FIGURAS DE PORCELANA
( Bibelots )
Publicado en Le Gaulois, el 22 de marzo de 1883
De todas las pasiones, de todas, sin excepción, la pasión por
las figuras es tal vez la más terrible y la más invencible. El hombre poseído
por el viejo objeto es un hombre perdido. La figurita no es solamente una
pasión, es una manía, una enfermedad incurable. Y ese mal recae sobre todas
las clases sociales.
Hoy todo el mundo las colecciona; todo el mundo es o se cree conocedor; pues la
moda también interviene. Las actrices tienen casi todas la enfermedad de la
figurita; todos los palacetes particulares parecen museos sobrecargados de
seculares cachivaches. Lo Viejo arruina nuestro tiempo, pues basta con que una
cosa sea antigua para que se cuelgue en las paredes con pretensión. Un hombre
de mundo se creería deshonrado si no durmiese en una cama de roble carcomido,
horadado por gusanos, incómodo, remendado, en el que todos los fragmentos son antiguos,
eso sí, pero unidos y ensamblados por el fabricante de lo Viejo, y
poco trabajados para un más fidedigno parecido.
Las sillas, los sillones, los armarios, todo es viejo, y feo; por mucho que se
pretenda, todo esto resulta incómodo y grotesco en nuestro tiempo de vida
práctica y de luz eléctrica. Un asiento a la Dogobert o un yelmo a lo Don
Quijote, encima de un teléfono, me parecerá siempre una de las cosas más
risibles.
Las mujeres sobre todo son unas coleccionistas inenarrablemente ridículas, pues
todo les falta para ese oficio: la ciencia profunda, la posibilidad de viajar a
pie, de domicilio en domicilio, por regiones poco conocidas, el empeño en la
pasión. No basta además con ser un entendido, hay que poseer la vocación, una
especie de intuición, de particular penetración, y, por encima de todo, de sentido artístico, ese toque delicado concedido a tan pocos hombres.
Hoy los entendidos son numerosos. Se recorren tiendas, se frecuenta la sala
Drouot y en poco tiempo, de una simple ojeada, se aprende a valorar cualquier
objeto. En una palabra, es fácil adquirir el oficio de perito tasador.
En cuanto a discernir, ya es otra cosa. El aficionado de
antigüedades ama todo:
todo lo que es antiguo, todo lo que es raro, todo lo que es extraño, todo lo
que es feo. Se extasía ante los esbozos informes de los artesanos primitivos,
da gritos ante las horrorosas cerámicas de nuestros ingenuos antepasados; sabe,
desde luego, con precisión en que época fue fabricada esta burda estatuilla de
loza, y conoce su precio exacto; y la prefiere a cualquier encantador proyecto
de un artista moderno.
El otro debe ser aquél que posee el sentido del arte,
ese soplo de raza de los verdaderos buscadores. No se inquietará demasiado por
las rarezas; pero se esforzará, por así decirlo, en escoger lo mejor del
pasado, de descubrir y de revelar las únicas cosas bellas ignoradas o
desconocidas.
El barón Davillier, que acaba de morir, poseía
esta facultad del discernimiento en arte de un modo singular. Y eso será su
mérito especial, que asegurará a su nombre una auténtica inmortalidad entre
los coleccionistas del futuro.
Pero quiero citar otro ejemplo, para demostrar lo
que debe ser el verdadero aficionado al arte, qué cualidades particulares le
son necesarias y de qué especie de poder de adivinación debe estar dotado por
la naturaleza.
Hace treinta años aproximadamente, dos jóvenes,
dos hermanos, dos de esos muchachos absorbidos por unas necesidades de arte aun
indecisas, por esa comezón de lo Bello que llevan en ellos y que serán más
tarde grandes hombres, visitaban, con pasión, todas las viejas tiendas de
París. Atraídos por un invencible imán hacia el siglo XVIII, que es y que
permanecerá siendo el gran siglo de Francia, el siglo del arte por excelencia,
de la gracia y la belleza, buscaban en los papeles de los vendedores todas las
estampas de esta encantadora época entonces despreciada. Encontraban dibujos de
Watteau, de Boucher, de Fragonard, de Chardin. Cuando uno de ellos ponía la
mano sobre una de esas maravillas inéditas, con un gesto advertía al otro, y,
pálidos ambos, contemplaban el hallazgo y lo adquirían con el corazón
palpitando.
Sus amigos se reían. No se comprendía todavía
el inestimable valor de los artistas de esa época; pero a ellos no les
importaban demasiado esas burlas, pues sentían que compraban lo Bello, y
adquirían sin descanso y sin regatear.
En ocasiones, siendo su fortuna modesta, se
encontraban cubiertos de deudas. Entonces, no pudiendo resistirse al deseo de la
búsqueda, desaparecían, se encerraban en algún albergue de campo, solos los
dos, acumulando el dinero centavo a centavo, y el conocimiento hora a hora, pues
estudiaban sin descanso su amado siglo XVIII; penetrando en él cada día, lo
registraban, lo recorrían hasta en los más pequeños detalles del vestuario y
las costumbres. Pronto lo poseyeron como nadie, pues lo poseían en su arte; y
reunieron una de las mas bellas colecciones que existen de los dibujos de los
maestros de entonces; una colección en la que se encuentran todas las
manifestaciones del gracioso talento de esa época.
Esos dos coleccionistas se llamaban Edmond
y Jules de Goncourt.
¿ Quieren saber como habían comprendido y
penetrado, en este siglo que adoraban, cuando de él se burlaban en la Academia
y se le desconocía en el mundo? Lean su admirable libro, l'Art au XVIIIe
siècle, que acaba de publicar el editor Charpentier, y encontrarán cosas
como esta:
« Faltan poetas en el último siglo. No me
refiero a los rimadores, los versificadores, los organizadores de palabras; me
refiero a los poetas. La poesía que toma su expresión en la verdad y en la
altura de su sentido, la poesía que es la creación por la imagen, una
elevación o un encantamiento de la imaginación, la aportación de un ideal de
un sueño o de una sonrisa al pensamiento humano, la poesía que arrastra y
balancea encima de la tierra el alma de un tiempo y el espíritu de un pueblo,
la Francia del siglo XVIII no la ha conocido; y sus dos únicos poetas han sido
dos pintores, Watteau y Fragonard.»
Leámoslos ahora describiéndonos a Watteau:
« El gran poeta del siglo XVIII es Watteau. Una
creación, toda una creación de poema y de ensueño, salido de su cabeza, llena
su obra de elegancia, de una vida sobrenatural. De la fantasía de su cerebro,
de su capricho artístico, de su genio totalmente nuevo, una magia, mil magias
se producen. El pintor ha recreado, a partir de unas visiones encantadas de su
imaginación, un mundo ideal y por encima de su tiempo; ha edificado uno de esos
reinos shakesperianos, una de esas patrias amorosas y luminosas, uno de esos paraísos
galantes que los Polifilos construían sobre la nube del pensamiento, por la
delicada alegría de las vivencias poéticas.
«Watteau ha renovado la gracia... La gracia de
Watteau es la gracia. Ella es la nada que viste la mujer de un encanto, de una coquetería,
de una belleza más allá de la belleza física.
« Ella es esa cosa sutil que parece sonreírle
desde el trazo, el alma de la forma, la fisonomía espiritual de la materia.»
Cuando uno seres están dotados para comprender
de este modo un tiempo y a unos artistas desconocidos a su alrededor, para adivinar
así, a través de las admiraciones convenidas y establecidas de sus contemporáneos,
pueden buscar en los viejos almacenes e incluso sobre los muestrarios de las
plazas públicas: encontraran siempre, pues poseen el genio necesario.
Cuando los primeros objetos de Japón llegaron a
Paris, los dos hermanos comprendieron de un vistazo el valor artístico de
esas cosas. Desde 1852, Edmond de Goncourt combraba en la Puerta de China uno
de esos maravillosos álbumes japoneses que hoy valen sumas fabulosas, y que no
se encuentran.
Pago 80 francos.
Han sabido adquirir, cuando nadie pensaba en
ello, esos sorprendentes marfiles que hoy no se poseen por ningún precio.
Citaré tres o cuatro. Uno representa un guerrero
que corre sobre el agua. Es de un trabajo incomparable. Otro nos hace ver a la
Muerte que mira una serpiente enroscada bajo una hoja. La Muerte está inclinada
y, en su movimiento, se aprecia una curiosidad benevolente, un tierno interés
por el animal venenoso. Aquí un mono que muerde una concha; la cabeza del
animal es de una comicidad irresistible. Aquí todavía un ratón de un natural
prodigioso. Ahora bien, parece que los artesanos hacen, de padres a hijos, el
mismo objeto. Cuando seis generaciones han fabricado unos ratones, no es
sorprendente que los últimos los ejecuten a la perfección.
¡ Cuantos hombres habrían podido, como los
Goncout, comprar esas maravillas en los días de su novedad ! Si no lo han
hecho, es que no poseían ese soplo de adivinación, ese auténtico matiz del
coleccionista. Los otros conocen cosas admiradas, pero no desconocidas.
En cuanto a los millonarios que hoy compran todos los horrores que nos han
dejado los siglos pasados, forman parte de esta raza que Gantier llamaba
unos burgueses.
Apostaría que existen, únicamente en Paris,
dos veces más camas señoriales del estilo Enrique II que las que existían en
toda Francia bajo ese príncipe. Y no olvidemos, además, que una buena mitad de
este mobiliario de bárbaros ha sido destruido a medida que se iba desarrollando
el arte del somier.
Se rompen todavía espaldas y lo demás con los
asientos de la antigüedad, cuando podríamos extendernos en esos deliciosos
sillones modernos cuyos maderos son invisibles. ¿La madera no es el carcasa del
mueble en el que el crin es la carne y cuya tela es la piel ? El esqueleto no es
un hombre más que vestido de carne. El mueble no es más que un sillón una vez
relleno.
Nosotros no mostramos nuestros huesos por las
calles.
En cuanto a las colecciones que se nos da por
admirar de vez en cuando, no son en general más que un montón de objetos
caros.
Fueron también los Goncourt quiénes
escribieron: « Hay unas colecciones de objetos de arte que no muestran ni una
pasión, ni un gusto, ni una inteligencia, tan solo la victoria brutal de la
riqueza.»
22
de marzo de 1883
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassantt
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre