EL PAÍS DE LOS KORRIGANS1
( Le pays des korrigans )
Publicado en Le Gaulois, el 10 de diciembre de 1880
No es exactamente de la escena de la Ópera de lo que quiero hablar, de esas
tablas inclinadas ante unas rocas pintadas donde pequeños korrigans en camiseta
hacen piruetas frente a los respetables y calvos abonados, que, durante el
entreacto, se dan el gusto de saludar a unos seres fantásticos menos salvajes
que sus padres, nacidos en la landa bretona.
Dejemos, en su templo dorado, demasiado dorado, a
los fogosos genios que gobierna el Sr. Mérane; y vayamos allá, a esa tierra
salvaje y enorme donde la superstición todavía flota, como la niebla al
amanecer, captando lamentos, fundiéndose y evaporándose por todas partes,
quedando durante tiempo suspendidos sobre el pantano de donde han salido.
Bretaña es el país de los recuerdos
persistentes. Apenas se ha pisado el suelo que se vio en los pasados siglos. El
combate de Trente es de ayer; usted duda de que Du Guesclin haya muerto, y en
los alrededores de Quiberton la sangre de los insurgentes realistas durante la
revolución masacrados, todavía no se ha secado.
Yo había dejado Vannes el mismo día de mi
llegada, para ir a visitar un castillo histórico, Sucinio, y, desde allí,
llegar a Locmariaker, luego Carnac y, siguiendo la costa, Pont-l'Abbé, Penmarch,
la Punta del Raz, Douarnenez.
El camino bordeaba este extraño mar interior que
se llama el «Mobihan», tan lleno de islas que los habitantes las consideran
tan numerosas como los días del año.
Luego tomé a través de una extensa landa,
entrecortada de fosas llenas de agua, y sin una casa, sin un árbol, sin un ser,
totalmente poblada de juncos que se estremecían y silbaban bajo un furioso
viento, transportando a través del cielo unas nubes fragmentadas que parecían
gemir.
Atravesé más adelante una pequeña aldea donde
caminaban, con los pies descalzos, tres sórdidos campesinos y una gran muchacha
de veinte años, cuyas mejillas estaban negras de humo; y, de nuevo, volvió la
landa, desierta, desnuda, pantanosa, yendo a perderse en el Océano, cuya línea
gris, iluminada a veces por unos resplandores de espuma, se perdía al fondo,
por encima del horizonte.
Y, en medio de esta salvaje extensión, unas
altas ruinas se elevaban; un castillo cuadrado, flanqueado de torres, de pie,
allí, sólo entre estos dos desiertos: la landa donde silba el junco, el mar
donde ruge la ola.
Esa vieja edificación, que data del siglo XIII,
es ilustre; se llama Sucinio. Es donde nació el gran condestable de Richemont
que reconquistó Francia a los ingleses. Entré en el amplio y solitario patio,
donde unas torrecillas destrozadas se han convertido en un amontonamiento de
piedras; y, trepando por los restos de escaleras, escalando por las murallas
destripadas, agarrándome a las hiedras y a los trozos de granito a medio
romper, a todo lo que caía bajo mi mano, logré llegar a la cima de una torre,
desde donde miré Bretaña. De frente, detrás de un trozo de llanura yerma, el Océano
ruge bajo un cielo negro; luego, por todas partes, ¡la landa! Allá abajo, a la
derecha, el mar del Morbihan con sus orillas desgarradas, y, más lejos, apenas
visible, una mancha blanca iluminada, Vannes, que un rayo de sol aclaraba,
pasando no se sabe como, entre dos nubes. Luego aún, más lejos, un cabo
desmesurado: ¡Quiberon!
Y todo ello, triste, melancólico, lamentable. El
viento lloraba recorriendo esos espacios taciturnos; yo me encontraba bien en el
viejo país acosado; y, en esos muros, en esos juncos cortos y silbantes, en
esas fosas donde el agua se estanca, sentía correr las leyendas. Al día
siguiente atravesaba Saint-Gildas, donde parece errar el espectro de Abelardo.
En Port-Navalo, el marino que me ayudó a pasar el estrecho, me habló de
su padre, un insurgente real, de su hermano mayor, otro insurgente, y de su tío
el cura, también insurgente; muertos los tres... Y su mano extendida mostraba
Quiberon.
En Locmariaker, entré en la patria de los
druidas. Un viejo bretón me enseñó la mesa de César, un monstruo de granito
sostenido por unos colosos; luego me habló de César como de un anciano que él
había visto. Y todo el mundo allí se parecía a ese aldeano; pues en esta
tierra el eco de los grandes nombres no se debilita nunca.
Finalmente, siguiendo siempre la costa entre la
landa y el Océano, cayendo la tarde, desde la cima de un túmulo, percibí ante
mí los campos de piedras de Carnac.
¡Esas piedras parecen vivas! alineadas
interminablemente, enormes o pequeñas, cuadradas, alargadas, planas, con
figuras, de cuerpo delgado o gruesos vientres; cuando se las observa durante
tiempo se las ve moverse, inclinarse, vivir.
Uno se pierde en medio de ellas. Un muro a veces
interrumpe esta locura humana de granito; se franquea y el extraño pueblo
vuelve a comenzar, plantado como unas avenidas, espaciado como unos soldados,
asombroso como unas apariciones.
Y el corazón nos late; a pesar nuestro el
espíritu se exalta, remonta las edades, se pierde en las creencias
supersticiosas.
Como yo permaneciese inmóvil, estupefacto y
encantado, un ruidos súbito detrás de mí, me produjo una sacudida de un miedo
desconocido que me puse a jadear; y un anciano vestido de negro, con un
libro bajo el brazo, habiéndome saludado, me dijo:
- Así que usted visita nuestro Carnac.»
Le conté mi entusiasmo y el estremecimiento que
él me había producido.
Continuó:
- Aquí, señor, hay en el aire tantas leyendas
que todo el mundo tiene miedo sin saber de qué. Hace cinco años que hago unas
excavaciones bajo estas piedras, casi todas tienen un secreto, y me imagino a
veces que también tienen un alma. Cuando pongo los pies en el bulevar, sonrío,
allá abajo, de mis bobadas, pero cuando regreso a Carnac, soy un creyente -
creyente inconsciente; sin religión precisa, pero teniéndolas todas.
Y, golpeando con el pie:
- Esta es una tierra religiosa; no se debe
bromear con las creencias apagadas, pues nada muere: nosotros estamos, señor,
en la casa de los druidas, respetemos su fe.
El sol, desaparecido en el mar, había dejado el
cielo totalmente enrojecido, y esta luminosidad sangraba también sobre las
grandes piedras, nuestras vecinas.
El viejo sonrío:
-Figúrese usted que estas terribles creencias
tienen tanta fuerza en este lugar, que yo he tenido aquí mismo una visión,
¿que digo? una auténtica aparición. Allí, sobre ese dolmen, una tarde a esta
hora, pude ver claramente al hada Koridwen, que hacía hervir el agua milagrosa.
Lo detuve, ignorando quién era la hada Koridwen.
Él se sorprendió de mi ignorancia.
-Cómo! ¡Usted no conoce a la esposa del dios Hu
y madre de los Korrigans!
- No, lo confieso. Si es una leyenda,
cuéntemela.
Me senté sobre un menhir, a su lado.
Comenzó a hablar:
-El dios Hu, padre de los druidas, tenía por
esposa a la hada Koridwen. Ella le dio tres hijos, Mor-Vrau, Creiz-Viou, una
niña, la más hermosa del mundo, y Avrank-Du, el más horrible de los seres.
«En su amor maternal, Koridwen quiso dejar al
menos alguna cosa a ese hijo tan desgraciado, y resolvió hacerle beber del agua
de la divinidad.
«Esta agua debía hervir durante un año. El
hada confío la custodia de la jarra que la contenía a un ciego llamado Morda y
al enano Gwiou.
«El año iba a expirar, cuando los dos
vigilantes se relajaron de su celo y un poco del licor sagrado se derramó,
yendo tres gotas a caer sobre el dedo del enano, que, llevándolo a su boca,
conoció de golpe todo el futuro. La jarra se rompió a si misma de inmediato, y
Koridwen, apareciendo en ese momento, se precipitó sobre Gwiou quien huyó.
«Como iba a ser capturado, para correr más
aprisa se transformó en libre; pero la hada también, convirtiéndose en
liebre, se lanzó tras él. Ella iba a atraparlo a orillas de un río, pero,
tomando de pronto la forma de un pez, él se precipitó en la corriente.
Entonces, una nutria enorme comenzó a perseguirle tan de cerca que no puedo
escapar más que convirtiéndose en pájaro. Ahora bien, un gran gavilán
descendió de lo alto del cielo, las alas extendidas, el pico abierto; era
siempre Koridwen, y Gwiou, muerto de miedo, se convirtió en un grano de trigo,
dejándose caer sobre un trigal.
«Entonces, una gran gallina negra, acercándose,
se lo tragó. Koridwen vengada, descansaba, cuando se dio cuenta de que iba a
ser madre de nuevo.
«El grano de trigo había germinado en ella, y
un niñó nació, al que Hu abandono en el agua en una cuna de mimbre. Pero el
niño fue recogido y salvado por el hijo del rey Gouydno, convirtiéndose en un
genio, el espíritu de la landa, el Korrigan. Fue entonces cuando de Koridwen
nacieron todos los pequeños seres fantásticos, los enanos, los fuegos fatuos
que aparecen en las piedras. Ellos viven allá debajo, se dice, en unos
agujeros, y salen al atardecer para correr a través de los juncos. Permanezca
aquí durante tiempo, señor, en medio de estos monumentos encantados; mire
fijamente algún dolmen oculto sobre el suelo, y pronto percibirá como la
tierra se estremece, verá la piedra moverse, usted temblará de miedo viendo la
cabeza de un korigan, quién lo mirará a usted saliendo del bloque de granito
posado sobre él. - Ahora vayamos a cenar.
La noche había llegado, sin luna, totalmente
negra, llena de rumores del viento. Con las manos extendidas, caminaba tratando
de esquivar las grandes piedras allí clavadas, y ese relato, el país, mis
pensamientos, todo había tomado un tono tan sobrenatural, que no habría
quedado sorprendido de sentir correr de súbito a un korrigan entre mis piernas.
Y la otra noche, cuando el telón se levanta
sobre el ballet del Sr. Widor y de François Coppée, poco a poco la Opera, los
encantadores bailarines, la suave música, mis vecinos, los palcos repletos de
mujeres, todo desparece y me siento regresar a ese rincón de ese salvaje país
donde las creencias están tan vivas que nos penetran cuando ponemos el pie
sobre la sagrada tierra, patria del culto druídico y de todas las extrañas
leyendas con las cuales se arropan todavía los espíritus sencillos.
10 de diciembre de 1880
1 Seres mitológicos, enanos o hadas de las leyendas bretonas tanto benévolos como malvados. (Nota del T.)
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre