No puedo escribir estas pretenciosas palabras sin que me aparezca la figura
de mi profesor de secundaria, que tenía por costumbre decirnos que el estilo
epistolar había sido una de las glorias de Francia. Parece que en otros lugares ese famoso estilo
no existe. Aceptamos eso en nosotros, como el vino de Burdeos y el vino de
Champagne. Sin embargo estoy un poco tentado a creer que una especie de filoxera
literaria ha hecho también sus estragos sobre esta rama del genio nacional. Así
pues, el estilo epistolar nos pertenece, y la Sra. de Sévigné lo ha llevado a la
perfección. Esto es algo tan reconocido, tan innegable, tan resplandeciente, que
me sentiría incapaz de confesar, aun cuando lo pensase, que esas famosas cartas
del la Sra. de Sévigné no me han hecho lanzar cohetes de entusiasmo. Y si
tuviese el mal gusto de confesarlo, muchas personas me considerarían como el
último de los ridículos.
Honor entonces al estilo epistolar, que es una especie de charloteo escrito,
familiar y espiritual, permitiendo expresar con encanto las cosas banales y que
los deberes de la cortesía obligan a las personas bien educadas, a comunicar a
sus amigos de vez en cuando, todas las semanas o todos los meses, según el grado
de intimidad.
Teniendo esta necesidad de dirigir sobre un
papel, los pensamientos a los amigos,
es indudable que esas ideas tendrán más valor y gracia si están torneados
graciosamente. Antaño, durante los dos siglos que han precedido a nuestra
Revolución, se tomaban muchas molestias para no decir gran cosa en unas cartas
familiares y a menudo amaneradas. Todo el mundo escribía, todos los días, e
incluso todas las noches, a alguien. Uno se pregunta como podrían disponer de
tiempo para hacer otras cosas, tan numerosas y voluminosas son las
correspondencias encontradas y publicadas.
Si la mayoría de esas cartas permaneciesen sin interés, pudiendo a lo sumo
enseñarnos algunos detalles de la vida en esa época, hay sin embargo un gran
número que tienen un gran valor por la cualidad de los corresponsales y la
importancia de los temas que tratan. Todas aquellas que tocan de un modo íntimo la historia de nuestro país, forman una especie de biblioteca secreta de los
archivos nacionales, donde podemos aprender como está hecha la historia.
Los historiados nos presentan los sucesos más relevantes como platos ya
cocinados,
mientras que, en las cartas, aprendemos la cocina de la política, de las guerras
y de las revoluciones.
Desde este punto de vista, nada más curioso y divertido de leer que la
correspondencia del mariscal de Tessé reunida y publicada por el conde de
Rambuteau. Si Tessé no era en absoluto un gran virtuosos del estilo epistolar,
fue sin embargo uno de los que se ha servido del arte de escribir, pues él es
ante todo un cortesano, un familiar de la Sra. de Maintenon, un recto, un
diplomado en guerra y de corte, llevando a los campos un escritorio que usaba
más que su espada.
Aparte de todos los detalles divertidos, imprevistos, cómicos, picarescos o
serios, que se encuentran línea tras línea en esas cartas que el conde de
Rambuteau ha tenido la buena inspiración de legarnos, se ve allí de un modo
sobrecogedor cual era el trato de los hombres de ese tiempo con las más grandes
damas, y no se podía sin embargo llamar a eso un buen tono si el espíritu no
purificaba todo.
Las bromas más atrevidas sobre aquello de lo que se debe hablar menos, las
anécdotas más vivas, de las cuales el Sr. de Rambuteau ha debido incluso suprimir
algunas, hacían entonces sonreír, sin enfadar y sin escandalizar a las
princesas más augustas, y eran, en esa época solemne, moneda corriente en la correspondencia.
Allí están contadas, en efecto, con una gran destreza espiritual, que se llamaba
entonces un giro galante, y que consistía en disimular la audacia bajo la
picante elegancia de la frase. Tessé, como la mayoría de los hombres y mujeres
de ese siglo, había adquirido un ingenio especial para hacer pasar las bromas
más atrevidas por cabriolas de retórica.
El pensamiento, distraído por la diversión de las palabras, por
subentendidos malicioso, por esta transparente falda de bailarina que no oculta
nada de lo que debería ocultar y que hace decir: «
¡ Oh ! dios mío, pero si está desnuda ! » sin que uno se escandalice demasiado de esta
desnudez desvelada bajo un velo ( pues el velo existe, y eso el lo que más
sorprende, de lo claro que es), - el pensamiento se anima con ese giro, se
divierte con esa broma, y acepta ver debajo, a causa de lo está encima
parece disimular-
Es indudable que hoy se atreve a decir a las mujeres, en el mundo, cosas tan
vivas como antaño; pero no pienso que se les puedan escribir, pues el estilo
epistolar ha muerto, como la afirmaba mi profesor.
En Francia, siempre se ha gustado la picardía, que tiene derecho de citarse en
la sociedad más elegida, e incluso es una marca de elegancia, un signo de raza de
esta sociedad, al tolerar el espíritu francés en sus atrevimientos más
escabrosos, y de reír y de no enfadarse del asunto, si a veces se escandaliza
con la palabra. Fue una tradición que nos han dejado los hombres y las mujeres
de los dos grandes siglos antes del nuestro. El mariscal de Tessé puede ser
considerado como el tipo de esos hombres de corte audaz y prudente.
Desde luego, la sociedad que ríe, como la nuestra, por unas bromas naturales, no
es más inmoral que la sociedad que ruge sin reír, como la de nuestros
vecinos los ingleses.
Pero, si esta tradición de libre fantasía ha
continuado, aunque atenuada, en la intimidad de algunas casas francesas, es
cierto que la mayoría de los nuevos salones permanecen ajenos a todo espíritu,
libre o no. Los nuevos ocultos, como los ha bautizado el más espiritual de los
grandes hombres de la República, están escondidos sin tradición y sin lectura,
que toman la pesadez por el buen tono, el aburrimiento por el quehacer, y
que han sabido hacer de la juventud francesa una muy espesa mezcla de medio
burguesas estúpidas y medio patanes engreídos, hombres de negocios sin encanto,
paletos políticos de provincias, que les cuesta mucho hablar de cualquier otra
cosa que no sean sus intereses.
Esos hombres, sin duda alguna, no tienen ni el
tiempo ni el gusto de escribir, a sus amigos o amigas, nada espiritual y
profundo sobre lo que ven, lo que piensan y lo que sienten. Piensan en general
que dos y dos son cuatro, y no saben expresarlo de otro modo que el Sr. Jourdain.
En cuanto a sensaciones, no afinan nada, y ven lo preciso para conducirse a
través de las especulaciones cuya única preocupación obstruye su intelecto.
Si yo fuese mujer sin embargo, no me gustaría
tener por amigo a un hombre incapaz de regalarme otra cosa que pendientes; y,
aun adorando las perlas delicadas y el agua petrificada de los diamantes,
encontraría eso insuficiente para expresar todos los matices del afecto y para
hacerme pasar largas horas de solitario aburrimiento. Me gustaría esperar el
sobre en el que su escritura reconocida me aportase la promesa de ingeniosos
cumplidos, historias contadas, anécdotas divertidas, y de la fantasía alegre o
tierna, plasmada línea tras línea, para mí, para gustarme y distraerme.
¿ Cuántos son hoy, entre los hombres más
conocidos, más inteligentes, más eminentes, capaces de contar así, de un modo
encantador, por amistad, por amor, o solamente por interés de cortesano, como el
mariscal de Tessé, todas las cosas diversas que les pasan bajo los ojos en la
vida cotidiana y tan cambiante ?
Y agrego: ¿ cuántas mujeres son capaces de
responder a esas cartas en el mismo tono, con la misma ligereza elegante y
caprichosa ?
Y, si pensamos que casi todos los hombres
conocidos de los dos siglos precedentes han dejado correspondencias llenas de
interés, de encanto y de estilo, al igual que todas las mujeres de entonces,
desde las princesas hasta las nuevas ricas, eran capaces de tener cabeza, sin
desventaja con respecto a los primeros escritores de los tiempos, en esta
esgrima de espíritu escrito, estamos obligados a concluir, como mi profesor de
secundaria, que el estilo epistolar ya no existe, y que ha sido condenado
a muerte, en compañía de algunos gentiles hombres y de algunas damas hermosas,
por la Revolución francesa.
11 de junio de 1888
Traducción
de María Rodríguez Fernández para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre