EN EL AIRE
( En l'air )

Publicado en Le Figaro el 9 de julio de 1887
 

      El Sr. Guy de Maupassant ha realizado ayer una ascensión en el globo el Horla, un gran aerostato, de 1000 metros.
      La salida tuvo lugar a las 9 h 20 de la noche, en la fábrica de gas de la Villette, calle de Aubervilliers.
      Los Sres. Paul Bessand, Eugène Beer, M. Jovis y el lugarteniente Malles formaban parte del viaje.
      He aquí el artículo que nos envía el Sr. de Maupassant sobre el aerostato que lo ha llevado.


      Sesenta y nueve, bulevar de Clichy, se lee sobre la puerta: Unión aeronáutica de Francia; y un público numeroso mira un barómetro muy ingenioso encastrado en el muro e indicando, mediante grandes triángulos y diversos colores, el tiempo probable del día siguiente.
      Entramos y preguntamos por el director de la Sociedad, el capitán Jovis. Es un meridional, activo, enérgico, ligero y fuerte como hay que serlo para practicar este peligroso deporte, y que va a hacer, con el Horla, su doscientas catorce ascensión.
Dado que el Comité de la Unión aeronautica, habiéndome hecho el honor de bautizar a su último globo con el nombre de mi último libro, y de ofrecerme el padrinazgo, voy a tomar unas notas de mi ahijado y asistir, durante algunos instantes, al trabajo de su confección.
      El director, Sr. Jovis, me muestra en primer lugar su barómetro y desarrolla la muy interesante idea de establecer en su observatorio de Montmartre, un sistema de globos durante el día y fuegos eléctricos por la noche, proporcionando a los parisinos, nada más que por el color de los globos o de las luminarias, informaciones lo más exactas posibles sobre el tiempo probable del día siguiente, del mismo modo que se da la hora con los relojes neumáticos.
      Cuantos proyectos se podrían hacer, con la práctica certeza de un cielo azul; que de catarros, chaparrones y decepciones de todo tipo se evitarían con una casi exacto pronóstico de lluvia.
      Los americanos, a los que hay siempre que consultar cuando se trata de ciencia práctica, poseen un servicio meteorológico admirable; y los pronósticos publicados por el New York Herald son consultados en todo el mundo.
      En nuestro país, al contrario, la meteorología se reduce, propiamente hablando, a las nubes. Para saber lo que allí pasa en efecto, en las nubes, hay que subir, subir allí a menudo, subir allí siempre, observar paseándose de cirros en nimbos, de nimbos en estratos, y de estratos en cúmulos, anotar la formación de las tormentas, la dirección de las corrientes superpuestas, sus modificaciones según las horas y las estaciones. En definitiva, uno se vuelve meteorólogo en el cielo, como se convierte en marino sobre el mar; y los libros no sirven ahí de mucho. Nuestros sabios, personas tranquilas, padres de familia, que tienen, según se dice, excelentes telescopios para ver los astros, pero inútiles para ver girar el viento, parecen aferrarse, para el pronóstico del tiempo, al sistema de los callos en los pies y de la gota que se agrava. « Mira, dicen, tengo un dolor es el hombro izquierdo, el barómetro ha caído a setenta y cinco. Tendremos ciertamente mal tiempo. Voy a hacer una pequeña nota para la Academia de Ciencias.»
      Sería pues de mucha utilidad, desde el punto de vista meteorológico, que una sociedad como la Unión aeronáutica, dado que los hombres oficiales permanecen sobre sus sillones, pudiese ejecutar constante y regularmente ascensiones.
      Pero vamos a ver el Horla.
      En el primer piso, en un amplio hangar que sirve de taller de construcción y de museo, donde funcionan las máquinas de coser manejadas por los empleados del Sr. Jovis, yace un increíble montón de pequeñas cintas amarillentas, delgadas como el papel de seda, largas y ligeras: se trata de la piel de nuestro aerostato.
      El Sr. Mallet, lugarteniente del capitán Jovis, ha realizado los diseños, dirigido la puesta en marcha, es decir el recorte, y ahora supervisa la costura; una costura fina con un pequeño hilo blanco y ligero. ¡ Y eso es lo que nos llevará a lo alto !... Y puede oírse el ruido mecánico y continuo de las máquinas así como el estremecimiento de la flexible tela.
      Rodeando la habitación hay unos cuadros representando globos en el cielo; y el Sr. Jovis nos cuenta algunas ascensiones. Las ha realizado admirables, entre otras ha atravesado el Mediterráneo, ida y vuelta, en el Albatros.
     
En dos ocasiones, esta navegación aérea a punto ha estado de ser trágica. Algunas horas después de la partida, en plena noche, el aerostato, habiendo arrojado todo su lastre, comenzó a descender hacia el mar de un modo muy inquietante. Como la rapidez de la caída se aceleraba sin cesar en virtud de la fuerza adquirida, el capitán, en presencia del inminente peligro, tuvo una idea muy ingeniosa, la de cortar y de dejar colgando, bajo el aerostato, tres cables de desigual longitud, uno de doscientos metros, otro de cien y otro de cincuenta.
      Cuando el primero tocó el mar, el globo aliviado, disminuyó la rapidez de su descenso; el segundo casi lo detuvo, y, cuando el tercero encontró el agua, el Albatros por fin recobró su fuerza ascensional y comenzó a subir.
      Y esta maniobra duró toda la noche.
      La luna llena de un cielo de Oriente iluminaba el agua sin horizonte, sobre la que discurrían los tres viajeros, transportados a través del cielo, por un poco de gas encerrado en una tela.
      De pronto advirtieron la tierra, era el extremo de Córcega a la entrada de las bocas de Bonifacio, y en los rayos de luna, en el haz de luz caído desde el astro sobre el mar, un navío, un brick que iba dulcemente, como somnoliento en esa sombra clara y suave.
      El hombre de guardia percibió en el cielo, encima de él, al enorme aerostato que pasaba, semejante a alguna bestia del aire, desconocida y fantástica, y profirió unos gritos.
      La tripulación, despertada, corrió al puente, eran unos italianos que aclamaron a sus hermanos viajeros, gritándoles a pleno pulmón unos « buen viaje », y « buena suerte ».
      Y los tres hombres del globo, inclinados fuera de la barquilla, respondían a esos amistosos clamores, luego dejaron a los lejos el brick, para perderse de nuevo en el mar.
      Al regreso, la barquilla acabó por rozar las olas, llevada a una velocidad fantástica de ciento ochenta kilómetros por hora. Los aeronautas se consideraban ya perdidos cuando el sol salió, dilató el gas e hizo subir al Albatros a más de tres mil metros en el cielo. Giró sobre Génova, volvió hacia Italia; pero ya no había más lastres, ni anclas, nada para dirigirlo, nada para detenerlo, nada para maniobrarlo.
      De pronto, el Sr. Jovis observó algo verde, un bosque, que, desde lo alto parecía un campo de coles. Sus dos compañeros, bajo sus órdenes, se colgaron de la cuerda de la válvula y el aerostato cayó como una piedra, entrando la barquilla en el océano de árboles, destrozando los follajes, arrancando enormes ramas hasta que quedó inmóvil, detenida, suspendida aún, pero agarrada, sostenida por todas esas ramas cerradas sobre ella, mientras que el globo, enorme y flácido, parecía palpitar, debatirse, ahogarse en las copas de los grandes árboles.
      Habían caido en los Apeninos. En el mes de octubre próximo, el capitán Jovis tiene la intención de intentar atravesar el Océano, desde New York a Europa, con un aerostato de 8000 metros.
      Espera aprovechar para ese viaje de una de las perturbaciones atmosféricas muy observadas y descritas por los sabios americanos. Lanzándose en la borrasca cuyo recorrido está previsto de un modo casi seguro, gracias a la admirable oficina de informaciones del New York Herald, los aeronautas piensan y esperan llegar a Europa en cincuenta horas a lo sumo. Buena suerte a esos audaces pájaros.

      Cuantas cosas nos cuenta todavía el capitán con su exuberante elocuencia de meridional. Su visita a una pequeña nube negra, divisada muy lejos, muy alta, durante una ascensión y que no era otra cosa que el laboratorio, o más bien el germen de una tormenta. En un segundo, el aerostato estuvo cubierto de nieve desde que hubo penetrado en esta nube, y fue necesario arrojar el lastre a manos llenas para no ser precipitados desde el cielo, como Faetón antaño.
      He aquí en un rincón de los talleres una pequeña puerta, es el receptáculo de las palomas mensajeras. Se las guarda allí, en una zona abierta sobre los tejados. En cada ascensión se toma una, y en el momento en que el globo toma tierra, se libera al animal atándole a las alas un despacho.
      El pájaro regresa enseguida hacia su casa donde penetra por una trampilla que bascula; y esta trampa, cerrándose, hace sonar un timbre eléctrico que anuncia la entrada de un mensaje.
      He aquí unas muestras de cordajes, anclas automáticas, todos los ingenios utilizados en la navegación aérea. Se nos muestra un nuevo barniz, impermeable, que aumenta la ligereza y la resistencia de los tejidos en lugar de quemarlos, como hacen los viejos barnices empleados hasta ese día. Pero lo que hay que admirar de verdaderamente sorprendente, son las fotografías instantáneas hechas a 2000 y 2500 metros de altura y mostrando, con una claridad meridiana, toda la topografía de un país.
      ¿ Puedo cometer una indiscreción ? El eminente geógrafo Sr. Liénard prepara con el Sr. Jovis una de las futuras atracciones de la Exposición universal. Desde la barquilla de un globo, elevado solamente a doce metros encima del suelo, se podrá ver bajos sus pies Paris, con todos sus monumentos, sus calles, sus alrededores, y el mismo corazón de Francia hasta el mar, hasta el Havre, pues el efecto óptico de este asombroso panorama en relieve, de una exactitud absoluta, será obtenido desde una altura ficticia de 2500 metros.
      Para concluir, leamos solamente un artículo de los estatutos de esta Sociedad que tiene por presidente al Sr. Delpont, y que cuenta entre sus miembros fundadores fallecidos a Gambetta, Victor Hugo, Dupuy de Lôme, Henry Gifard, el general Farre, el vice almirante Gougeard y Paul Bert.
      Leamos, digo, el artículo 3 de sus estatutos:
      « La Unión aeronáutica de Francia, con su material y su personal, está dispuesto constantemente, en todo requerimiento, a la disposición del Estado y en particular al Ministerio de la guerra, para todas las misiones o estudios que se consideren convenientes.»

9 de julio de 1887
Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre