GALANTERÍA SAGRADA
( Galanterie Sacrée )
Publicado en el Gil Blas, el 17 de noviembre de 1881

      A las mujeres de hoy les gustan las ropas de monje. Al monje siempre le ha gustado los vestidos de las mujeres.
      La galantería francesa ha muerto, se dice. Los hombres no se ocupan más de las mujeres, no se charla, no se sabe conquistar ! Id a los locutorios de los conventos; en las largas conversaciones tras celosías tapadas, misteriosas y sombrías, si se sabe galantear.
      La política, los asuntos, la Bolsa, todas las preocupaciones de la vida práctica han absorbido a los hombres, a los hombres con pantalones. Entonces, lentamente, en nombre de la religión de Cristo muerto de amor, los hombres con sotana blanca han recogido el testigo del amor de las mujeres. Se ocupan de ellas, consuelan sus penas, apaciguan sus tumultuosos arrebatos de esos corazones hambrientos de lo desconocido, arropan con grandes palabras vacías, huecas teorías, con frases melodiosas, con toda esa pueril filosofía de confesional, a las pobres almitas de las mujeres, turbadas, volubles, buscando un punto de apoyo.
¡ A la mujer le gusta la sotana del monje ! Le gusta porque hay en este amor un vago olor a sacrilegio, de profanación, porque ella juega allí su papel bíblico de serpiente, de tentadora, porque tiene por misión, por deber, de hacerse amar por el hombre, sea cual sea ese hombre; porque su triunfo de seductora se engrandece con la dificultad de la conquista. Pero para ser amado, el monje se hace amable, mundano, seductor.

      Ningún Lauzun, ningún Richelileu ha recolectado más amplia cosecha de corazones que esos predicadores de moda que aparecen de pronto como cometas, desapareciendo del mismo modo, y cuyos nombres son repetidos, cuchicheados, murmurados, ocupando todos los temas en las largas recepciones, saliendo suavemente de las bocas femeninas en las penumbras del día decreciente, antes de que las lámparas se enciendan.
      Se elige con cuidado en el tropel de neófitos, a aquél que debe captar a las mujeres. Es necesario que sea guapo, que tenga los ojos grandes, el gesto amplio de encanto, de unción. Se le prepara para su papel en el silencio del monasterio, luego se le prueba modestamente en alguna pequeña iglesia de París.
      Comienza su misión, experimenta su poder. Es a las mujeres a las que se dirige; habla a su sentimiento, y, si tiene la vocación suficiente, ellas responden enseguida a su llamada secreta. Unas muchachas, unas burguesas acuden a solicitar su dirección espiritual, se conviertes en sus amigas, sus amiguitas. Comienzan a ir a verle al convento, en los ventanucos vítreos del locutorio; el mismo se ofrece a domicilio. Misteriosos complots tienen lugar, de los que él es el alma, para llevar a Dios el corazón extraviado de alguna pequeña compañera. La amiga abnegada amenaza entrevistarse con ese convertidor jurado, a escondidas del padre, de familia librepensadora; y entonces las tardes son deliciosas, las reuniones semanales, y donde el nombre de Cristo está presente sin cesar. El reverendo padre, encargado de los poderes del cielo, agitado como para sí mismo, recluta a las novias de Dios, ejerce en su nombre una especie de derecho de pernada moral, hecho para lo mejor, al fin y al cabo.
      Pero es necesario un pretexto para estas múltiples entrevistas. El pretexto, siempre el mismo, pronto se encuentra. Toda muchachita habiendo recibido una educación esmerada ha tomado lecciones de dibujo. Se hace el retrato del padre. Es en principio un modesto borrador, un boceto. ¡ Pero él se presta tan complacientemente a posar ! ¡Está tan bien, tan hermoso en su larga túnica colgante !
      Enseguida seguirán otros retratos de él, de la docena a la centena. Ellas los harán todos, todas aquellas que tengan la suerte de manejar el carboncillo, el pincel, el lápiz, el cincel. Y siempre, con la misma disposición, ¡ él posará, paciente,  majestuoso, enorme, en los salones, los gabinetes, los talleres ! Posará todos los días, con diez penitentes diferentes, guardando el secreto de esta multiplicación de su imagen, siguiendo sus medios oscuros, ofreciendo su cabeza, su cabeza reproducida de todos los modos, para cumplir los designios de Dios.
      Él no hace aún más que debutar, pero debuta como un maestro. Para ayudar a la artista, él le da su fotografía. Al principio una, luego dos, tres, diez. Es una inverosímil orgía de colodión derramado, un libertinaje de instantáneas. En una de pie, sentado, un primer plano, de perfil, en tres cuartos; y siempre con su aire inspirado, su aspecto de apóstol, ¡ con la gran sotana blanca y el capuchón negro ! Pensad entonces que con tantas poses, los retratos que tiene comenzados; pero él es hábil, generoso, da a cada una todas las pruebas que se han esperado de él. Y es aun un medio de tomar el corazón, de estar siempre presente, siempre dueño.
      ¿ No reirá un día, señora, cuando esta gran pasión termine, en el que usted encontrará en un cajón cincuenta figuras distintas del reverendo padre que la ha iniciado en las alegría del cielo ?
      Se le consulta a todas horas.
      Recibe cartas de esta guisa:
      « Padre, yo sufro; la banalidad de la vida me oprime; las absurdas realidades me agobian. Me parece que tengo ganas de partir, de elevarme, no sé a donde, hacia un ideal desconocido, el ideal del sueño, etc. » Todo esto contado en cuatro páginas.
      Él responde:
      « ¡El ideal ! ¡ el ideal  ! ¡ Es el grito de toda alma, la sed inextinguible, la eterna aspiración ! ¿Dónde está el ideal, pregunta usted ? ¡Está en Dios ! ¡Está en usted ! Su llamada desesperada, el impulso furioso de su corazón hacia él... es el ideal, eso, hija mía. ¡ El ideal ! está en el infinito que nosotros percibimos sin comprender. Cuando estemos nosotros mismos inmersos en el infinito, es decir en Dios, ¡ gozaremos plenamente del ideal !  ¡ Todo existe, salvo la nada ! ¡ El ideal existe, puesto que lo tenemos en la oscura conciencia ! La nada no existe, puesto que la existencia de un único ser constituye su brillante negación.
      « Fuera de allí usted se debate en el vacío, los brazos abiertos, el corazón alterado, jadeante.
      « Usted parece una paloma viajera cuya ruta ha perdido. Sube a veces hasta las alturas del cielo para volver a caer agotada en el suelo. Soy yo quién debo tenderle la mano en la dirección de la salvación. Hela aquí, hija mía.
      « Adiós, hasta pronto. Usted sabe que hay en mi corazón recuerdos y ardientes ruegos por usted. » 
      Y el papel, sencillo, de dos céntimos el cuaderno, está perfumado como un lecho de cortesana.

      Su reputación crece. Se convierte en el Padre de moda, el Padre de las elegantes, el Padre a cuyas charlas nunca se debe faltar. No tiene una hora para él. Es amado por las cuatro esquinas de París: y esa oleada de amor que sube hacia él lo envuelve, lo deja sonriente, halagado, siempre galante, tentado sin duda por otros deseos, torturado tal vez, pero no cediendo. 
      Él es el apóstol de las mujeres, el apóstol encoloniado, el apóstol de la rosa, el apóstol de delicado sayal, oloroso, con un leve soplo perfumado de cachemira, de manos finas, dedos acariciadores, piel cuidada. Y si el cielo, en ocasiones, gana a sus conversas, el infierno, seguro, no pierde nunca.
      Tiene bálsamos para todas las heridas. Sobre todas las alteraciones cerebrales, dirige su metafísica confusa, suave, según el caso, pero frenéticamente idealista.
      Es entonces cuando el mismo deseo, parecido a una epidemia, se apodera de todas sus clientas, queriendo hacer su retrato al óleo, a la acuarela, al carboncillo, a la sepia, su busto, su medallón. Es entonces cuando, con gran secreto,  posa al mismo tiempo para veinte artistas en faldas, y cuando inunda París de un río de fotografías. 
      Pero unos vagos rumores circulan. Se dice que una joven muchacha se arrojó al agua por su amor, pues él es inflexible a las relaciones carnales. Él domina a la mujer, se deja amar, pero permanece inabordable a los besos.
      Sin embargo, hay una fiebre alrededor de él, una fiebre apasionada, general. Sus superiores finalmente se inquietan. Hay que evitar el escándalo; y de repente, desaparece; vuelve a las sombras, oculto a veces un un lejano claustro, en otras ocasiones simplemente relegado a la celda de su convento.
      Otro le sucede, ya maduro, para recoger esa heredad de amor, para conducir hacia el paraíso convencional al encantador rebaño de parisinas.

17 de noviembre de 1881

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre