FOCAS Y BALLENAS
( Phoques et baleines )
Publicado en El Gil Blas, el  9 de febrero de 1882

      Hubo un gran espectáculo, estos últimos días, en el gran patio que precede al laboratorio de anatomía comparada del museo de Historia natural.
      Los enormes vagones del ferrocarril del Oeste acababan de descargar unas largas cajas parecidas a grandes ataúdes, y también unas osamentas monstruosas, cabezas de animales colosales, semejantes a extraños instrumentos industriales, complicados como máquinas agrícolas. Sobre todo adhiriéndose aún a unos pedazos de piel y a unos fragmentos de carne. Y cuando se hubo abierto la más pequeña de las cajas, un fuerte a olor a cementerio se desprendió, un olor a cadáver avanzado, y en esta caja un cuerpo se extendía totalmente deformado por la descomposición.
      Entonces unos hombres alinearon las enormes vértebras, pusieron en su lugar cada trozo de esqueleto como si estuvieses jugando a un nuevo juego de paciencia, y reconstruyeron las carcasas de las gigantescas ballenas que el profesor de anatomía comparada del Museo, el Sr. Georges Pouchet, había ido a buscar este verano en los mares del Norte, en el barco del Estado el Coligny.
      El relato de este viaje, que leeremos cuando el informe del joven y sabio profesor sea publicado, nos dará unas singulares sensaciones que pueden ya hacer presentir las fotografías y los objetos que él ha traído de ese país de las ballenas.
      Las costas están todavía cubiertas de hielos; el mar arrastra gruesos cristales helados como montañas, el mar los transporta, los balancea y los hace chocar, este mar frío donde viven los monstruos, las más grandes bestias creadas.
      Allá, sobre la orilla, se eleva un gran edificio de madera muy sencillo, hecho de planchas y un techo, nada más; la marea va a batir a su pie; y unos elevadores, unas grúas parecidas a las de las mercancías en las estaciones, se sitúan ante la entrada. Se trata de la gran fábrica donde se trabaja la carne de las ballenas. Es allí desde donde parten, y a donde regresan los barcos pesqueros.
      La vieja ballena franca no existe casi. Mucho más gruesa que la ballena azul, vale entre cuarenta y cincuenta mil francos. La ballena azul, menos gruesa y más alargada que su hermana, muy numerosa todavía, vale aproximadamente siete mil francos. La ballena franca, mortalmente golpeada, perdurará; también se emplea para cazarla ligeros barcos de vapor que la izan a flor de agua y la remolcan enseguida hasta el establecimiento donde la industria se hace cargo de su cuerpo.
      Cuando el Coligny llego a fondear de proa en el amplio hangar donde son disecados esos monstruos, llevaba cada día consigo tan gran número de ellos que los obreros no eran suficientes. Apenas el animal era desembarcado, los hombres se arrojaban encima, levantaban rápidamente la piel y la grasa, luego se hundía en el agua al animal desollado y se le anclaba como a un navío, para volver a tomarlo a su vez, y fabricar el guano con su carne. El trabajo de la descomposición lo hacía flotar; y pronto fueron dos, luego cuatro, después seis, luego ocho, amarrados juntos, pudriéndose, uno al lado del otro, esos inmensos cuerpos, movidos por las olas. Era una isla de ballenas muertas, de cien metros de largo, de cincuenta de ancho; y la infección era tan grande que todo el mundo a bordo del Coligny tenía arcadas al levantarse cada mañana.
      Entre los objetos traídos por el Sr. Pouchet hay una especie de ballesta, primitiva en su forma, hecha de madera apenas pulida y que solo un hércules puede manejar. Cada nativo de allí posee una de esas armas, y, cuando una ballena es arrojada por la tempestad en uno de esos pequeños lagos poco profundos que bordean las costas, cada uno sale de su casa y acribilla al animal con cortas flechas cuyo hierro lleva las iniciales del propietario. Luego, cuando el gigantesco pez expira de aburrimiento en esa bañera de donde no puede evadirse, se examinan los golpes supuestamente mortales, y las letras grabadas sobre las lanzas designan al propietario del cadáver. 

      Cosa singular, el Mediterráneo, ese mar cálido, ese mar calmo, posee también ballenas y un número considerable de focas. Yo mismo tuve la sorpresa de encontrarme de frente con uno de esos últimos animales... y huí.
      Estas fueron las circunstancias:
      Quería ver ese salvaje y peligroso estrecho de Bonifacio que separa Córcega de Cerdeña y la singular ciudad a la que da su nombre dicho paso, temido desde el naufragio de la Sémillante.
      Había partido de Ajaccio sobre el Rhône, un vapor-tortuga que la marea sacudía de un modo inverosímil; y tras nueve horas de travesía, se penetraba en el estrecho. A izquierda, el alto acantilado blanco se levantaba como una muralla.
      De repente, sobre la cumbre, una pequeña ciudad apareció, colgada sobre un abismo que la acabará devorando, pues la roca que la soporta está tan erosionada por el mar que forma como una gigantesca caverna bajo la ciudad suspendida, permaneciendo en el aire sobre esa bóveda que las olas horadan día a día.
     El navío bordeaba la costa, y pronto se encontró de frente con una grieta estrecha en la muralla de piedra. Era un tortuoso corredor natural donde el barco se metía. Este estrecho pasillo ondulaba como una serpiente para desembocar en un bonito estanque de agua profunda de un maravilloso azul: el puerto de Bonifacio, la ciudad baja, con elevadas construcciones, lo rodea.
      Subí primero hasta la antigua ciudad, aquella que domina el abismo. Las casas están enganchadas no se sabe como encima de este minado acantilado; y allí, sin embargo, se producirá una de esas catástrofes cuyo recuerdo jamás se olvida. Un día llegará, próximo o lejano, donde el mar habiendo acabado de cavar la piedra y de deshacer la montaña, engullirá todo un extremo de la ciudad con sus habitantes.
      Desde allí se ve Cerdeña, y todo el terrible estrecho erizado de rocas, que sacan sus cabezas a flor de agua, como unas amenazantes bestias esperando una presa.
      Luego, volviendo a bajar al puerto, alquilé una barca para visitar las grutas marinas que me habían contado encontrarse entre las más hermosas del mundo.
      La más curiosa es la Dragonale.
      El mar, estando un poco encrespado, tuvimos grandes dificultades para franquear la entrada, puerta baja, donde el oleaje se metía violentamente, amenazando con destruir nuestra embarcación. Finalmente penetramos en una amplia cámara iluminada desde lo alto por una abertura natural que atraviesa todo el espesor de la colina y presenta exactamente, como si hubiese sido tallada por el hombre, la configuración de la isla de Córcega. Bajo nosotros, la profunda agua, donde penetraba una luz más viva procedente del exterior por la entrada en plena mar, una luz de fondo comparable a un rayo eléctrico, era tan roja, tan azulada, tan violeta, tan rosa como un pálido coral.
      Cientos de palomas volaban en nuestra proximidad, huyendo por el agujero que atravesaba la costa, y se veían sus sombras subir, girar, sobre el pequeño fragmento de cielo visto desde el fondo de esta cámara.
      A la derecha, a la altura de un hombre, encima de la barca, se abría una excavación donde los marinos me animaron a escalar para contemplar toda la gruta. Obedecí; pero apenas hube puesto el pie sobre la roca, una gruesa piedra, arrojada como una catapulta, me golpeó en la cabeza, y un gran ruido, un ruido de pasos corriendo, se produjo ante mí, en la impenetrable sombra. De un salto entré en la barca, sin comprender lo que pasaba, sin saber que ser yo había importunado en su refugio, que enemigo me había arrojado ese guijarro.
      Pronto los dos hombres exclamaron: « ¡ La foca ! ¡ La foca ! » y se refugiaron rápidamente en una cavidad de la gruta para evitar, decían ellos, las piedras que la bestia lanzaba a aquellos que la molestaban.
      Y de repente el chafun de una enorme zambullida hizo vibrar la tranquila atmósfera de la caverna; la espuma salpicó hasta la bóveda y pude percibir claramente un cuerpo negro grueso y alargado que nadaba bajo el agua hacia la salida. Era el habitante de ese lugar, la misma foca que nos cedía el lugar.

     De regreso a Ajaccio, me contaron que a menudo iban hasta las viñas que bordeaban el mar, para comer allí uvas. Lo dudo un poco y además no me imagino a una foca un poco borracha bailando un cancán sobre la orilla. Se me afirmó también que siempre lanzan piedras a aquellos que las sorprenden. Es posible en última instancia. He aquí como: El animal, huyendo, rema para caminar como para nadar con sus poderosas aletas, y si una piedra es golpeada por esas membranas que ella agita desesperadamente, se encontrará sin duda arrojada con violencia justamente hacia la persona ante la que se encuentre el animal.
      Esta explicación, además, que yo doy con todas las reservas, habría que someterla al Sr. profesor de anatomía comparada del Museo.

9 de febrero de 1882
Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre