GUSTAVE FLAUBERT
( Gustave Flaubert )

Publicado en L'Écho de Paris, el 24 de noviembre de 1890

      Ya he publicado todo lo que quería decir acerca de Gustave Flaubert como escritor. Hablaré un poco del hombre. Pero como a él no le gustaban las revelaciones de ningún tipo, no cometeré indiscreciones. Quiero únicamente, en el momento en el que sus amigos ofrecen a Rouen, que fue su patria, la notable obra del Sr. Chapu (1), mostrar algunos rasgos característicos de su forma de ser. Conocí a Flaubert tarde, aunque su madre y mi abuela hubiesen sido amigas desde la infancia. Pero las circunstancias alejan a los amigos y separan a las familias. Lo vi dos o tres veces solamente durante mi primera juventud.
      Fue después de la guerra, cuando vine a París, convertido en hombre, y fui a hacerle una visita, que resultó ser definitiva en nuestras relaciones y cuyo recuerdo ha permanecido imborrable en mí.
      Él ha dicho e incluso ha escrito que su amor inmoderado por las letras le había sido en parte infundido, al comienzo de su vida, por su más íntimo y querido amigo, fallecido muy joven, mi tío Alfred Le Poittevin, que fue su primer guía en esta ruta artística, y por así decirlo, el revelador del embriagador misterio de las Letras. Encuentro en su correspondencia conmigo esta frase:
      « ¡ Ah ! Le Poittevin, cuántos cosas me ha hecho soñar ! He conocido hombres notables de este tiempo, pero todos me han parecido pequeños a su lado.»
      Él había conservado el culto, la religión de esa amistad.
      Cuando me recibió me dijo, examinándome con atención: « Caramba, como se parece usted a mi pobre Alfred. » Luego dijo: « De hecho, no me sorprende puesto que él era el hermano de su madre ».
      Me hizo sentar y me interrogó. Mi voz también, según parece, tenía entonaciones semejantes a la voz de mi tío; y de súbito vi los ojos de Flaubert llenos de lágrimas. Se levantó, envuelto de la cabeza a los pies en esa gran bata marrón de amplias mangas que parecía un hábito de monje, y levantando sus brazos, me dijo con voz vibrante por la emoción del pasado:
      « Abráceme, muchacho, se me encoge el corazón viéndole. He creído en todo momento que oía hablar a Alfred.»
      Y esa fue en realidad la causa, profunda, de su gran amistad por mí.
      Desde luego yo le aporté toda su juventud desaparecida, pues, educado en una familia que casi fue la suya, le recordaba todo un modo de pensar, de sentir, incluso de expresar, unos tics del lenguaje de los que estuvo arropados en los quince primeros años de su vida.
      Era para él una especie de aparición de Antaño.
      Él me atrae, me ama. Fue, de entre los seres reencontrados un poco tarde en la existencia, el único por el que sentí un profundo afecto, cuyo apego se convirtió para mí en una especie de tutela intelectual, y que tuvo sin cesar la preocupación de serme bueno, útil, de darme todo lo que podía dar de su experiencia, de su saber, de sus treinta y cinco años de trabajos, de estudios, y de embriaguez artística.
      Lo repito: habiendo hablado en otras ocasiones del escritor, no quiero decir nada más. Es necesario leer a esos hombres, y no cotillear sobre ellos.
      Únicamente señalaré dos rasgos de su naturaleza íntima: una vivacidad inocente de impresiones y de emociones que la vida no  nunca aporta; y una fidelidad de amor para los suyos, de devoción para sus amigos, de la que nunca he visto otro ejemplo.
      Como le horrorizaban los burgueses ( y él los definía así: cualquiera que piense vilmente) pasó entre la mayoría de sus contemporáneos como una especie de feroz misántropo que hubiese devorado de buen grado a un rentista en sus tres comidas.
      Era, por el contrario, un hombre dulce, pero de palabra violenta, y muy tierno, aunque su corazón, creo yo, nunca fue profundamente tocado por una mujer. Se ha hablado mucho, especulado sobre su correspondencia publicada tras su muerte, y los lectores de las últimas cartas aparecidas lo han creído afectado de una gran pasión porque éstas estaban repletas de literatura amorosa. Él amó como muchos poetas, equivocándose sobre aquella a la que amaba. Musset  hizo otro tanto; pero éste al menos, huía con Ella a Italia o a las islas españolas, añadiendo a su insuficiente pasión el decorado del viaje, y el legendario atractivo de la soledad en la lejanía. Flaubert prefería amar solo, lejos de ella, y escribirle un par de páginas de prosa, rodeado de sus libros.
      Como ella le reprochaba vehementemente, en cada una de sus respuestas, el no ir nunca a verla, y de pasar de su presencia con una humillante obstinación, él le concede una cita en Nantes, y le anuncia así, con la triunfante satisfacción de un útil deber cumplido: « Piense entonces que pasaremos juntos toda una tarde, la próxima semana »
      ¿ No creen que si se ama a una mujer con auténtico sentimiento, se debe desear perdidamente pasar a su lado todos los instantes de su vida ?
      Gustave Flaubert fue dominado durante su existencia entera por una única pasión y dos amores: la pasión fue la de la Prosa francesa; uno de los amores fue su madre y el otro los libros.

      Su ser entero, desde el día en el que tiene uso de razón, hasta aquel en el que le vi tendido, el cuello hinchado, muerto por el esfuerzo espantoso de su cerebro, fue presa de la Literatura, o, para ser más exacto, de la Prosa. Sus noches estaban llenas de  ritmos de frases. Durante sus largas veladas en su despacho de Croisset, dónde su lámpara, iluminada hasta la mañana, servía de señal a los pescadores del Sena, él declamaba párrafos de los maestros que le gustaban; y las palabras sonoras, pasando por sus labios, bajo sus gruesos bigotes, parecían recibir allí besos. Tomaban entonaciones tiernas o vehementes, llenas de caricias y de exaltaciones de su alma. Nada, seguramente, le motivaba tanto como recitar a algunos amigos preferidos, largos pasajes de Rabelais, de Saint-Simon, de Chateaubriand o versos de Victor Hugo, que salían de su boca como caballos desbocados.
      De su ilimitada admiración por los maestros de todas las lenguas, de todos los tiempos y de todos los países, nació tal vez en parte, su horrible pena en escribir y la imposibilidad en la que vivía de estar plenamente satisfecho de la concordancia misteriosa de su forma y de su pensamiento. Su ideal irrealizable provenía de un montón de recuerdos de cosas muy bellas y muy distintas. Era épico, lírico y al mismo tiempo observador incomparable de las vulgaridades corrientes de la vida. Debió, con un esfuerzo sobrehumano, someter y humillar su gusto por la belleza plástica hasta expresar escrupulosamente todos los detalles banales y cotidianos del mundo.
      Su erudición por consiguiente fue tal vez también un poco una traba para su producción. Heredero de la vieja tradición de los antiguos letrados que eran de entrada sabios, poseía una erudición prodigiosa. Aparte de su inmensa biblioteca de libros que conocía como si acabase de leerlos, conservaba una biblioteca de notas tomadas por él sobre todas las obras inimaginables, consultadas en establecimientos públicos y por todas partes donde había descubierto interesantes obras. Parecía saber por corazón esta biblioteca de notas, citaba de memoria las páginas y los párrafos donde se encontraría la información buscada, escrita por él diez años antes, pues su memoria parecía increíble. También aportaba en la ejecución de sus libros tal escrúpulo de exactitud que hacía búsquedas de ocho días para justificar a sus propios ojos un pequeño hecho, una palabra solamente. Alexandre Dumas nos dibujo, hablando de él durante un almuerzo: « Que sorprendente obrero, ese Flaubert, tala un bosque entero para hacer cada cajón de sus muebles.»
      Tuvo necesidad, escribiendo Bouvard et Pécucher, de una excepción a una ley botánica, pues afirmaba que no hay regla sin excepción, lo que sería contrario al sentido de producción de la naturaleza. Todos los botánicos de Francia fueron interrogados y permanecieron mudos. Yo leí cincuenta informes para eso. Finalmente, el profesor del Museo de historia natural descubrió la planta que él buscaba, y el delirio de alegría de Flaubert con esta noticia fue increible.
      Vivía entonces casi siempre en Croisset, en medio de sus libros, y cerca de su madre. Fue un admirable hijo, y más tarde un tío admirable para su sobrina, hija de su hermana muerta tras el parto.
      Demostró en todas las circunstancias de la vida un corazón de niño y unas formas de ogro. Estuvo incluso un poco siempre bajo la tutela de su madre, pues la Prosa francesa, a quién pertenecía completamente, no es ni una mujer de cabeza ni una directriz de existencia.
      Ambos pasaban años casi enteros en Croisset, entre el Sena y la costa cubierta de árboles. Él, encerrado en su despacho, miraba como descansa el país por las ventanas. Cuando él pegaba a aquellas la gran forma de su figura de Galo, veía subir hacia Rouen los grandes vapores negros de carbón y los bonitos tres mástiles de América o de Noruega que parecían deslizarse en su jardín, arrastrados por un pequeño remolque, mosca jadeante, boqueante de humo. Cuando miraba al lado opuesto, hacia su pequeño jardín, percibía a la altura del primer piso un alargado paseo de tilos y cerca, dando sombra en los cristales, un tulipero (2) gigante, que era para él casi un amigo.
      Vivía, con la Sra. Flaubert, como dos ancianos. El mostraba por ella una deferencia absoluta, casi una obediencia de niño, y un afectuoso respeto del que le era imposible no emocionarse.

      Tenía horror al movimiento, aunque realizó algún pequeño viaje en alguna ocasión y lo hizo con alegría. Toda su existencia, todos sus placeres, casi todas sus aventuras tuvieron lugar en su cabeza. De joven tuvo grandes éxitos con las mujeres y pronto las desdeñó. Y sin embargo su corazón parecía lleno de llamada; y sin haber experimentado tal vez ninguna de esas grandes emociones ardientes de un hombre, tenía recuerdos que engrandecían con el tiempo y se volvían poderosos como todo lo que se deja tras de si.
      He aquí lo que ocurrió justo un año antes de su muerte.
      Recibí de él una carta en la que me rogaba que fuese a pasar dos días y una noche a Croisset a fin de no estar solo en el cumplimiento de una penosa tarea.
      Cuando me vio entrar me dijo:
      - « Buenos días mi muchacho, gracias por haber venido. Esto no será divertido. Quiero quemar todas mis antiguas cartas no clasificadas. No quiero que se lean después de mi muerte; y no quiero hacer esto solo. Pasarás la noche sobre un sillón,  leerás; y cuando  tengas demasiado, charlaremos un poco »
      Luego me llevó a dar unas vueltas por el paseo de tilos que dominaba el valle del Sena.
      Desde hacía tres años, me tuteaba, llamándome unas veces: « Mi muchacho» y más a menudo: « Mi discípulo ».
      Recuerdo que el día en el que fui a verle a Croisset, charlamos durante todo el paseo bajo los tilos, del Sr. Renan y del Sr. Taine, quiénes le gustaban y a quiénes admiraba mucho.
      Luego cenamos ambos en el comedor de la planta baja. Fue una buena y copiosa cena. Bebió algunos vasos de viejo vino de Burdeos repitiendo: « Vamos, es necesario que me motive. No quiero ablandarme »
      Al regresar al gran despacho tapizado de libros, limpió y fumo cuatro o cinco de todas las pipas de loza blanca barnizada que tanto le gustaban, y de las que su chimenea estaba cubierta, y cuyo agujero ennegrecido por el tabaco me hacían mirar por momentos sobre su mesa, en un plato de Oriente, sus innumerables plumas de oca con el plumín ennegrecido de tinta.
      Luego se levantó: « Ayúdame », dijo. Pasamos a su habitación, una larga pieza estrecha contigua a su despacho. Bajo una cortina que ocultaba unas planchas cargadas de objetos, vi un gran baúl al que tomamos cada uno por un lado, para llevarlo al apartamento de al lado.
      Lo depositamos ante la chimenea cuyo fuego trepidaba. Lo abrió. Estaba lleno de papeles. « He aquí mi vida, dijo. Quiero guardar una parte y quemar otra. Siéntate, mi muchacho, y toma un libro. Voy a disponerme a destruir esto ».
      Me senté, abrí un libro, no recuerdo cual. Él había dicho: « He aquí mi vida ». Un gran trozo de la historia íntima de ese gran hombre sencillo, estaba en esta gran caja de madera. Iba a retomarla en los últimos días, para acabarla por los primeros, en esa noche en la que yo estaba solo cerca de él, sintiendo mi corazón crispado como el suyo.
      Las primeras cartas que encontró eran insignificantes, cartas de vivos, conocidos o no, inteligentes o mediocres. Luego abrió otras que le hicieron pensar. « Esta es de la Sra. Sand, dijo, escucha. » Me leyó bellos párrafos de filosofía y de arte, y repetía, radiante: « ¡ Ah ! que genio de mujer ». Encontró otras, de personas célebres, otras de personas consagradas de las que subrayaba las tonterías con fuertes estallidos de voz. Clasificaba mucho para guardarlas. Un vistazo sobre las siguientes le bastaba para arrojarlas al fuego con un brusco movimiento. Se inflamaban, iluminando el amplio despacho hasta en sus rincones más sombríos.
      Las horas pasaban. No hablaba y leía siempre. Con las de los desaparecidos, daba largos suspiros que le hinchaban el pecho. De vez en cuando murmuraba un nombre, hacía un gesto de pesar, el gesto verdadero y desolado que se suele hacer sobre las tumbas.
      « Una de mamá », dijo. Me leyó también fragmentos. Veía en sus ojos brillar unas lágrimas luego rodar sobre sus mejillas.
      Después se hundió de nuevo en el cementerio de viejos conocimientos y de antiguos amigos. Leía poco esos papeles íntimos y olvidados, como si hubiese querido haber acabado él mismo, y se puso a quemarlos, a quemarlos en montones. Se hubiera dicho que a su vez estaba matando a esos muertos.
      Cuatro horas habían pasado; de súbito encontró, en medio de las cartas, un paquete delgado, anudado con una estrecha cinta; y habiéndolo desenrollado lentamente, descubrió un pequeño zapato de baile de seda, y en su interior una rosa marchita enrollada en un pañuelo de mujer, totalmente amarillo en su marco de encajes. Eso tenia el aspecto del recuero de una noche, una misma noche, Y él besó esas tres reliquias con gemidos de dolor. Luego las quemó, y se frotó los ojos.
      Llegó el día sin que hubiese acabado. Las últimas cartas eras las que había recibido en su juventud, cuando no era más que un niño, cuando todavía no era un hombre.
      Luego se levantó: « Ese era, dijo, el montón que no he querido ni clasificar ni destruir. Ya está: Ve a acostarte, gracias ». Entré en mi habitación, pero no dormí. El sol se levantaba iluminando el Sena. Y yo pensaba: « He aquí una vida, una gran vida, es decir: muchas cosas inútiles que se queman, el indiferente pasatiempo de cada día, algunos recuerdos destacando hechos sentidos, hombres reencontrados, ternuras íntimas de familia, y una rosa marchita, un pañuelo y un zapato de mujer ». Eso es todo lo que tuvo, todo lo que ha experimentado, incluso lo que le ha gustado.
      Pero en su cabeza, es esa fuerte cabeza con ojos azules, el universo entero pasaba desde el comienzo del mundo hasta nuestros días. Este hombre vio todo, este hombre, comprendió todo, sintió todo, padeció todo, de un modo exagerado, desgarrador y delicioso. Fue el ser soñador de la Biblia, el poeta griego, el soldado bárbaro, el artista del Renacimiento, el mendigo y el príncipe, el mercenario Matho y el médico Bovary. Ha sido incluso también la pequeña burguesa coqueta de los tiempos modernos, como lo fue la hija de Amilcar. Fue todo eso, no en pensamiento, sino en realidad, pues el escritor que piensa como él se convierte en todo lo que siente, aunque en la noche en la que Flaubert escribió el envenenamiento de madame Bovary, fue necesario ir a buscar a un médico, pues desfallecía, envenenado por el sueño de esta muerte, con síntomas de arsénico.
      Felices aquellos que han recibido de « yo no se qué » aquello que nos convierte al mismo tiempo en los productores y las víctimas, esta facultad de multiplicarse de ese modo por el poder evocador y generatriz de la Idea. Ellos escapan, durante las horas exaltadas del trabajo, a la obsesión de la verdadera vida banal, mediocre y monótona; pero, después, cuando se despiertan, como podrían defenderse del desprecio y del odio artístico del que desbordaba el corazón de Flaubert para la humanidad real.

(1) En 1890 se inauguró en el museo de Rouen un bello monumento de Chapu dedicado a la memoria de Flaubert ( N. del T.)
(2)  Tulipero de Virginia ( Liriodendron tulipifera) Árbol cónico de la familia de los magnoliaceos. (N. del T.)

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre