ENAMORADOS Y HORTALIZAS
( Amoureux et primeurs )
Publicado en Le Gaulois, el 30 de marzo de 1881
Henos
aquí entrando desde hace algunos días en la primavera oficial. Estación
odiosa, arruinada por esa plaga que se
denomina: los Enamorados, bendita estación, totalmente llena de ese favor
divino que se llama - las Hortalizas.
No crean que quiero decir algo malo del amor. Es el amor primaveral el que
detesto, esta empuje de la savia del corazón, que sube al mismo tiempo que la
sabia de los árboles, esa inconsciente necesidad que te hace arrullar como a
los tórtolos: fermentación de la sangre, nada más, trampa grosera de la
naturaleza, donde no deberían caer más que los muy jóvenes.
La primavera es, según se dice, ¡ la estación del amor ! ¿Por qué ? ¿ Para
los animales ? ¿ La estación del amor ? ¡ Como si, para los refinados, el
amor pudiese tener una estación ! Dejemos todavía la primavera para el amor de
los tipos del campo, los pequeños empleados incluso, los pobres.
Pero los mundanos, las personas que tienen un cerebro más que un corazón, los
artistas, aman sobre todo el invierno, en el calor perfumado de los salones, en
las salas de teatro deslumbrantes de luz, y que parece iluminar también una
llama de inteligencia, allí donde el amor eclosiona del mismo modo que las
flores de invernadero, enormes y enfermizas.
El auténtico parisino civilizado, que hace de la "seducción" un arte
sutil y un oficio encantador, posee el amor como un instrumento complicado que
monta y desmonta a voluntad, cuyos engranajes le son todos conocidos. Siempre al
acecho, siempre a la búsqueda, apasionado de la carne y del refinamiento,
frecuenta todos los mundos, va a todos los salones, practica con todas las
mujeres, adivina su alma por el aspecto del rostro, el sonido de su voz, el
gesto. Emplea inmediatamente, sin equivocarse nunca, aquellas estrategias que
considera irresistibles.
Conoce París al dedillo; sabe los nombres de los restaurantes misteriosos,
impenetrables, favorables a las citas; elige las horas propicias a los fallos,
encuentra las palabras triunfantes que deciden la victoria como una carga de
caballería en las batallas; y, sobre cien coches alineados, elige sin dudar el
auténtico, aquel que conviene en todo momento, reconociéndolo no se como, por
la nariz del cochero, la silueta del caballo, o bien el mismo aspecto honesto
del propio coche.
Con él, una mujer no tiene nunca nada que temer; nada de desventura, de
reencuentro inesperado, de disfraces que poner. Tiene todo previsto, todo
preparado, es el virtuoso de la buena fortuna. Y sabe dar al amor su carácter
encantador, indispensable: el misterio.
¡ El misterio ! Mire un par de amantes primaverales, de estos que me arruinan
la primera estación del año, del mismo modo como la música en sordina me
arruina la más bella pieza del mundo; ¿ Cree usted que se dan al misterio ?
Ellos están en un restaurante, en una mesa a mi lado. De entrada no tienen
ningún respeto por la carta, lo cual me ofende. El camarero del restaurante,
lleno de un manifiesto desprecio, les pide un menú de compromiso. Entonces
comienzan a beber en el mismo vaso, a comer con el mismo tenedor, chapoteando en
la misma silla, manchando el mantel, derramando el vino, besándose incluso con
los labios grasientos, repugnantes, odiosos.
En otras ocasiones, yo acabo de instalarme un un vagón para pasar allí la
noche tranquilamente. Dos enamorados suben a su vez. Bajan las cortinas,
atenúan la luz, se acurrucan en un rinconcito, y ni se privan ante mi presencia. Luego hablan, cotillean, ríen, se besan sin cesar, acaban por
tener hambre, redescubriendo el quinqué, alcanzan una cesta de donde se escapa
ese soso olor de comida que emana de las provisiones del ferrocarril. Y cuando
están hartos, se ponen a retozar. Estos son salvajes y monstruos: personas que
toman el amor al primer sol como se atrapa una reuma a los primeros fríos.
Por otra parte no ocultaré mis preferencias. De todas las pasiones, la única
verdaderamente respetable me parece ser la glotonería.
También la proximidad de las hortalizas
me llena de una alegría deliciosa.
El amor pertenece a todo el mundo. Cada uno pasa por él y lo sufre más o
menos; y únicamente los hechos excepcionales son preciosos. Unos muchachos tenderos se ahogan
por desesperación; unos reyes, a menudo, se han casado con pastoras o
bailarinas, lo que es más común. Unas reinas han hecho duques a palafreneros, lo
que no es mucho mejor. Y luego, hay que ingeniárselas pues el amor no es variado; se
presenta siempre del mismo modo: se puede seguir cómodamente cada periodo y cada
manifestación sucesiva, desde el principio siempre parecido hasta el desenlace
siempre el mismo. Los sensuales que se esfuerzan en trabajarlo, en refinarlo, en
complicarlo, en perfeccionarlo, no encuentran nada nuevo; y, en la práctica, un
colegial preparando un bachiller sabe tanto como un viejo senador con gota o
como un académico galante encanecido en las aventuras.
Pero, de todas las pasiones, la más complicada, la más difícil de practicar
con superioridad, la más inaccesible al ordinario, la más sensual en el
verdadero sentido de la palabra, la más digna de los artistas refinados, es
seguramente la glotonería. De creación puramente humana, desconocida por los
primeros hombres, perfeccionada de época en época, engrandecida con las
civilizaciones, desdeñada por los bárbaros y la plebe, incomprendida por los
mediocres, despreciada por los tontos, lo que es una gloria; poco apreciada por
las mujeres, lo que la idealiza; variable hasta el infinito a pesar de los
siglos y los trabajos de los grandes cocineros, - la glotonería reside en la
exquisita delicadeza del paladar y en la múltiple sutilidad del gusto, que solo
puede comprender y poseer un alma sensual cien veces refinada.
Los auténticos glotones son raros como los hombres de genio. No existe en
París más que una decena.
Pero todos los grandes hombres han practicado lo que Rabelais llama
energicamente "el arte de la gula".
La Historia está llena de ejemplos admirables.
El más ilustre de los personajes bíblicos, Salomón, poseía doce
administradores. Cada uno de ellos, durante un mes, dirigía la mesa del
príncipe, mientras que los once restantes recorrían el mundo en busca de
platos desconocidos, de combinaciones nuevas, de comodidades inhabituales.
Él mantenía de este modo entre ellos una rivalidad constante.
La glotonería tiene sobre el amor mil ventajas. Pero lo más importante, es que
éste necesita de dos para abandonarse a él; mientras que aquella se practica
totalmente solo, como el abad Morellet había dicho: « Para comer una pava
trufada, son necesarios dos: la pava y uno mismo.»
Otro glotón, Maontmaur, cenando con unos amigos, se encontraba tan incómodo
con las ruidosas bromas, que les hizo callar bruscamente exclamando: «¡ Eh!
caballeros, un poco de silencia, no se sabe lo que se come.» Es que, en efecto,
para apreciar bien el sabor de las cosas, es necesario comer con unos
compañeros tranquilos, reflexivos, no hablando más que de los platos servidos
(lo que centuplica la sensación), y conocedores expertos, sutiles.
Todos los hombres de letras son glotones. El gran Gautier, en las conversaciones
que nos ha contado su yerno, Émile Bergerat, manifiesta su aversión hacia el
pan y las sopas, y diserta sobre el gusto, como maestro escritor y maestro
comedor. Él exclama:
« Sí, he soñado con explicar eso, el gusto, y escribir las diversas
sensaciones que produce el paso de un manjar por las papilas de la lengua. Creo
que no hay nadie más que yo en el mundo capaz de llevar a cabo semejante
proeza... El pan es una invención occidental estúpida y peligrosa; ¡ ha sido
imaginado por los burgueses avaros y les ha valido unas revoluciones !...
Suprimido el pan, la mostaza se desvanece, y el hombre queda solo ante la
naturaleza: su lengua limpia y depurada se ilumina y desarrolla como una flor
encarnada al contacto soporífero de los alimentos vivificantes; disfruta de su
diversidad, de la ternura de sus carnes y de sus perfumes; ablanda el chocolate
crujiente, el helado se revela a él en sus misterios gastronómicos, y queda
finalmente, después de cuatro mil años de especias corrosivas, en plena
posesión de si misma, incluso de sus sentidos por los que Dios la ha torturado
tanto con su cerebro de creador... Yo rehabilito la glotonería, y le concedo su
lugar entre las virtudes reconocidas. Tomo uno tras otro cada uno de
nuestros usuales manjares, y explico claramente su sabor particular; describo su
entrada triunfal en el paladar, su estancia en las prolongadas degustaciones y
su reino efímero, pongo las reglas de este poema de gula que se denomina un
menú... »
Entre las fisonomías parisinas, una de las más curiosas es seguramente la del
maitre de un gran café. Es generalmente imponente y severo. Observémosle.
Tres "estereotipos" entran al mismo tiempo. Él corre hacia la primera,
unos parisinos, unos clientes. ¡Oh ! los parisinos, él los reconoce de un solo
vistazo. Sabe lo que necesitan, y con un tono confidencial, les da consejos
brillantes. A éstos no les servirá más que entremeses, esas pequeñas cosas
inútiles que embotan el paladar, llenando el estómago, quitando el apetito;
pero a los otros, una familia de brasileños, les lleva una diversidad completa de
mariscos, de rábanos, de aceitunas, de anchoas, etc. luego les improvisa un
menú fantástico, disparatado, extraño, bueno para satisfacer la imaginación
de esos salvajes que pagan el doble y se van entusiasmados. Se aproxima
enseguida al tercer grupo de los provincianos que están de visita en París, y
les ofrece la lista de platos como un prestidigitador les tendería un mazo de
naipes. Un embarazo considerable se apodera de la pasmada familia. ¡ Hay tantas
cosas en ese papel ! Se consulta, se leen palabras desconocidas; se pierde la
cabeza. Es aquí cuando aparece la habilidad del maitre del restaurante.
Arroja el salvavidas a esos ahogados, y, en un segundo, les prepara y les impone
un menú espiritual como una caricatura de Gavarni, y del que hablarán todavía
con admiración diez años después.
La glotonería tiene todavía la inestimable
ventaja de desarrollar entre compañeros de mesa unos sentimientos de arraigado
afecto, infinitamente más indisolubles que los sentimientos que nacen entre
compañeros de... luna de miel.
Nadie olvida más aprisa que un enamorado; y las
tumbas de los cementerios, cubiertas de "eternos lamentos", son tan
mentirosas como los corazones.
¿ Qué amante habría encontrado el delicado
homenaje, tierno, sublime, de un pobre diablo ebrio que acababa de perder un
borracho, su compañero ?
Va a la iglesia, y reza; luego sigue la comitiva
hasta el cementerio, esperando que descienda el ataúd, se aproxima y
sacando de debajo de su traje un litro, un litro lleno de vino, lo descorcha y
lo derrama hasta la última gota sobre el cadáver de su amigo sollozando y
balbuciendo: « ¡ Toma, toma, mi pobre viejo ! »
30 de marzo de 1881
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre