EVOLUCIÓN DE LA NOVELA EN EL SIGLO XIX
( L'évolution du roman au XIXe siècle )

Publicado en  la Revue de l'Exposition universelle de 1889 en octubre de 1889.

      Lo que hoy se llama novela de costumbres, es una invención bastante moderna. No la haré remontar a Dafnis y Cloe, esta égloga poética, sobre la que se extasían los espíritus doctos y tiernos que la Antigüedad exalta, ni con el Asno, cuento picante, que escribió Apuleyo, ese clásico decadente.
      Solamente me ocuparé, en este sucinto estudio, de la evolución de la novela moderna desde comienzos de este siglo, de lo que se llama novela de aventuras que ya procede de la Edad Media, y,  nacida de los relatos de caballería, fue continuada por la Srta. de Escudéry, y más tarde modificada por Frédéric Soulilé y Eugène Sue, parece haber tenido su apoteosis en ese narrador genial que fue Alexandre Dumas padre.
     Todavía hoy algunos hombres se dedican a desgranar unas historias tan inverosímiles como interminables, durante quinientas o seiscientas páginas, pero no son leídos por ninguno de aquellos a quiénes apasiona, o simplemente interesa, el arte literario.
      Al lado de esta escuela de escritores para la diversión, que se impone raramente a la estima de los letrados, y que ha debido su triunfo a las facultades excepcionales, a la inagotable imaginación y a la elocuencia incansable de ese volcán en erupción de libros, que se llamaba Dumas, se desarrolla en nuestros país una serie de novelistas filósofos cuyos tres antepasados principales, muy distintos de talante, son: Lesage, J.-J. Rousseau y el abad Prévost.
      De Lesage procede la línea de los fantásticos espirituales que, mirando al mundo desde su ventana, con unos quevedos sobre sus narices, una hoja de papel ante ellos, psicólogos optimistas, más irónicos que emotivos, nos han mostrado, con una belleza exterior de observación y con elegancia de estilo, apuestas marionetas.
      Los hombres de esta escuela, artistas aristocráticos, tienen sobre todo el anhelo de hacernos visible su arte y su talento, su ironía, su delicadeza, su sensibilidad. Los dispensan con profusión, alrededor de ficticios personajes, manifiestamente imaginados, como autómatas a los que ellos animan.
      De J.-J. Rousseau proviene la gran familia de los escritores novelistas-filósofos, que han puesto el arte de escribir, tal como se le comprendía antaño, al servicio de las ideas generales. Toman una tesis y la ponen en acción. Su drama no está tomado de la vida, pero sí concebido, combinado y desarrollado con vistas a demostrar la verdad o falsedad de un sistema.
      Chateaubriand, virtuoso incomparable, cantor de ritmos escritos, para quién la frase expresa el pensamiento tanto por la sonoridad como por el valor de las palabras, fue el gran continuador del filósofo de Ginebra; y la Sra. Sand tiene todo el aspecto de haber sido la última hija genial de esta saga. Como en Jean-Jacques, se encuentra en ella la única preocupación de personificar unas tesis en unos individuos que son, a lo largo de toda la acción, los abogados de oficio de las doctrinas de la escritora. Soñadores, utópicos, poetas, poco precisos y poco observadores, pero predicadores elocuentes, artistas y seductores, esos novelistas no tienen hoy demasiada representación entre nosotros.
      Pero del abad Prévost nos lleva la poderosa raza de los observadores, de los psicólogos, de los realistas. Es con Manon Lescaut cuando nace la admirable forma de la novela moderna.
      En este libro, por primera vez, el escritor dejando de ser únicamente un artista, un ingenioso exhibidor de personajes se convierte, súbitamente, sin teorías preconcebidas, por la misma fuerza de la propia naturaleza de su genio, en un sincero, un admirable evocador de seres humanos. Por primera vez recibimos la impresión profunda, emocionante, irresistible de personas parecidas a nosotros, apasionadas y llenas de verdad, que viven su vida, nuestra vida, aman y sufren como nosotros entre las páginas de un libro.
      Manon Lescaut, esa inimitable obra maestra, ese prodigioso análisis de un corazón femenino, el más fino, el más exacto, el más penetrante, el más completo, el más revelador tal vez que existe, nos desvela tan desnuda, tan verdadera, tan íntimamente evocada, esta alma ligera, amante, voluble, falsa y fiel de cortesana, que al mismo tiempo nos proporciona información sobre todas las demás almas de mujer, pues todas se parecen un poco, de cerca o de lejos.
      Bajo la Revolución y bajo el Imperio, la literatura pareció muerta. No puede vivir más que en épocas de calma, que son épocas de pensamiento. Durante los periodos de violencia y de brutalidad, de política, de guerra y de motines, el arte desaparece, se desvanece completamente, pues la fuerza brutal y la inteligencia no pueden dominar simultáneamente.
      La resurrección fue deslumbradora. Surgió una legión de poetas, que se llamaron A. de Lamartine, A. de Vigny, A. de Musset, Baudelaire, Victor Hugo y dos novelistas aparecieron, con quiénes se data la real evolución de la aventura imaginada a la aventura observada, o mejor a la aventura contada, como si perteneciese a la vida.
      El primero de esos hombres, engrandecido durante las sacudidas de la Epopeya imperial, se llama Stendhal, y el segundo, el gigante de las letras modernas, tan enorme como Rabelais, ese padre de la literatura francesa, fue Honoré de Balzac.
      Stendhal conservará sobre todo un valor de precursor, es el primitivo de la pintura de costumbres. Ese penetrante espíritu, dotado de una lucidez y de una precisión admirables, de un sentido de la vida sutil y amplio, ha hecho discurrir en sus libros una oleada de pensamientos nuevos, pero ha ignorado completamente el arte, ese misterio que diferencia absolutamente al pensador del escritor, que da a las obras un poder casi sobrehumano, que pone en ellas el encanto inexplicable de las proporciones absolutas y un soplido divino que es el alma de las palabras reunidas para un creador de frases, ha ignorado talmente al todopoderoso estilo que es la forma inseparable de la idea, y confundió el énfasis con el lenguaje artístico, resultando ser, a pesar de su genio, un novelista de segunda línea.
      El mismo Balzac no se convierte en un escritor más que en las horas donde parece escribir con furia de caballo desbocado. Encuentra en esos momentos, sin buscarlo, como lo hace inútil y penosamente casi siempre, ese aire, esa precisión, que centuplican la alegría de leer.
      Pero uno apenas se atreve a criticar a Balzac. ¿ Un creyente se atrevería a reprochar a su dios todas las imperfecciones del universo ? Balzac tiene la energía de la fecundidad desbordante, inmoderada, asombrosa de un dios, pero con los odios, las violencias, las imprudencias, las concepciones incompletas, las desproporciones de un creador que no tiene tiempo de detenerse para buscar la perfección.
      No se puede decir que que fuese un observador, ni que evoque exactamente el espectáculo de la vida, como lo hicieron después de él algunos novelistas, pero estuvo dotado de una tan genial intuición y creó una humanidad completa tan verdadera, que todo el mundo creyó que era auténtica. Su admirable ficción modificó el mundo, invadió la sociedad, se impuso y pasó del sueño a la realidad. Así pues, los personajes de Balzac, que no existían ante él, parecían salir de sus libros para entrar en la vida, tan completa era la ilusión que el había dado a los seres, a las pasiones y a los acontecimientos.
      Sin embargo, no codificó su manera de crear como es costumbre hacer hoy. Produjo simplemente con una sorprendente abundancia y una infinita variedad.
      Tras él, pronto se forma una escuela, que, basándose en que Balzac escribía mal, que no escribía del todo, erigió en regla la copia precisa de la vida. El Sr. Champfleury fue uno de los más notables de estos realistas, de los que uno de los mejores, Duranty, ha dejado una muy curiosa novela: Le Malheur d'Henriette Gérard.
      Hasta ese momento, todos los escritores que habían tenido el afán de dar en sus libros la sensación de verdad parecían estar un poco preocupados por lo que se llamaba el arte de escribir. Se dijo incluso que para ellos el estilo era una especie de convención en la ejecución, inseparable de la convención en la concepción, y que el lenguaje pulido y artístico aportaba un aire prestado, una aire irreal a los personajes de la novela que se querían crear completamente parecidos a los de las calles.
      Fue entonces cuando un joven, dotado de un temperamento lírico, alimentado de los clásicos, apasionado del arte literario, del estilo y del ritmo de las frases, al no tener otro amor en el corazón, y armado también de un ojo admirable de observador, de ese ojo que ve al mismo tiempo los conjuntos y los detalles, las formas y los colores, y que sabe adivinar las secretas intenciones juzgando el valor plástico de los gestos y de los hechos, aportó a la historia de la literatura francesa, un libro de una despiadada exactitud y de una impecable ejecución, Madame Bovary.
      Es a Gustave Flaubert a quién se debe el emparejamiento del estilo y de la observación modernos.
      Pero la persecución de la verdad, o más bien de la verosimilitud, llevaba poco a poco, a la búsqueda apasionada de lo que hoy se llama el documento humano.
     Los precursores de los realistas actuales se esforzaban en inventar imitando a la vida; los hijos se esfuerzan en reconstruir la vida misma, con piezas auténticas que tomas de todos lados. Y las combinan con una increíble tenacidad. Van por todas partes, fisgonean, acechan, una mochila a la espalda, como los buhoneros. Resulta que sus novelas son a menudo mosaicos hechos tomados en medios distintos y cuyos origines, de naturaleza diversa, restan volumen a donde están reunidos el carácter de verosimilitud y homogeneidad que los autores deberían perseguir ante todo.
      Los más personales novelistas contemporáneas que han aportado, en la caza y empleo del documento, el arte más sutil y el más poderoso, son seguramente los hermanos Goncourt. Dotados, además, de naturalezas extraordinariamente nerviosas, vibrantes, penetrantes, han llegado a mostrar, como un sabio que descubre un color nuevo, una matiz de la vida casi desapercibido ante ellos. Su influencia sobre la generación actual es considerable y tal vez inquietante, pues, todo discípulo, tomando los procedimientos del maestro, cae en los defectos de los que le salvarán sus magistrales cualidades.
      Procediendo más o menos del mismo modo, el Sr. Zola, con una naturaleza mas fuerte, más amplia, más apasionada y menos refinada, el Sr. Daudet con una manera más recta, más ingeniosa, deliciosamente fina y tal vez menos sincera, y algunos hombres más jóvenes como los Sres. Bourget, de Bonniéres, etc., etc., completan y parecen terminar el gran movimiento de la novela moderna hacia la verdad. No cito con intención al Sr. Pierre Loti, que permanece siendo el príncipe de los poetas fantásticos en prosa. Para los debutantes que aparecen hoy, en lugar de volverse hacia la vida con una curiosidad voraz, de mirarla por todas partes a su alrededor con avidez, de gozarla o de padecerla con fuerza siguiendo su temperamento, no se miran más que a si mismos, observan únicamente su alma, su corazón, sus instintos, sus cualidades o sus defectos, y proclaman que la novela definitiva no debe ser más que una autobiografía.
      Pero como el mismo corazón, incluso visto bajo todas sus facetas, no proporciona temas sin fin, como el espectáculo de la misma alma, repetida en diez volúmenes, se convierte en fatalmente monótona, buscan, mediante ficticias excitaciones, por una práctica estudiada de todas las neurosis, en producir almas tremendamente extravagantes que se esfuerzan tanto en expresar por palabras excepcionalmente descriptivas, imaginadas y sutiles.
      Llegamos entonces a la pintura del yo, del yo hipertrofiado por la intensa observación, del yo en que que se inoculan los virus misteriosos de todas las enfermedades mentales.
      Esos libros citados, si vienen como se les anuncia, ¿  no serán los pequeños hijos naturales y degenerados del Adolphe de Benjamín Cosntant ?
      ¿ Esta tendencia hacia la personalidad desplegada - pues es la personalidad velada que la que da valor a toda obra, y que se llama genio o talento - esta tendencia no es acaso una prueba de la impotencia para observar, para observar la vida dispersándose alrededor de si, como haría un pulpo con sus innumerables tentáculos ?
      Y esta definición, tras la cual se parapetaba Zola en la gran batalla que él ha librado por sus ideas, no será siempre verdadera, pues ella puede aplicarse a todas las producciones del arte literario y a todas las modificaciones que los tiempos aportará : una novela, es la naturaleza vista a través de un temperamento.
      Este temperamento puede tener las cualidades más diversas, y modificarse según las épocas, pero tendrá más facetas, como el prisma, reflejará más aspectos de la naturaleza, más espectáculos, cosas, ideas de todo tipo y seres de toda especie, y será grande, interesante y nueva.

Octubre de 1889

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre