.
¿ Cuál es el objetivo de toda religión ?
¡
Recompensa por las buenas acciones después de la vida, y castigo por las malas !
Nunca se prevé un acto sin devolución asegurada, un buen hecho sin recompensa.
- « Quién da a los pobres, presta a Dios.»
Pero este terror del castigo que os impide
libraros a vuestros instintos dañinos y esa sed de futuras alegrías que os hace
privaros de los placeres más
pasajeros del mundo, ¿ acaso no representan los dos polos del egoísmo explotado
hábilmente en provecho de la moral y de la humanidad ? El claustro, donde se
refugian aquellos que han regresado del mundo, ¿ qué es entonces, sino una gran
manifestación de egoísmo que se priva de todo en esta vida para obtener ventajas
en la otra ? ¿ No es eso una especie de compañía de seguros sobre la eternidad ?
Se echa poco a poco en la caja del Cielo todas las dulzuras que se habrían
degustado en la existencia, para recoger la suma total, tras la muerte, con los
intereses acumulados y multiplicados. Egoísmo refinado de avaro.
¿ Que diremos de los servicios ofrecidos ? ¡ Veamos ! allá, en el fondo del
corazón, cuando usted presta un servicio, ¿ no tiene la íntima convicción de que
usted disfruta de su generosidad al mil por ciento ? ¿ Aquél que os adeuda no
debería, so pena de ser considerado por usted como un traidor y un deshonesto
hombre, permanecer hasta su último día dispuesto a testimoniaros, de todos los
modos posibles, una constante e infatigable gratitud ?
Yo no he inventado los dos aforismos siguientes de una incuestionable autenticidad.
Se está agradeciendo a los demás unos servicios que se les han rendido.
Se ama a
su prójimo en razón del bien que se le ha hecho.
¿ Qué es esto, sino el egoísmo sustraído ?
¿ La caridad, se dirá ?
La caridad mundana es un asunto de moda, de pose, un deporte. Pero en la caridad
discreta, en la auténtica compasión, ¿ no hay un miedo ? Un temor inconsciente
por uno mismo, una especie de espanto ante una amenaza velada de la suerte, al
confirmar la desgracia de un ser que nos parece, hecho como nosotros, y que
viviría como nosotros, si estuviese en las mismas condiciones de fortuna, de
familia y de salud que nosotros.
Todas las veces que nos compadecemos ante los lisiados, los deformes, las víctimas
de un accidente, de una fatalidad, es que el sentimiento de la posibilidad de
que una miseria semejante caiga sobre nosotros no se despierte pronto,
oscuramente, en el fondo de nuestro espíritu; ¿ no temblamos un poco por
nosotros mismos llorando sobre los demás del modo más sincero ?
¿ Son necesarios otros ejemplos ?
Tomemos el amor que, según todos los exaltados, es el padre de la abnegación,
del heroísmo, de las más nobles devociones, y que representa el ideal del
desinterés.
Así, cuando usted ama a alguien más que a usted mismo, ¿ qué entiende por eso ?
- Sencillamente que usted experimenta al amar un placer tan agudo, tan
vehemente, tan poderoso, que todas las cosas, vuestra fortuna, vuestro futuro,
vuestra vida, se vuelven menos deseados que ese placer.
Es el egoísmo en estado furioso.
Usted me responderá, señora: « Eso no es cierto. Yo le amo por él y no por mí.
Yo no pienso más en mí; estoy dispuesta a sacrificarlo todo, a morir por él. » ¡
Eso demuestra solamente la exaltación de la felicidad que os produce ese amor !
Yo he dicho: el egoísmo furioso. Ahora bien, eso pronto se convierte en el
egoísmo feroz. Fíjese.
Cuando uno de los dos amantes ha deshilvanado hasta el extremo la bobina de su
ternura, rompe el hilo y se va, sin más, a ocuparse de otra, de la que tiene
llena la espalda, como se dice impropiamente, y busca una nueva pasión. ¿ Es
esto egoísmo o desinterés ?
¿ Pero que hace el otro, amando siempre ? Se convierte en lo que se llama
vulgarmente una lapa; y, sin tregua, sin piedad, sin descanso, se ata al
huidizo. Entonces comienza esa exasperante persecución de la pasión no
compartida, las escenas, el espionaje, las persecuciones en coche, los celos
encarnizados que arman la mano con un cuchillo, un revolver o un frasco de
vitriolo.
¿ Es eso, tal vez, la abnegación y el desinterés ?
Sí, señora, si el amor era la abnegación, a partir del
día en el que usted no se
sienta ya amada, usted sacrificaría su felicidad a la de vuestro infiel, y en
lugar de tratarlo de ingrato ( ¿ ingrato en qué ? ), de traidor ( ¿ por qué
traidor ? ), de cobarde y de miserable ( ¿ a cuento de qué, cobarde y miserable
? ), y de mil otros nombres tan injustos, usted le diría: « Puesto que usted
prefiere hoy a otra mujer, que usted espera ser más feliz con ella, sea libre;
pues yo, yo os amo, y no deseo otra cosa que vuestra felicidad. »
Subamos más alto.
¿ Hay un sentimiento más noble que el patriotismo ?
Ahora bien, un filósofo ante quién toda nuestra generación sabia e intelectual
se inclina, Herbert Spencer, ha escrito en su admirable libro, La
introducción a la ciencia social, que es una especie de breviario de los
pueblos: « El patriotismo es para la nación lo que es el egoísmo para el
individuo. Tiene la misma raíz, y produce los mismos beneficios acompañados de
los mismos males.»
Quién de nosotros no ha admirado y alabado ese axioma tan sencillo y tan
completo: « No hagas a otro lo que no te gustaría que te hiciesen a tí », que
contiene el origen de la ley, el principio de toda caridad, la regla de las
relaciones sociales, la medida de nuestras acciones, el límite de la
penalización permitida que es el resumen perfecto del código, de la religión, de
la moral y de la honestidad. Pues bien, rompamos ese precepto divino tan
magnífico, y llegaremos a convencernos de que constituye un hábil truco de manos:
Lo que usted no quisiera que se le haga. - Es la hipocresía del egoísmo.
Sin embargo se encuentran algunas veces hombres cuya rectitud ingenua es tal, que
se sacrifican de buena fe, incluso inconscientemente.
Cuantas veces no se ha citado el ejemplo del caballero en habito negro que salta
desde un puente a un río, durante la noche, para salvar a un miserable que se va
sin dejar su nombre.
¿Esto sucede... Pero entonces... Entonces sería necesario un microscopio más
potente para ver en el fondo de ese corazón ! Sería necesario, sobre todo,
conocer la historia de su vida.
14 de octubre de 1884
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre