FIN DE LA RISA
( Fini de rire )
Publicado en El Gil Blas, el
23 de febrero de 1882
Después de muchos años, asistimos a la agonía de los divertimentos públicos
y populares. Y las personas de tradiciones, los eternos nostálgicos del pasado
se lamentan: « Ya no se sabe divertir », dicen. Es que los pueblos, la
humanidad entera, como cada hombre en particular, tienen su vida marcada, en
donde cada periodo es distinto. Uno no se divierte a los veinte años con los
mismos juguetes de su infancia; las máscaras, los disfraces, las bromas al aire
libre, la gran alegría ruidosa e ingenua son los juegos de los jóvenes. Desde
que una nación envejece, pasa a tener otros relajamientos, entonces juega a la
política, juega al escondite con sus reyes; tiene a sus diputados como payasos
y las revoluciones como días de alborozo.
Las máscaras, entretenidas de nuestra época,
apenas se ven; parecen desplazadas en la multitud taciturna, incómoda incluso
con la propia atmósfera de la ciudad moderna. Y la plebe viene a mirarlas como
miran a los extranjeros venidos de lejos, a los chinos azules, árabes blancos,
lapones vestidos de pieles, y a los animales singulares que viven bajo otros
climas.
Es un espectáculo muy curioso ver pasar por los
bulevares algunas carretas con cabezas encartonadas que se atreven aún a salir
por las calles. El tropel del populacho bulle sobre las aceras. Es una
muchedumbre de empleados, de comerciantes domingueros, de burgueses pobres,
sedentarios, torpes al circular, obstruyendo la vía, formando una cadena con la
mujer y los niños pálidos, los niños delgados, mal nutridos, carentes de aire
y juegos, de sangre pobre, futuros empleados. Es la masa de los insignificantes,
de aquellos que no cuentan más que por el número, que piensan según las
fórmulas transmitidas por sus padres o por sus sacerdotes, que dicen
constantemente, sobre las mismas cosas, las mismas tonterías inconscientes, y
que, después de haber vivido como todo el mundo, mueren sin dejar más huellas
que las hojas del otoño o las moscas del verano. En el Carnaval, todas esas
personas salen para obedecer a la costumbre, y, en lugar de aprovechar el primer
sol para ir a pasear a sus raquíticos pilluelos fuera de los muros, van a mirar
las máscaras.
¡ Qué máscaras ! Sobre un gran coche una
veintena de seres incalificables, varones y hembras, se reúnen para tener
frío. Sus repugnantes atavíos hacen bizquear; y, cuando pasan, se cree sentir
de lejos la mugre amontonada de los almacenes de ropa. Están sentados
sabiamente los unos enfrente a los otros, las manos sobre sus rodillas, no
bromean, no ríen.
¿ Por qué están allí ? ¿ Lo saben con
certeza ?
En medio de ellos, cuatro mayordomos de
caballeriza, disfrazados de obreros, tocan el cuerno. Y los asombrados de la
acera miran tristemente los patéticos títeres del coche.
¡ He aquí el placer !
Pensemos en las antiguas fiestas del pueblo
risueño e ingenuo; en las alegrías colosales de las muchedumbres en delirio,
en los gritos, en las contorsiones, en la locura, pasando ciertos días, como un
huracán, sobre las ciudades y los campos, y sacudiendo los espíritus, del
mismo modo que unos cascabeles, haciendo saltar los cuerpos sin razón, exclamar
a las bocas, convirtiendo a toda Francia en algo semejante a un manicomio.
Y se llamaba en efecto « fiesta de los locos »,
la más antigua quizás de las diversiones públicas, aquella de la que, sin
duda, procede el « Carnaval ».
Se remonta más o menos al año 622. Se trataba
de una extraña saturnal que rememoraba las orgías sagradas de la Antigüedad
en ese sentido en que el clero sobre todo tomaba parte.
Y he aquí uno de las señas particulares de la
Edad Media, de esta singular, grandiosa y pueril época, donde los hombres
parecían dotados de almas infantiles, poéticas y groseras, capaces
indiferentemente de actos estúpidos o heroicos.
La fiesta de los locos comenzaba con la elección de un
abad del clero. Esta elección era hecha por los canónigos mezclados con los
niños del coro y en todas las unciones del Señor.
Se llevaba enseguida al abad a la casa del
cabildo; y allí, se comenzaba a darse un atracón, a beber a gaznate lleno, a
engullir a pleno vientre. Luego se cantaban cantos burlescos e inmundos.
El día de los Inocentes tenía lugar la
elección del Obispo de los locos, quien, vestido con ornamentos sagrados, capa,
mitra y báculo, asistía al oficio. Los sacerdotes y clérigos lo rodeaban,
vestidos con trajes de bufón y de mujeres, cantando refranes obscenos, comiendo
sobre el altar y jugando, etc.
Al final del oficio, el capellán, tocado con un
pequeño cojín, ofrecía las indulgencias.
De
par mossenhor l'Evesque |
Por
monseñor el obispo |
Estas fórmulas variaban. El Obispo distribuía así unas empanadas de mal de
dientes, de rabos de rosa, etc. Esas tontas bromas divertían con locura al
pueblo. Bastaba, por otra parte, con releer los fragmentos de espíritu,
galanterías, epigramas y poemas, incluso de los mejores poetas de los siglos XV
y XVI, para asegurarse que nuestros padres tenían la risa fácilmente
excitable. Era la alegría en bruto, sin ningún fondo de malicia. En el siglo
XVIII aparecía la ironía; la risa se volvió seca, pérfida, amarga, feroz. En
lugar de hacer cosquillear al espíritu herido, incluso lo mataba.
Hoy, el placer no es más alegre, estamos viejos.
Ya no ser ríe de nada, solamente se sonríe, y no mucho tiempo. La explosiva
alegría de nuestros abuelos, el talante burlón de nuestros padres han dado
lugar a la indiferencia. Fin de la risa.
He aquí, según Naudé, lo que era la fiesta de
los Inocentes que sucedió hacia el siglo XVI a la fiesta de los Locos. Que
desprecio indignado tendríamos para con esas groseras alegrías, esas
incomprensibles infantiladas:
« Los hermanos laicos ocupaban, en la iglesia,
el lugar de los religiosos tonsurados y recitaban una especie de oficio
entremezclado de extravagancias y profanaciones... Hacían que leían con unas
gafas cuyas lentes habían sido sustituidos por unas mondas de naranjas, y
murmuraban palabras confusas profiriendo algunos gritos acompañados de
contorsiones. »
Fue algún tiempo antes de la revolución de 1789
cuando el Carnaval francés llegó a todo su esplendor, e incluso tuvo una reputación
casi tan grande como el famoso Carnaval de Venecia. Todos los nobles tomaban
parte y se hacían mostrar en las calles sobre carros de ocho caballos; era
sobre todo una fiesta de la elegancia. Era al mismo tiempo una especie de fiesta
de la igualdad entre grandes señores y humildes.
El Terror detuvo estos juegos y los reemplazó por otros. La guillotina
se convirtió en el sonajero del pueblo. Luego todo el mundo se disfrazaba de militar;
fue entonces una época de uniformes extravagantes, de generales con cabellos
trenzados. En 1805, reapareció el buey gordo.
¡ El buey gordo ! Es necesario decir seguramente a los sabios buscadores de
naderías que es la mayor solemne bobada, incluso más que la mismísima piedra
filosofal.
Unos libros se amontonan sobre otros, llenos de
razonamientos y de erudición para demostrar que los parisinos, habiendo adorado
al buey zodiacal, el del Carnaval no era más que un descendiente del animal
celeste.
Otras obras, no menos dignas de fe, afirman que
esta religión carnavalesca nos viene en línea recta desde Egipto, que
celebraban la procesión del buey Apis hacia la primavera.
¡ Y decir que basta con escribir tres volúmenes
sobre un tema semejante, para entrar en la Academia !
Como es más sensato el buen Panurge, « el que
hizo un gran clérigo de Inglaterra que se comunicaba por señas.»
La descendiente de la Courtille era, hace
una cincuentena de años, el más curioso momento del Carnaval. El pueblo, que
había pasado la noche en medio de las ensaladeras a la francesa, regresaba el
miércoles por la mañana a Paris, por el barrio del Templo. Y era un tropel de
hombres y mujeres todavía borrachos, vociferantes y trastabillando. Otra
muchedumbre los esperaba, la de las elegantes máscaras habiendo pasado la noche
en los restaurantes de moda, y las dos legiones de embriagados se miraban, se
mezclaban y fraternizaban.
Hoy, para los verdaderos parisinos, el Carnaval
no tiene de bueno más que el momento en que acaba; y durante esos días
ruidosos, de cornetas y trompas de caza, se oye decir a todo momento: « ¡ Dios
mío, que horribles son estas fiestas ! » - Fin de la risa.
23 de febrero de 1882
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre