UNA FIESTA ÁRABE
( Une fête arabe )

Publicado en el L'Écho de Paris, el 13 de abril de 1891

La Fiesta

      Es un auténtico día de verano africano; todo Boghari baja del pueblo para ir a Bou-Guezoul; y las Ouled Naïl, cubiertas con sus joyas, ataviadas con telas deslumbrantes, pequeñas para la mayoría, con unas cabezas gentiles y dulces cuando son jóvenes, horribles cuando son viejas, se mezclan con las mujeres de los árabes vestidas de blanco y cubriendo su cara, y los grandes hombres envueltos en sus albornoces. Todos van en grupos, en unos coches prestados o alquilados, inimaginables vehículos del desierto, o bien sobre unos caballos de patas delgadas, sobre mulas o asnos al trote.
      A lo largo del camino se puede ver gente por todas partes, a la derecha o a la izquierda, dirigiéndose hacia el mismo punto. Grupos de jinetes dejan ver los fieros perfiles de los árabes a caballo. Son unos caïds rodeados de sus hombres. El suelo no está cubierto de los hierbajos de Boghari, y seguimos hacia una especie de valle, en el que un horizonte enorme forma los bordes y cuya amplio espacio está recortado por montículos de rocas de puntas rojas dirigidas hacia el cielo como unos dientes. Luego abandonamos la ruta principal y giramos a la derecha para seguir una ondulación que nos conduce hacia una colina, todavía lejana. Pero en la cima de una de esas pequeñas elevaciones que recuerdan a unas olas y que impiden a esta tierra estar unida, observamos un destacamento que acude hacia nosotros, a galope tendido con bastones o fustas y con los largos fusiles en el extremo de un brazo levantado.
      Como avanza recto hacia nosotros, cargando a buena marcha, la tropa se divisa, envolviéndonos; y las armas retumban en nuestros oídos; los tiros nos explotan en el rostro, mientras que los jinetes, de albornoces blancos, rojos, azules nos rozan a galope furioso de sus caballos. Es un honor que se nos rinde, es el comienzo de la fantasía que va a durar hasta la noche.
      Tenemos que atravesar un afluente del Cheliff. Unas mulas y dos  camellos nos esperan para el paso, que no tiene más de tres metros de largo. Ante este despliegue de bombas, unos se maravilla de la hospitalidad árabe, mientras que mi sirviente murmura trás de mi, con una sonrisa burlona:
« Una plancha encima habría sido más cómoda que esta casa de fieras.» Era tan cierto que me eche a reír.
Los hechos le daban la razón.
      El primer camello, llevando dos damas, pasó muy bien. Balanceaba a las viajeras prisioneras en un hatillo de alfombra Oriental, colocado sobre su joroba, mientras que encima de ese monumental animal, oscilaba, como un mástil de navío en la tempestad, una inmensa corona honorífica hecha de rosas entrelazadas juntas y que se llama bassour. Luego el animal continúo su camino hacia la aldea de Sidi Mohammed Bel-Kassem que se disivisaba sobre la altura cercana.
      El paso del segundo camello, que llevaba a las damas siguientes, no fue igualmente feliz. La bestia hizo un falso movimiento, y los árabes afirman que sus  pasajeros se pusieron a gritar. Entonces el camello, espantado, aflojado por sus conductores, comenzó a dar tales sacudidas que la tienda aérea acabo por bascular sobre su flanco. De allí salían unos clamores agudos y unas piernas elevadas al cielo.
      A medida que avanzábamos sobre la larga pendiente, subiendo, un extraordinario espectáculos se ofrecía a nuestros ojos. Hasta donde alcanzaba la vista por la izquierda, aparecía un espejismo; una visión de marismas y de cañas dentro. Pues alrededor del cerro cubierto de indígenas, al que llegábamos, en la llanura extendida en círculo, dieciocho o veinte tribus árabes estaban acampadas. Las tiendas oscuras, bajas, casi a ras de suelo, verdaderos champiñones de arena, dejaban ver un poco solamente su pico puntiagudo, y de sus caballetes inclinados allí ya, encima de esos pueblos errantes instalados allí por un día, se elevaban humaredas rectas, de finas columnas grisas, en el aire transparente anunciando festines de cuscús.
      Alrededor de esos campamentos, los camellos circulaban por grupos, perfilando sobre la tierra desnuda sus siluetas inverosímiles, y ante nosotros la fiesta árabe hacía sonar su ruido salvaje de fusilería interrumpida, de tamborines y de flautas taladrantes.
      El administrador civil, Sr. Arnaud y su adjunto, el Sr. Chambige, que nos han invitado y recibido, nos conducen en medio de la multitud, hacia la tienda preparada por ellos y para nosotros. Perteneció al sultán de Marruecos y ahora pertenece a un caïd vecino que la ha prestado para esta reunión. El interior está adornado con decorados orientales en telas rojo. Rodeada de un grupo de hombres en albornoz, de mujeres con rostro cubierto y de cortesanas, nos sirve de abrigo contra el sol, cuya quemadura resulta punzante. Está abierta hacia el sur y al norte. De un lado, hacia el desierto, se puede ver el paisaje admirable de esta deslumbrante llanura de luz, donde las tribus descansan; del otro, sobre una leve pendiente del suelo rojo hacia una cresta vecina, erizada de rocas, se encuentran cientos de jinetes que van y vienen, al paso, al trote, al galope, con el fusil en la mano o colgado sobre el muslo. Se alejan y van a agruparse más abajo, a mil metros más o menos de las tiendas, pues la nuestra no es la única; y la fantasía vuelve a comenzar para nosotros.
     Vemos luego cuatro pelotones, de cinco o seis hombres cada uno, que se destacan de la masa blanca. Un poco alejados primero los unos de los otros, los cinco o seis jinetes de cada grupo, lanzados sobre nosotros al galope, se unen de súbito, como si se pegasen juntos para formar una especie de torbellino opaco de hombres con los albornoces de todos los matices, girando alrededor de si mismos y de los caballos, cuyas patas resultan casi invisibles en sus vertiginosos movimientos. Encima de esas trombas que dejan tras ellos unas nubes de polvo, los fúsiles se agitan, revolotean, lanzados al aire y atrapados al vuelo por las manos de esos centauros acróbatas.
      Se aproximan con sorprendente velocidad; se engrandecen, están sobre nosotros sin ralentizar su fantástico impulso. Las armas retumban, la pólvora cubre a esos jinetes de penachos blancos que se desenrollan y se alargan sobre sus cabezas. La multitud indígena responde con clamores y aplausos, mientras que las mujeres árabes profieren esos gritos sobreagudos y vibrantes con los que siempre, y por todas partes, suelen expresar sus emociones de alegría, de dolor o de piadosa exaltación.
      Los jinetes vuelven a cargar. Están a veinte metros de nosotros. La masa de espectadores retrocede, pues algunas veces ocurren accidentes. Una leve emoción sacude un segundo nuestra tienda donde están algunos invitados y las esposas de los funcionarios de Boghari, pues parece que esos locos montados van a pasar a través nuestra como balas. Pero he aquí que en un instante se detienen bruscamente, con unas sacudidas, unos brincos, unas piruetas sobre el sitio, un montón de movimientos secos, hermosos, imprevistos, estremecedores, de jinetes de caja de juguete en la que se detiene el mecanismo.
      Luego cuando se hubieron separado y alejado, en medio de las aclamaciones, se perciben a dos solamente que llegaban a su vez, dos engreídos ecuestres, preparando sus efectos detrás de la actuación de los primeros. Estos no son unos caballos que galopan, son animales de leyenda de lo rápido que van, de tan ligeros e inimaginablemente graciosos que son, con esas capas que flotan y palpitan como unas banderas sobre las espaldas de sus amos.
     Otros, allá abajo, se ponen en camino y acuden a su vez. Hay seis grupos, desigualmente espaciados. Tras ellos otros parten todavía, y durante una hora al menos, padecemos las frenéticas cargas, las fusilerías ininterrumpidas que nos estallan en los oídos, y la amenaza a veces real de la invasión bajo la tienda.
      Nada más encantador en el mundo, más original y más ligero de ver como ese juego inimaginable, ese vertiginoso desfile de disparos de fusil, estallando al loco galope de los caballos, cuando se asiste a ello por primera vez. Pero cuando se lo conoce ya, se convierte al fin en monótono, pues no se introduce nunca ninguna fantasía nueva.
     He aquí que de pronto se interrumpe; y todos los jinetes regresan al paso. ¿ Por qué ?
     El Hadji Ahmed, caïd de los Zenakhra que nos reciben, tribu sabia, agrícola y pacífica, se encarga de señalar al administrador civil. La pólvora se ha acabado. Es el gobierno quién la ofrece para esta fiesta. Está empaquetada y almacenada en la tienda vecina bajo la vigilancia de spahis, para evitar el saqueo.
      La pólvora excita el deseo de los árabes como los diamantes, las perlas y las piedras preciosas, el de las mujeres coquetas. Para ellos, es el ruido y la humareda gris, la caza y la guerra.
     Se anuncia la distribución que el administrador adjunto va a comenzar, y unos cientos de hombres a caballo, dan piruetas y cabriolas, rodeando esta tienda como un tesoro. Los spahis están en guardia, con el fusil de ordenanza a la espalda y la matraca en la mano, pues va a ser necesario golpear, tal vez; sí, se golpeará. La pólvora es demasiado tentadora para que no se arrojen encima de ella, cuando se la ve tan próxima.
       Durante algunos minutos el reparto de las cajas tiene lugar en medio de una avalancha y de un tumulto horroroso de movimientos y gritos guturales. Luego se produce un empuje desde el exterior, arrojando a los árabes en la tienda, rodando sobre las cajas.
      Los caïds y su escolta se precipitan para impedir el pillaje. Los spahis dan bastonazos en los brazos, en las manos, en las cabezas de los invasores, que finalmente son rechazados. Y a pesar de los violentos clamores, se cesa de dar la pólvora. Pero ya han obtenido mucha, y la fantasía vuelve a comenzar.
     Los funcionarios oficiales nos cuentan, con complacencia y serenidad, que el indígena no tiene ningún medio de procurarse esta pólvora.
     Directamente, no, pero indirectamente, sí. El israelita elector y ciudadano francés, que puede comprar abiertamente y revender a escondidas, es el proveedor natural y discreto del árabe.
     Libre de aprovisionarse en las ciudades de toda la pólvora de caza que desee, como no vender, lo más que pueda, a su vecino el árabe, con un buen beneficio, la mecánica prohibida.
      Bajo nuestra tienda se ofrece el almuerzo, almuerzo indígena, claro. Como los disparos nos han aturdido, y como los caïds, sobre todo uno, el caïd Ali, que lleva sobre un albornoz negro la cruz de honor, nos invitan a ir a ver el resto de la fiesta durante las preparaciones de las comidas, henos aquí mezclados con la muchedumbre árabe, sacudidos por el tropel, observados de hito en hito por los ojos negros, los ojos penetrantes y pintados de khôl de las mujeres con velo cuyas vendas, ocultando la frente, las mejillas, la nariz, la boca y el mentón, avivan la mirada aguda en la monotonía de la ropa blanca.
     Unos extraños músicos resuenan por todas partes. Nos aproximamos a un tumulto que el caïd entreabre para hacernos pasar. Son mujeres que danzan, unas Ouled Naïl. Saltan siguiendo el ritmo salvaje, monótono y enloquecido de la danza sagrada de los Aïssaoua. Tras una hora, dos horas tal vez, a pleno sol, los ojos azorados, la saliva en los labios, los vestidos casi arrancados del cuerpo, dejan salir entre jirones de tela, sus senos negros y flácidos agitados por sacudidas, los cabellos extendidos sobre los hombros, negros, mezclados, aceitosos. Cinco mujeres, dos jóvenes y tres viejas, dan saltos y flexionan las piernas con gestos epilépticos. Dios, su Dios Alá, el único Dios, se divierte mirándolas sin duda, desde lo alto de su paraiso, pues bailan así para Él.
      Quizás un poco para nosotros. Cuando nos ven, sus movimientos se acentúan, sus estremecimientos aumentan. Dos hombres se lanzan, se mezclan con ellas, los ojos en éxtasis, y sin interrumpir el sagrado ejercicio, las rozan con el extremo de las manos, sobre los hombros, los brazos, el pecho, mediante tocamientos misteriosos que son espantosos y castos. Otros se unen todavía a esos locos, y todos, con gritos, y el ruego perdido en las miradas, excitan a los músicos que no hacen suficiente ruido. El ritmo crece, los tamborines ejecutan sus desordenadas percusiones, la darbouka resuena, y dominando a todos, la flauta, la terrible flauta pone su nota ininterrumpida bajo el infatigable soplido de un negro de enormes ojos blancos.
     A nuestro alrededor, cincuenta Ouled Naíl se aprietan, curiosas de extranjeros y de diversión. Están cubiertas de piezas de oro alineadas en collares, de piedras preciosas apenas talladas que se llaman piedras árabes, de joyas extravagantes de plata, que penden de su pecho o sobre su vientre. Los brazos están cubiertos de anillas, los tobillos también. Muchas son jóvenes, muy jóvenes, de edades comprendidas entre trece y dieciséis años, gentiles, de una gracia y una belleza un poco repulsiva de pequeños animales, siendo sin embargo mujeres.
     Pero he aquí que dos bailarines se caen, presas de convulsiones. Les sale espuma por la boca y unas mujeres se precipitan desde la multitud, los cubren, los acarician, les hablan, los tranquilizan y reconfortan, mientras que uno de los hombres, con los ojos totalmente fuera de las órbitas, desanuda de un gesto su turbante, que se desenrolla tras él, como una larga serpiente que se liberase también de los transportes divinos de los Aïssaoua.
      Nos vienen a buscar. El almuerzo nos espera.  Las comidas indígenas ofrecidas a los europeos, se dan bajo las tiendas.
      El excelente rollo de cordero al aire libre, cadáver dorado cuya piel se levanta en capas doradas por el fuego, aparece transportado por cuatro árabes sobre un inmenso plato de madera. Su entrada bajo los bordes levantados de la tienda y bajo el sol que ilumina, sorprende siempre como la aparición de un suplicio de la Edad Media.
     No se trancha nunca, se come con las manos. El anfitrión arranca, sobre los lados de la columna dorsal, largos trozos entre su pulgar y su índice y los presenta a las damas con seriedad. Ellas deben tomarlos sonriendo, entre dos dedos también, y comerlos.
      Una vez realizada y recibida esta cortesía, los invitados arrancan ellos mismos las cortezas de piel, doradas y perfumadas por las brasas de la madera olorosa, y las rompen, luego toman la carne, el solomillo, la pierna, la paletilla. Alguna vez se emplea el cuchillo, y los hombres corteses, vienen en ayuda de las damas. Pero no se corta, se despieza, se arranca, alimentándose como salvajes. Y es bueno, muy bueno, excelente, excitando tan fuertemente el apetito, la alegría, el buen humor, que siete personas, de las cuales dos son mujeres, nos comemos uno, completamente entero.
      Luego vienen unos guisos, donde los frutos azucarados del desierto y los pimientos picantes se mezclan con las grasas calientes y fundidas de los animales, alrededor de carnes hervidas que parecen al mismo tiempo postres.
     Por fin es el turno del cuscús, alguna vez bueno y a menudo detestable. Es una harina de gránulos cocidos en un vapor de cordero hervido, con legumbres, judías, coles y siempre pimiento. Se obtiene esta harina granulosa del trigo, que se ha molido mucho, luego cubierto de ropas húmedas al sol, para hacerle hinchar y fermentar sin dejarlo germinar. Siguen otras preparaciones para llegar a la perfección. Se le seca, se le muele entre dos muelas ligeras de piedra dura, pero no se le reduce a polvo fino. Como el grano ordinario, se le rompe simplemente en grumos un poco más gruesos que el mijo. Esos grumos son de nuevo secados al sol, luego se les criba para quitarles la corteza del trigo, y se les encierra finalmente para su conservación en pieles de cabra o de cordero.
      Cuando el cuscús está bien hecho con buena mantequilla y buenas legumbres, a veces parece excelente, y contiene unas cualidades nutritivas completamente excepcionales, pero las mantequillas árabes le dan casi siempre un sabor repugnante.
      Para comerlo se hace un agujero en la pasta levantada en montículo, en medio de una especie de gran cuenco de madera, amplio y muy profundo. Por ese agujero se vierte en abundancia la salsa que se extiende en el fondo. Esta salsa es un caldo de carnes y de legumbres fuertemente picante. Cada invitado entonces con su cuchara revuelve hasta que este líquido se mezcle en su plato con la harina seca que queda por encima.
      Mientras que nos libramos a esas complicadas y bárbaras costumbres, las detonaciones continúan a nuestro alrededor. La cabeza de los caballos, mal detenidos, llegan a veces a entrar en la tienda y la humareda de los fusiles flota en ella de una entrada a la otra, como la de un tren en un túnel.
      Sobre nuestras cabezas, encima de esta tela, el sol cae en lluvia de fuego, y siento sobre mis hombros y sobre mi nuca esta temperatura de sauna seca que caracteriza de un modo tan típico el mediodía sahariano.
      No hay un átomo de humedad en el aire, ni una huella de agua en ese suelo quemado, ni un árbol, ni una hierba en ese horizonte completamente desnudo, no hay nada más que la caída ininterrumpida de luz cegadora y de calor devorador que el sol vierte sobre esa tierra amada por él entre todas, que destruye y mata con su caricia.
      La quemadura que cae desde su globo sobre ciertos oasis, en verano, hacia las dos, cuando todos los árabes están ocultos en sus cabañas de barro, no es comparable a nada que se pueda imaginar, y se siente que ese bienhechor de las regiones fértiles, afectadas solamente de lejos por sus rayos, no es aquí más que una especie de destructor todopoderoso, el feroz pachá del cielo.
      El otoño, en el que la hemos atravesado, lo ha calmado. Está templado, un poco fuerte todavía; y nosotros, aunque suavemente jadeantes y aturdidos, almorzamos con gran placer, escuchando siempre la música lejana de los bailarines Aïssaoua que continúan con sus ejercicios.
      Tres horas más tarde marchamos, con la primera sensación del anochecer, y nuestros caballos nos hacen regresar a través del ideal mágico de los crepúsculos rosas de África.

13 de abril de 1891

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre