GEORGE SAND SEGÚN SUS CARTAS
( Georges Sand d'après ses lettres )

Publicado en Le Gaulois, el 13 de mayo de 1882

      George Sand ha dedicado toda su vida a combatir el prejuicio; y es curioso seguir en sus cartas sus continuas luchas contra sus más fieles amigos, que no podían acostumbrarse a las libertades y a la enorme independencia de espíritu y de costumbres, de esta mujer con la que la naturaleza se había equivocado. 
      Que esa portera cotilla que es la sociedad,  que las personas del mundo, esos « sepulcros marmóreos », hayan cometido un crimen con ese revoloteo de insolencias, con su opinión profundamente despreciativa, se comprende; pero es curioso que incluso los mismos hombres de espíritu, hayan  mostrado casi todos la misma estrechez, esas crisis de juzgado de guardia.
     El hombre, juzgando a la mujer, nunca es justo; la considera siempre como una especie de propiedad reservada al macho, que tiene el derecho absoluta de gobernarla, de moralizarla y de secuestrarla a su antojo; y una mujer independiente lo exaspera como un socialista puede exasperar a un rey.
      « Esa opinión, dice George Sand, se debe, por un lado, a la intolerancia de las mujeres, feas, frías o cobardes; por otra, es la censura burlona e insultante de los hombres que no quieren más que mujeres dóciles, que no quieren mujeres inteligentes, y que siempre desean mujeres fieles. Ahora bien, no es fácil que la mujer sea filósofa y casta a la vez...
      « Esa opinión, es la norma de las personas sin alma y sin virtud... La opinión que yo respeto, es la de mis amigos. »
      En una muy hermosa carta a su madre, dice: " Usted, mi querida madre, ha padecido la intolerancia de las falsas virtudes desde personas corrientes a grandes príncipes..."
      Y en otra parte: « Mi espíritu antisocial y mi desprecio por todo lo que respetan la mayoría de los hombres.»
      Y se encuentra, en efecto, en toda la correspondencia de esta mujer, una serie de axiomas filosóficos de una sorprendente profundidad, de una inflexible verdad y de una tranquila serenidad de la que podría hacerse un Manual de las relaciones sociales.
     
Seguramente pocos seres han tenido un tan grande sentimiento de la libertad, un más profundo respeto por la naturaleza de los demás y una más absoluta tolerancia por los defectos o más bien por las divergencias de temperamento de sus amigos. Ella estableció unos principios de amistad y de camaradería con una rara sabiduría. Dijo:
      « Acepto todos los caracteres, tales como son, porque no creo demasiado que esté en poder del hombre rehacer su temperamento, hacer dominar el sistema nervioso sobre el sanguíneo, el bilioso sobre el simpático. Creo que nuestra manera de ser en lo cotidiano proviene esencialmente de nuestra organización física, y no cometeré un crimen con nadie, pretendiendo que se parezca a mí o todo lo contrario. De lo que me ocupo, es del fondo de los pensamientos y de los sentimientos serios...
      « ¡Dios mío ! cuanta rabia tenemos atormentándonos mutuamente, reprochándonos agriamente nuestros defectos, condenando sin piedad todo lo que no esté esculpido bajo nuestro patrón ...»
      Ahora bien, el innumerable ejercito de los moralizantes perdona de buen grado las faltas ocultas, los pecados que lava el agua bendita,; pero que una mujer, una simple mujer, se atreva a decir: « Cenaré a las cuatro o a las siete según me apetezca...» exclamarán: « ¡ Misericordia ! ¡que caótica !»

      Con esta naturaleza, no es sorprendente que la vida conyugal le haya resultado insoportable muy temprano. Su marido sin duda tenía el instinto dominador de todos los hombres; por el contrario, ella lo tenía de enfrentamiento hacia todos los fuertes, y la existencia común pronto se transformó en imposible. Un poco indolente hasta ese momento, ella no pareció haber pensado en abandonar al bacón Dudevant, hasta el día donde en el que descubrío en un cajón un testamento de éste, destinado a no ser abierto más que después de su muerte. Como era mujer, lo abrió de inmediato, encontrando allí una verdadera requisitoria a su nombre. Su resolución fue tomada en un instante. Se separaron amistosamente, y ella regresó a Paris con una renta de tres mil francos.
      Tres mil francos, era muy poco.  Pensó en los medios de aumentar sus ingresos, y fue entonces que la idea de escribir la atenazó. « Me embarqué, dijo, sobre el  tormentoso mar de la literatura. Hay que vivir. »
     Una de las más curiosas observaciones que hacer sobre esta notable escritora, fue que no había trabajado desde la infancia, como todas las grandes artistas, por la imperiosa necesidad de traducir sus pensamientos, sus visiones, sus sensaciones, sus sueños. Jamás tuvo ese estremecimiento del arte, la emoción del tema encontrado, de la escena que se dibuja, de la embriaguez de la creación, la felicidad de crear. La alegría profunda de la página escrita, y que se cree siempre perfecta, en esa embriaguez del trabajo, no prende llama en sus venas ni un poco de locura en su mente. No piensa más que en el dinero que tanto necesita, y no desea incluso grandes beneficios, sino que se conforma con un modesto salario, con el que vivir con comodidad. Acomete ese oficio enorme de ponderador de ideas, como un carpintero hace mesas, con la idea constante del dinero ganado. Y nos encontramos aquí, enfrentado a su larga necesidad de independencia, un vivo instinto de ama de casa, un aspecto puchero al fuego muy marcado.

      Es una buena madre, en el sentido estricto de la palabra. No tiene, en definitiva, la grandeza que se quisiera en esta mujer emancipada y tan superior.
      Comentó, en veinte lugares diferentes de sus cartas: « Pienso únicamente en aumentar mis bienes, aprovecharme. Como no tengo ninguna ambición de ser conocida no lo seré...» - Y, un poco más tarde: « Y además, ved que extraña cosa, la literatura se convierte en una pasión... Usted se equivoca por tanto si cree que el amor de la gloria me posee. Tengo el deseo de ganar algún dinero.»
      « Tengo al menos la alegría de ser totalmente ajena a la literatura y tratarla como un medio de ganarme el pan.»
      Es solo la necesidad quién la ha hecho artista, y no la explosión normal del talento que se abre paso y se engrandece, a pesar de todos los obstáculos, cuando su semilla misteriosa es depositada en un ser.
      Pero fue tal vez únicamente en su sexo donde hay que buscar la causa de esta indiferencia hacia el mismísimo arte. De todas las pasiones, el amor del arte por el arte es seguramente la más desinteresada. Al lado del deseo muy legítimo de ganar dinero, al lado de la necesidad completamente natural de renombre, el artista ama y debe amar frenéticamente lo que crea. En las horas de producción, no piensa ni en el oro ni en la gloria, sino en la excelencia de su obra. Se estremece con los encuentros que hace, se exalta, como fuera de si, convertido en una especie de maquina intelectual produciendo lo bello, y ama su obra únicamente por que la cree buena.
      Ahora bien, hay que destacar que en sus carta George Sand opone a menudo la idea del dinero a la de la gloria, pero jamás a la del arte.
     
Otra observación constante que se hace a todas las mujeres, es que son obstinadamente cerradas a todos sentimiento que no les interese directamente.
      Nunca pueden ser jurados imparciales de una cosa o una idea para apreciar fuese lo que fuese con una completa indiferencia, ya que se sustraerían a sus tendencias, a sus afectos, a sus simpatías o a sus odios. Una cosa les gusta o no les gusta, las seduce o las repele; pero siempre su personalidad persiste invenciblemente, y nunca podrán salir de ellas mismas para declarar bueno lo que tropieze con su naturaleza o incluso lo que no les afecte nada a su personas, a sus creencia, o a sus íntimos sentimientos.
      El más allá de si mismas les es ajeno. Son, en una palabra, pasionales, inconscientemente pero constantemente personales, encerradas en ellas mismas, condenadas por ellas mismas.
      Pues bien, en estas ciento cuarenta cartas de George Sand, jamás se encuentra un línea que no se relaciones con sus asuntos personales. Nunca se abandona a las ideas puras, nunca a reflexiones ajenas a ella o a sus amigos, jamás sale de ella misma por un minuto, para convertirse en un simple espíritu que ve, sueña, razona y habla, sin creencias preconcebidas y sentimientos interesados.
      Incluso no parece haber conocido esa singular y poderosa sensación de dejar de ser uno mismo para convertirse en lo que se escribe, para revivir en un personaje soñado. Y cuando, cansada y fatigada tras un día de trabajo, se dirige a sus amigos, se queja incluso: « Esperaré por eso un día donde tendré el alma, un día en el que seré Otelo. Por hoy soy perro... Tengo puesto todo lo que tenía de corazón y de energía sobre unas hojas de papel Weyneu; mi alma esta bajo presión, mis facultados están en la mano del compositor. ¡ Infame oficio ! Los días en los que lo ejerzo, no que queda más que la noche.»
       Una mujer, la pasión siempre la domina y la hace proclamar a veces singulares cosas: « Es cierto que el rey Louis-Philippe es el enemigo de la humanidad », dice ella.  ¿ El rey de Yvetot no lo era otro tanto ? Escribe a su hijo: « Pero, a medida que crezcas, reflexionarás en las consecuencias de las relaciones con los aristócratas. » Escribe a la condesa de Agoult ( Daniel Stern ) : « Hace falta que usted sea en efecto bien poderosa para que yo haya olvidado que usted es condesa. » He aquí a la mujer con sus pequeñeces y sus prejuicios.
      Luego, de pronto, a uno de sus amigos que se casa: « Usted se casa, mi buen amigo, El bien y el mal no existen por ellos mismo, y, como la felicidad y la desgracia, dependiendo de la idea que cada uno se hace,  usted se cree contento, entonces usted lo esta. »
      He aquí el espíritu grande  y libre.
      Escribió a otro amigo: « El matrimonio es un estado tan contrario a toda especie de unión y de felicidad, que tengo miedo con razón. »
      Y a otro , que era san simoniano: « Un día, usted no creerá en ninguna secta religiosa, en ningún partido político, en ningún sistema social. »
      Pero esos arrebatos de independencia no duran mucho, y siempre se la ve luchando, debatiéndose entre las necesidades de libertad de su inteligencia ¡y las de las necesidades de su fe de mujer, fe en algo, en alguien, fe en la religión o en la Revolución.
      Y, como todos los grandes espíritus, siempre se la ve desanimada, desmoralizada, sublevada, herida por el egoísmo, el pacatismo, la intolerancia y la eterna tontería de los hombres. « Mire usted, dice ella a menudo, la especie humana es mi enemiga.»

13 de mayo de 1882

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre