GUSTAVE FLAUBERT
( Gustave Flaubert )
Estudio
prologando el libro Lettres à George Sand, por Gustave Flaubert,
Paris, G. Charpentier y Cia, 1884.
I
Gustave Flaubert nació en Rouen el 12 de diciembre de 1821.
Su madre era hija de un médico de Pont-l'Évêque, el Sr. Fleuriot. Ésta
pertenecía a una familia de la Baja Normandía, los Cambremer de Croix-Mare, y
era aliada de Thouret, de la Asamblea Constituyente.
La abuela de Gustave Flaubert, Charlotte Cambremer, fue compañera de infancia de
Charlotte Corday.
Pero su padre, nacido en Nogent-sur-Seine, era de origen campesino. Era un
cirujano de gran valor y renombre, director del Hospital Dieu de Rouen. Hombre
recto, sencillo, brusco, se sorprende, sin indignarse, de la vocación de su hijo
Gustavo por las letras. Él juzgaba la profesión de escritor como un oficio de
perezosos e inútiles. Gustave Flaubert fue todo lo contrario de un niño prodigio.
Consiguió aprender a leer con grandes dificultades. Apenas sabía leer cuando
entró en el Instituto, a la edad de nueve años.
Su gran pasión, durante su infancia, era hacerse contar historias. Las
escuchaba inmóvil, fijando sus grandes ojos azules en el narrador. Luego
permanecía durante horas pensando, un dedo en la boca, enteramente absorto, como
dormido.
Sin embargo su espíritu trabajaba, pues componía ya piezas, que no podía
escribir, pero que representaba solo, haciendo los diferentes personajes,
improvisando largos diálogos.
Durante su primera infancia, las dos características principales de su
personalidad, fueron una gran inocencia y un horror hacia toda actividad física.
Toda su vida permanecerá siendo un ingenuo y sedentario. No podía ver caminar ni moverse a
su alrededor sin exasperarse; y declaraba con su mordiente voz, sonora y siempre
un poco teatral: que eso no era filosófico. « Uno
no puede pensar y escribir más que sentado », decía.
Su ingenuidad permaneció hasta sus últimos días. Este observador tan penetrante
y tan sutil parecía no ver la vida con lucidez, más que de lejos. Desde el
momento en el que él la padecía, desde que sus vecinos más inmediatos la vivían,
se hubiese dicho que un velo cubría sus ojos. Su extrema rectitud natural, su
buena fe inquebrantable, la generosidad de todas sus emociones, de todos los
impulsos de su alma, son las causas indudables de esa inocencia perseverante.
Vivió al lado del mundo y no en su interior. Mejor situado para observar, no
tenía la sensación clara de los contactos. Es a él sobre todo a quién se le
puede aplicar lo que escribió en su prólogo a las Dernieres Chansons, de su
amigo Louis Bouilhet:
En fin, si los accidentes del mundo, desde el momento en que son advertidos, os aparecen transportados por el empleo de una ilusión a describir, talmente como todas las cosas, y comprendida vuestra existencia, no os parecerán tener otra utilidad, y estad preparados a todas las vejaciones, dispuestos a todos los sacrificios, acorazados a toda prueba, ¡ atreveos, publicad !
De joven era de una belleza
sorprendente. Un viejo amigo de su familia, médico ilustre, decía a su madre: «
Vuestro hijo, es el Amor adolescente.»
Desdeñoso hacia las mujeres, vivía en una exaltación de artista, en una especie de
éxtasis poético que alimentaba por la compañía cotidiana de aquél que fue su más
querido amigo, su primer guía, el alma gemela que no se encuentra nunca dos
veces, Alfred Le Poittevin, muerto muy joven, de una enfermedad de corazón,
debido al trabajo.
Luego fue golpeado por la terrible enfermad que otro amigo, Maxime Du Camp,
tuvo la mala inspiración de revelar al público, buscando establecer una relación
entre la naturaleza artística de Flaubert y la epilepsia, explicando la una por la
otra. Desde luego, ese mal espantoso no ha podido golpear el cuerpo sin
ensombrecer el espíritu. Pero, ¿ debe lamentarse ? ¿ Las personas completamente
felices, fuertes y sanas, están preparadas como hace falta para comprender,
penetrar, expresar la vida, nuestra vida tan atormentado y tan corta ? ¿ Están
hechos, los exuberantes, para descubrir todas las miserias, todos los sufrimientos
que nos rodean, para darse cuenta de que la muerte golpea sin cesar, cada día,
por todas partes, feroz, ciega, fatal ? Así pues, es probable que el primer
ataque de epilepsia haya dejado una impronta de melancolía y de temor sobre el
ardiente espíritu de ese robusto muchacho. Es probable, por consiguiente, que le
haya quedado una especie de aprensión en la vida, una manera un poco más sombría
de interpretar las cosas, una sospecha ante los sucesos, una duda ante la
aparente alegría. Pero, para quien quiera que haya conocido al hombre entusiasta
y vigoroso que era Flaubert, para quien quiera que le haya visto vivir, reír,
exaltarse, sentir y vibrar cada día, es indudable que el miedo a las crisis,
desaparecidas además en su madurez y reaparecidas únicamente en los últimos
años, no podía modificar más que de un modo casi insensible su forma de ser y de
sentir y las costumbres de su vida. Tras algunos ensayos literarios que no
fueron publicados, Gustave Flaubert debutó en 1857 con una obra maestra, Madame Bovary.
Se conoce la historia de este libro: el proceso iniciado por el ministerio
fiscal, la violenta requisitoria del Sr. Pinard, cuyo nombre permanecerá siempre
asociado a este proceso, la elocuente defensa del Sr. Sénart, la difícil
absolución a regañadientes, los severos reproches del presidente,
¡ luego el éxito vengador, explosivo, inmenso !
Pero Madame Bovary tiene también una historia secreta que puede ser una
advertencia y enseñanza para los principiantes en este difícil oficio de las letras.
Cuando Flaubert, después de cinco años de encarnizado trabajo, hubo terminado
por fin esta genial obra, la confió a su amigo Maxime Du Camp, que la puso en
manos del Sr. Laurent Pichat, redactor jefe de la Revue de Paris. Fue entonces
cuando él experimenta cuan difícil es hacerse comprender de entrada, como se
es despreciado por aquellos en quienes ha puesto su confianza, por aquellos que
pasan por ser los más inteligentes. Fue de esa época seguramente de donde
proviene ese desprecio que mantuvo sobre el juicio de los hombres, y su ironía
antes las afirmaciones o negaciones absolutas.
Algún tiempo después de haber llevado al Sr. Laurent Pichat el manuscrito de
Madame Bovary, el Sr. Maxime Du Camp escribió a Gustave Flaubert la singular
carta que a continuación reproduzco, que tal vez, modificará la opinión que se
haya podido hacer tras las revelaciones de este escritor sobre su amigo, y en
particular sobre la Bovary, en sus Souvenirs llittéraires:
14 de julio de 1856
Querido amigo,
Laurente Pichat ha leído tu
novela y me envía la apreciación que te transmito. Al leerla verás cuanto
debo
compartirla, puesto que reproduce casi todas las observaciones que yo te
había hecho antes de tu marcha. He entregado tu libro a Laurent, sin hacer
otra cosa que recomendárselo calurosamente; nosotros no nos hemos puesto de acuerdo
en absoluto para irte con la misma cantinela. El consejo que él te da es
bueno y te diré incluso que es el único que debes seguir. Déjanos los
fundamentos de tu novela para publicarlas en la Revue; haremos los
cortes que juzguemos indispensables; a continuación la publicarás en volumen
como quieras. Mi pensamiento más íntimo es que, si no haces eso, te
comprometes absolutamente y te estrenas con una obra embrollada en la que el
estilo no basta para proporcionarle interés. Se valiente, cierra los ojos
durante la operación, y fíate, sino en nuestro talento, al menos en nuestra
experiencia adquirida en este tipo de cosas y también en nuestro afecto por
tí. Has enterrado tu novela bajo un montón de cosas, bien hechas, pero
inútiles; no se la ve lo suficiente; se trata de extraerla; es un trabajo
fácil. Nosotros lo haremos bajo nuestra vigilancia mediante una persona
experimentada y hábil, no añadiendo una palabra a tu copia; no se hará más
que expurgar; eso te costará unos cien francos que se descontarán de tus
derechos, y habrás publicado algo verdaderamente bueno, en lugar de una obra
incompleta y demasiado farragosa. Debes maldecirme con todas tus fuerzas,
pero piensa que en todo esto no me ha movido más que tu único interés.
Adiós, querido amigo, respóndeme y considérame siempre tuyo.
MAXIME DU CAMP
La mutilación de este libro típico y a partir de ahora inmortal,
practicada por una persona experimentada y hábil, ¡ no habría
costado al autor más que unos cien francos ! ¡ Verdaderamente, para nada !
Gustave Flaubert debió de estremecerse leyendo esos consejos, con una
emoción profunda y perfectamente natural. Y él escribió, con su más grande
caligrafía, sobre el dorso de esta carta preciosamente conservada, esta
única palabra: ¡ Gigantesco !
Los dos colaboradores, los Sres. Pichat y Maxime Du Camp, se pusieron al
trabajo, en efecto, para expurgar la obra de su amigo de ese montón de
cosas bien hechas, pero inútiles, que la estropeaban; pues se lee sobre
un ejemplar, conservado por el autor, de la primera edición del libro, las
siguientes líneas.
Este ejemplar se corresponde con mi manuscrito tal y como ha salido de las manos del señor Laurent Pichat, poeta y redactor jefe de la Revue de Paris.
GUSTAVE FLAUBERT
20 avril 1857
Abriendo el volumen, se encuentra, de página en página, unas líneas, unos párrafos, fragmentos enteros suprimidos. La mayoría de las cosas originales y nuevas están tachadas con esmero. Y se lee todavía, de la mano de Gustave Flaubert, sobre la última hoja, esto:
Era necesario, según Maxime Du Camp, suprimir toda la boda, y, según Pichat, suprimir, o al menos acortarla considerablemente, rehacer las ferias de un extremo al otro ! Según la opinión general, en la Revue, el final era demasiado largo, « inutil »
De aquí proviene seguramente también el origen del enfriamiento sobrevenido en la ardiente amistad que unía a Flaubert con Maxime du Camp. Si fuese necesaria una prueba más precisa, se la encontraría en este fragmento de una carta de Louis Bouilhet a Flaubert:
En cuanto a Maxime Du Camp, he estado quinde días sin verle, y habría pasado un año del mismo modo, si él mismo no hubiese aparecido por mi casa el jueves pasado, hace ocho días. Debo decir que fue muy amable, para conmigo y hacia tí. Eso puede ser diplomacia, pero te constato los hechos tal cual. Me ha ofrecido sus servicios para encontrar un editor, luego para encontrar una biblioteca. Se ha interesado por ti y por tu trabajo. Lo que le he dicho de la Bovary le ha ocupado mucho. Me ha soltado frases incidentales, que estaba muy alegre, que tu estabas equivocado al no haberle perdonado nunca lo de la Revue, que él vería con alegría tus obras en su antología, etc. etc. Parecía hablar con convicción y franqueza.
Estos detalles íntimos no tienen
importancia excepto desde el punto de vista de los juicios emitidos por el Sr Du Camp sobre su amigo. Más tarde
tuvo lugar la reconciliación entre ellos.
La aparición de Madame Bovary fue una revolución en las letras.
El gran Balzac, despreciado, había dejado sus genio en unos libros
poderosos, densos, desbordantes de vida, de observaciones o más bien de
revelaciones sobre la humanidad. Adivinaba, inventaba, creaba un mundo
entero nacido en su espíritu.
Poco artístico con el sentido delicado de la palabra, escribía en un lenguaje
fuerte, imaginado, un poco confuso y penoso.
Llevado por su inspiración, parece haber ignorado el tan difícil arte de
dar a las ideas el valor por las palabras, por la sonoridad y la contextura
de la frase.
En su obra aparecen torpezas colosales; y hay pocas páginas de este gran
hombre que puedan ser citadas como obras maestras de la lengua, como se
citan en Rabelais, en La Bruyére, en Bossuet, en Montesquieru, en
Chateaubriand, en Michelet, Gautier, etc.
Por el contrario, Gustave Flaubert, procediendo por penetración más que por
intuición, aportaba, con lengua admirable y nueva, precisa, sobria y sonora,
un estudio de vida humana, profundo, sorprendente, completo.
No era novela su novela como la habían hecho los más grandes, novela donde
se advierte siempre un poco la imaginación y al autor, no pudiendo ser
clasificada en el género trágico, en el género sentimental, en el género
apasionado o en el género familiar, en su novela, donde no se muestran las
intenciones, las opiniones y las maneras de pensar del escritor; era la vida
tal y como se da. Se hubiese dicho que los personajes se movían bajos los
ojos pasando las páginas, que los paisajes se mostraban con sus tristezas y
sus alegrías, sus olores, su encanto, que los objetos también surgían ante
el lector a medida que los evocaba un poder invisible, oculto no se sabe
dónde.
Gustave Flaubert, en efecto, fue el más ardiente apóstol de la impersonalidad
en el arte. No admitía que el autor fuese adivinado en ninguna ocasión, que
se dejase mostrar en una sola página, en una línea, en una palabra, ni una sola
parcela de su opinión, ninguna apariencia de intención. Debía ser el
espejo de los hechos, pero un espejo que los reproducía dándoles ese reflejo
inexpresable, ese no sé qué de casi divino que es el arte.
No se es todo lo impersonal que uno debiera, hablando de este impecable
artista.
Si él daba una importancia considerable a la observación y al
análisis, ponía un mayor énfasis en la composición y en el estilo. Para él,
esas dos cualidades sobre todo hacían los libros imperecederos. Por
composición, entendía ese trabajo encarnizado que consiste en expresar
la única esencia de las acciones que se suceden en una existencia, en
elegir únicamente los rasgos característicos y agruparlos, combinarlos de
tal modo que concuerden del modo más perfecto en el efecto que se
quiere obtener.
Nada le irritaba más que las doctrinas de los peones de la crítica sobre el
arte moral o sobre el arte honesto.
« Desde que la humanidad existe, decía, todos
los grandes escritores han protestado mediante sus obras contra esos consejos de
impotentes. »
La moral, la honestidad, los principios, son cosas indispensables para
mantener el orden social establecido; pero no hay nada en común entre el
orden social y las letras. Los novelistas tienen por principal motivo de
observación y de descripción las pasiones humanas, buenas o malas. No tienen
por misión moralizar, ni flagelar, ni enseñar. Todo libro tendencioso deja
de ser un libro de artista.
El escritor mira, trata de penetrar en las almas y los corazones, de
comprender sus bajezas, sus inclinaciones odiosas o magnánimas, toda la
complicada mecánica de los móviles humanos. Observa de este modo siguiendo
su temperamento de hombre y su conciencia de artista. Deja de ser meticuloso
y artístico si se esfuerza sistemáticamente en glorificar la humanidad, de
maquillarla, de atenuar las pasiones que él considera deshonestas en
provecho de las pasiones que juzga virtuosas.
Todo acto, bueno o malo, no tiene, para el
escritor, más que importancia como tema a escribir, sin que ninguna idea de bien o mal pueda
serle vinculada. Vale más o menos como documento literario, eso es todo.
Aparte del fondo verdadero, observado con buena fe y expresado con talento,
no hay nada más que esfuerzos impotentes de peones. Los grandes escritores
no están preocupados ni de moral ni de castidad. Ejemplo: Aristófanes,
Apuleyo, Lucrecio, Ovidio, Virgilio, Rabelais, Shakespeare y tantos otros.
Si un libro contiene una enseñanza, debe ser, a pesar de su autor, por la
misma fuerza de su argumento.
Flaubert consideraba esos principios como dogmas de fe. Cuando apareció
Madame Bovary, el público, acostumbrado al suntuoso edulcorado de las novelas
elegantes, así como a las aventuras inverosímiles de las novelas de acción,
clasificó al nuevo escritor entre los realistas. Es un craso error y una
torpeza. Gustave Flaubert no era más realista porque observase la
vida con cuidado del mismo modo que el Sr. Cherbuliez no era idealista por que la
observase mal.
El realista es aquél que no se preocupa más que del hecho brutal, sin
comprender su importancia relativa y sin considerar sus repercusiones. Para Gustave Flaubert, un hecho por si mismo no significaba nada. Se explica así
en una de sus cartas:
Usted se queja de que los sucesos no son variados, esa es una queja realista, y además ¿ qué sabe usted ? Se trata de mirarlos de cerca. ¿ Ha creído usted alguna vez en la existencia de las cosas ? ¿ Acaso no es todo más que una ilusión ? No hay más verdades que las relaciones, es decir el modo en el que nosotros percibimos los objetos.
En absoluto observador, sin embargo fue concienzudo; sino nulo, no se esfuerza mucho en comprender las causas que
llevan a los efectos.
Su proceso de trabajo, su procedimiento artístico tenía más de penetración que
de observación.
En lugar de establecer la psicología de los personajes en disertaciones
explicativas, la hacía simplemente aparecer por sus actos. Los interiores eran asi desvelados por los exteriores, sin ninguna argumentación
psicológica.
Imaginaba de entrada unos tipos; y, procediendo por deducción, hacía ejecutar a
esos seres las acciones características que debían fatalmente adquirir con una
lógica absoluta, según sus temperamentos.
La vida que tan minuciosamente estudiaba no le
servía demasiado más que a título de información.
Jamás enuncia los sucesos; se diría, leyéndole,
que los mismo hechos son los que hablan, en tanto él concede importancia a la
aparición visible de los hombres y de las cosas. Es esta rara cualidad de
poner en escena, de evocador impasible que le ha hecho bautizar realista por
los espíritus superficiales que no saben comprender el sentido profundo de una
obra más que cuando se expresa en frases filosóficas.
Se irritaba mucho con este epíteto de realista
que se le había colgado a la espalda y pretendía no haber escrito su Bovary
mas que por odio a la escuela del Sr. Champfleury.
A pesar de una gran amistad por Emile Zola, una
gran admiración por su poderoso talento al que calificaba de genial, no le
perdonaba el naturalismo.
Basta leer con inteligencia Madame Bovary
para comprender que nada está más lejos del realismo.
El procedimiento del escritor realista consiste en
contar simplemente los hechos acaecidos, protagonizados por unos personajes
medios que él ha conocido y observado.
En Madame Bovary, cada personaje es un
estereotipo, es decir el resumen de una serie de seres perteneciendo al mismo
orden intelectual.
El médico rural, la provinciana soñadora, el
farmacéutico, especie de Prudhomme, el cura, los amantes, e incluso todos los
personajes accesorios son estereotipos, dotados de un relieve tanto más enérgico
en cuanto más concentrados de cantidades de observaciones de la misma naturaleza
estén, tanto más verdaderos en cuanto representan una muestra modelo de su
clase.
Pero Gustave Flaubert se engrandecía a la hora de
la plenitud del romanticismo; estaba inspirado por las frases sonoras de
Chateaubriand y de Victor Hugo, y sentía en el alma una necesidad lírica que no
podía omitir completamente un unos libros precisos como Madame Bovary. Y
ese es uno de los aspectos más singulares de este gran hombre: este innovador,
este revelador, este osado, que ha estado hasta su muerte bajo la influencia
dominante del romanticismo. A su pesar, casi inconscientemente, se vio
impulsado por la irresistible fuerza de su genio, por la fuerza generatriz
encerrada en su interior, a escribir esas novelas de un estilo tan nuevo, de una
nota tan personal. Por gusto, él prefería los temas épicos, que se desarrollan
en una especie de cantos semejantes a escenas de ópera.
En Madame Bovary, además, como en
l'Éducation sentimentale, su frase, obligada a describir cosas comunes,
tiene a menudo unos impulsos, unas sonoridades, unos tonos por encima de los
temas que ella expresa. Ella sale, come fatigada de estar contenida, de estar
forzada en esa lasitud, y, para expresar la estupidez de Homais o la ingenuidad
de Emma, se hace pomposa o resplandeciente, como si tradujese unos motivos
poéticos.
No pudiendo resistirse a esta necesidad de
grandeza, compone al modo de un relato homérico su segunda novela, Salammbô.
¿ Es una novela ? ¿ No es más una especie de ópera en prosa ? Las escenas se
desarrollan con una magnificencia prodigiosa, un estallido, un color y un ritmo
sorprendentes. La frase canta, grita, tiene furores y sonoridades de trompeta,
murmullos de oboe, ondulaciones de violonchelo, ligerezas de violón y
refinamientos de flauta.
Y los personajes, convertidos en héroes, parecen
siempre en escena, hablan de un modo extraordinario, con una fuerte o
encantadora elegancia, tienen el aire de moverse en un decorado antiguo y
grandioso.
Ese libro de gigante, el más bello desde el punto
de vista estético, que ha escrito, da también la impresión de un magnífico
sueño.
¿ Y es de este modo que pasan los acontecimientos
que cuenta Gustave Flaubert ? No, sin duda. Si los hechos son exactos, el
estadillo de poesía que ha arrojado bajo nosotros, los muestra en la especie de
apoteosis cuyo arte lírico envuelve todo lo que él toca.
Pero apenas hubo terminado este sonoro relato de
la revuelta mercenaria, cuando se sintió de nuevo solicitado por unos temas
menos grandiosos, y compone con lentitud esa gran novela de paciencia, este
largo estudio sobrio y perfecto que se titula l'Education sentimentale.
Esta vez, toma para personajes, no más estereotipos
como en Bovary, sino hombres cualesquiera, mediocres, aquellos que se
encuentran todos los días.
Aunque esta obra le haya supuesto un trabajo de
composición sobrehumano, da la impresión, en tanto se parece a la vida misma, de
estar ejecutada sin plan y sin intenciones. Es la imagen perfecta de lo que pasa
cada día; es el diario exacto de la existencia; y la filosofía permanece allí
tan completamente latente, tan completamente oculta tras los hechos; la
sicología está tan perfectamente encerrada en los actos, en las actitudes, en
las palabras de los personajes, que el gran público, acostumbrado a los efectos
subrayados, a las informaciones aparentes, no ha comprendido el valor de esta
incomparable novela.
Únicamente, los espíritus muy agudos y
observadores han captado el alcance de este libro único, tan simple, tan
apagado, tan plano en apariencia, pero tan profundo, tan velado, tan amargo.
L'Education sentimentale, despreciado por
la mayoría de los críticos acostumbrados a las formas conocidas e inmutables del
arte, tiene numerosos entusiastas y admiradores que sitúan esta obra en primera
fila entre las obras de Flaubert.
Pero como consecuencia de esas reacciones
necesarias a su espíritu, necesitaba emprender de nuevo un tema amplio y
poético, y rehizo uno obra antaño bosquejada, la Tentation de saint Antoine.
Está ahí, desde luego, el esfuerzo más poderoso
que jamás haya intentado un espíritu. Pero la misma naturaleza del tema, su
extensión, su inaccesible altura, exigían la ejecución de semejante libro, casi
por encima de las fuerzas humanas.
Retomando la vieja leyenda de las tentaciones del
anacoreta, él las ha completado no únicamente con visiones de mujeres desnudas y
de alimentos suculentos sino con todas las doctrinas, todas las creencias, todas
las supersticiones donde se extravía el inquieto espíritu de los hombres. Es el
colosal desfile de las religiones escoltadas por todas las concepciones
extrañas, ingenuas o complicadas, producto de los cerebros de soñadores, de
sacerdotes, de filósofos, torturados por alcanzar ese deseo impenetrable
de lo desconocido.
Luego, tan pronto como finaliza esta
enorme obra, turbadora, un poco confusa como el caos de las creencias
derrocadas, recomienza casi el mismo tema tomando las ciencias en lugar de las
religiones y dos burgueses limitados en lugar del viejo santo en éxtasis.
He aquí cuales son las ideas el desarrollo de ese libro enciclopédico,
Bouvard et Pécuchet, que podría llevar como subtítulo: « Del defecto del método en el estudio de los
conocimientos humanos.»
Dos copistas empleados en París se encuentran por casualidad y acaban por sellar una
estrecha amistad. Uno de ellos obtiene una herencia, el otro aporta sus ahorros;
compran una granja en Normandía, sueño de toda su existencia, y abandonan la
capital. Entonces comienzan una serie de estudios y de experiencias abarcando
todos los conocimientos de la humanidad; y, en esto, se desarrolla toda la trama
filosófica de la obra.
Al principio se dedican a la jardinería, luego a la agricultura, a la química, a
la medicina, a la astronomía, a la arqueología, a la historia, a la literatura,
a la política, a la higiene, al magnetismo, a la brujería; llegan a la
filosofía, perdiéndose en las abstracciones, caen en la religión, desilusionados,
intentan la educación de dos huérfanos, fracasando y, desesperados, vuelven a
copiar como antaño.
El libro es pues una revista de todas las ciencias, tales como surgen ante dos
espíritus bastante lúcidos, mediocres y simples. Es al mismo tiempo una
formidable acumulación de saber, y sobre todo una prodigiosa crítica a
todos los sistemas científicos opuestos los unos a los otros, destruyéndose los
unos a los otros mediante las contradicciones de los hechos, las contradicciones
de las leyes reconocidas, indiscutibles. Es la historia de la debilidad de la
inteligencia humana, un paseo por el infinito laberinto de la erudición con un
hilo en la mano; ese hilo es la gran ironía de un pensador que constata sin
cesar, en todo momento, la eterna y universal estupidez.
Creencias establecidas durante siglos son expuestas, desarrolladas y
desarticuladas en diez líneas por la oposición de otras creencias tan claras y
vivamente demostradas y demolidas. Página tras página, línea tras línea, un
conocimiento se levanta, y tan pronto otro se presenta a su vez, abate al
primero y cae él mismo golpeado por su vecino.
Lo que Flaubert había hecho con las religiones y las filosofías antiguas en la
Tentation de saint Antoine, realiza de nuevo con todos los conocimientos
modernos. Es la torre de Babel de la ciencia, donde todas las doctrinas
diversas, contrarias, absolutas por tanto, hablan cada una su lengua,
demostrando la impotencia del esfuerzo, la vanidad de la afirmación y siempre
« la eterna miseria de todo.»
La verdad de hoy se convierte en error mañana; todo es incierto, variable, y
conteniendo en proporciones desconocidas cantidades de verdad como de falso. A
menos que no haya ni verdad ni falsedad. La moral del libro parece contenida en
esta frase de Bouvard: « La ciencia está
hecha siguiendo las ideas proporcionados por un rincón del entendimiento. Quizás
no pueda abarcarse todo el resto que se ignora, que es mucho más grande y no
se puede descubrir.»
Este libro toca a lo que hay de más grande, de más curioso, de más sutil y de
más interesante en el hombre: es la historia de la idea bajo todas sus formas,
en todas sus manifestaciones, con todas sus transformaciones, en su debilidad y
en su poderío.
Aquí es curioso destacar la constante tendencia
de Gustave Flaubert hacia un ideal cada vez más abstracto y elevado. Por ideal
no debe entenderse ese género sentimental que seduce a las imaginaciones
burguesas. Pues el ideal, para la mayoría de los hombres, no es otra cosa que lo
inverosímil. Para los demás, es simplemente el dominio de la idea.
Las primeras novelas de Flaubert fueron un
estudio de costumbres muy verídico, muy humano, luego un poema brillante, una
serie de imágenes, de visiones.
En Bouvard et Pécuchet, los verdaderos
personajes son sistemas y no hombres. Los actores sirven únicamente de portavoz
a las ideas que, como seres, se mueven, me mezclan, se combaten y se destruyen.
Y un cómico muy particular, un cómico siniestro, se libera de esta procesión de
creencias en el cerebro de esos dos pobres hombres que personifican a la
humanidad. Actúan siempre de buena fe, siempre ardientes; e invariablemente la
experiencia contradice la teoría mejor establecida, el razonamiento más sutil es
demolido por el hecho más simple.
Este sorprendente edificio de ciencia, construido
para demostrar la impotencia humana, debía tener una coronación, una conclusión,
una justificación brillante. Después de esa requisitoria formidable, el autor
había acumulado una enorme provisión de pruebas, el dossier de estupideces
emitidas por grandes hombres.
Cuando Bouvard y Pécuchet, hastiados de todo,
vuelven a copiar, abren naturalmente los libros que habían leído y, retomando el
orden natural de sus estudios, transcriben minuciosamente pasajes elegidos por
ellos en las obras de las que se habían servido. Entonces comienza una tremenda
serie de ineptitudes, de ignorancias, de flagrantes y monstruosas
contradicciones, de enormes errores, de afirmaciones odiosas, de inconcebibles
fallos de los más elevados espíritus, de las más amplias inteligencias. Quién
quiera que escriba sobre un tema cualquiera dice a veces una estupidez. Esta
estupidez, Flaubert la había infaliblemente encontrado y recopilado; y,
aproximándola a otra, luego a otra, luego a otra más, había formado un manojo
formidable que desconcierta toda creencia y toda afirmación.
Esta documentación de la estupidez humana formaba
una montaña de notas demasiado esparcidas, demasiado mezcladas, para ser alguna
vez publicadas enteramente.
Moral.
Amor.
Filosofía.
Misticismo.
Religión.
Profecía.
Socialismo ( religioso y político )
Crítica,
Estilo.
Estética.
Tipos de estilo.
* Perífrasis
* Palinodias.
* Rococó.
Estilo de los grandes escritores, periodistas, poetas.
- Clásico.
- Científico.
Médico
Agrícola.
- Clerical
- Revolucionario.
- Romántico.
- Realista.
- Dramático.
- Oficial de los soberanos.
- Poética oficial.
HISTORIA DE LAS IDEAS CIENTÍFICAS
Bellas Artes
Bellezas
- Del
partido del orden.
- De las personas de letras.
- De la religión.
- De los soberanos.
Rarezas. - Ferocidades. - Excentricidades .-
Injurias. - Bobadas. - Cobardías. - Exaltación de lo bajo.
Opiniones sobre los grandes hombres.
Los clásicos corregidos.
Cháchara oficial
Discursos
Circulares.
IMBÉCILES
El diccionario de ideas recibidas. El catálogo de opiniones de moda.
Él las había
clasificado; pero debía revisar esta primera clasificación, modificarla,
suprimir al menos la mitad de este montón de documentos. He aquí, no obstante,
el orden en el cual ha dejado estas notas: ( ver página precedente ).
Es pues la historia de la estupidez humana bajo
todas sus formas.
Algunas citas pueden hacer comprender el alcance y la naturaleza de estas notas.
FILOSOFÍA, MORAL, RELIGIÓN
Los griegos
corrompidos por su filosofía razonada
Este pueblo tan brillante no ha fundado nada,
nada estableció perdurable, y no queda de él más que recuerdos de crímenes y
desastres, libros y estatuas. Falta siempre la razón.
LAMENNAIS, Ensayo subre la indiferencia, tomo IV, pag. 17
Moral
Los soberanos tienen el derecho de cambiar algo en las costumbres
DESCARTES, Discurso del método, part. 6
El estudio de las matemáticas, comprimiendo la sensibilidad y la imaginación, provoca algunas veces la explosión de terribles pasiones.
DUPANLOUP, Educación intelectual, p. 417
La superstición es una obra avanzada de la religión que no es necesario destruir.
DE MAISTRE, Veladas de San Petersburgo, vol VII, p. 234.
El agua está hecha para sostener esos prodigiosos edificios flotantes que se llaman naves.
FENELÓN
BELLEZAS RELIGIOSAS, FILOSOFÍA, MORAL
Economía política
En 1823, unos habitantes de la ciudad de Lille, hablando en nombre del aceite de colza, expusieron al gobierno que un producto nuevo, el gas, comenzaba a extenderse; que ese modo de iluminación, si se generalizaba, haría abandonar a los otros, toda vez que parecía ser al mismo tiempo mejor y más barato. Por todo ello, rogaban humildemente, pero con firmeza, a su Majestad, protectora natural de su trabajo, que preservara de todo ataque sus derechos adquiridos, prohibiendo absolutamente ese producto perturbador.
FRÉDÉRIC PASSY. Discursos sobre el libre intercambio.
15 de diciembre de
1878.
El mismo Shakespeare, tan grosero como era, no le
faltaban lecturas y conocimientos.
LA HARPE, Introducción al curso literario.
Estilo eclesiástico
Señoras, en el
devenir de la sociedad cristiana, sobre las vías del mundo, la mujer es la gota
de agua cuya influencia magnética, vivificada y purificada por el fuego del
Espíritu Santo, comunica también el movimiento al convoy social bajo su impulso
bienhechor; corre por la vía del progreso, y avanza hacia las doctrinas eternas.
Pero si, en lugar de alimentar la gota de agua
con la bendición divina, la mujer aporta la piedra del descarrilamiento, se
producen horrorosas catástrofes.
Monseñor MERMILLOD. De la vida sobrenatural en las almas.
PERÍFRASIS
Imbéciles
Yo encontraría mal que una muchacha poco sabia viviese con un hombre antes del matrimonio
(Traducción de Homero.) PONSARD
Estilo romántico
Sibila, tocando el arpa, era generalmente adorable. La palabra ángel asomaba a los labios mirándola.
Sibila ( pag. 116 ). O. FEUILLET
Estilo de los soberanos
La riqueza de un país depende de la prosperidad general.
LUIS NAPOLEÓN.
Citado en LA RIVE GAUCHE, 12 de marzo de 1865
Estilo católico
La enseñanza de la filosofía hace beber a la juventud la hiel de dragón en el caliz de Babilonia.
PIO IX. Manifiesto, 1847
Las inundaciones del Loira son debidas a los excesos de la prensa y a la inobservancia del domingo.
EL OBISPO DE METZ, Mandamiento, diciembre de 1846
IDEAS CIENTÍFICAS
Historia natural
Las mujeres en Egipto se prostituían públicamente a los cocodrilos.
PROUDHON ( De la celebración del domingo, 1850)
Los perros son de ordinario de dos pieles opuestas, una clara y obra oscura, a fin de que, encontrándose en cualquier parte de la casa, puedan ser percibidos sobre los muebles, con el color correspondiente para no confundirlos.
BERNARDIN DE SAINT-PIERRE, Armonías de la Naturaleza
Las pulgas se arrojan, por todas partes en las que estén, sobre los colores blancos. Este instinto les ha sido dado a fin de que podamos atraparlas más fácilmente.
BERNARDIN DE SAINT-PIERRE, Armonías de la Naturaleza
El melón ha sido dividido en porciones por la naturaleza a fin de ser comido en familia; la calabaza, siendo más grande, puede ser comida con los vecinos.
BERNARDIN DE SAINT-PIERRE, Armonías de la Naturaleza
Preocupación por la verdad
Toda autoridad, pero sobre todo la de la Iglesia, debe oponerse a cualquier novedad, sin dejarse asustar por el peligro de retrasarse en el descubrimiento de algunas verdades, inconveniente pasajero y completamente nulo, comparado a aquel que hace temblar las instituciones y las opiniones recibidas.
p. 283, T. II DE MAISTRE, Exam philos. BACON
La enfermedad de las patatas tiene por causa el desastre de Monville. El meteoro ha actuado más en los valles, ha sustraido el calor. Se trata del efecto de un enfriamiento súbito.
RASPAIL., Historia de la Salud y la Enfermedad, P. 246-247
Peces
Es de destacar que es una maravilla que los peces puedan nadar y vivir en el agua del mar que es salada, y que su especie no se haya extinguido desde hace tiempo.
GAUME, Catecismo de Perseverancia, 57
De la química
¿ Es necesario observar que esta amplia ciencia ( la química ) está absolutamente desplazada de la enseñanza general ? ¿ Para qué le sirve al ministro, al magistrado, al militar, al marino, al negociante ?
DE MAISTRE, Cartas y opúsculos inéditos.
Desprecio por la ciencia
Varias personas han pensado que la ciencia, en las manos del hombre, seca los corazones, secando también la naturaleza, conduce a los espíritus débiles hacia el ateismo, y del ateismo al crimen.
CHATEAUBRIAND, Genio del Cristianismo, p. 335
Zoología
Es, eso nos parece, una lástima encontrar hoy al hombre mamífero equiparado, según el sistema de Linnaeus, con los monos, los murciélagos y los perezosos. ¿ No valía más dejarlo a la cabeza de la creación, donde lo habían situado Moises, Aristoteles, Buffon y la naturaleza ?
CHATEAUBRIAND, Genio del Cristianismo, p. 351
Sus movimientos ( de la serpiente ) difieren de los de todos los animales; no se sabría decir cual es el principio de su desplazamiento, pues no tiene ni aletas, ni pies, ni alas, y sin embargo huye como una sombra, se desvanece mágicamente.
CHATEAUBRIAND, Genio del Cristianismo, p. 138
Lingüística
Si se tuviese un diccionario de lenguas salvajes, se encontrarían restos evidentes de una lengua anterior hablada por un pueblo iluminado, y, cuando incluso no la encontrásemos, se debería únicamente a que la degradación ha llegado al punto de destruir sus últimos restos.
DE MAISTRE, Veladas de San Petersburgo.
Las ciencias naturales son secundarias.
Corresponde a los prelados, a los nobles, a los grandes oficiales del Estado, ser los depositarios y los guardianes de las verdades conservadoras, de enseñar a las naciones lo que está mal y lo que está bien, lo que es verdadero y lo que es falso en el orden moral y espiritual. Los demás no tienen el derecho de razonar sobre este tipo de materias. Tienen las ciencias naturales para divertirse. ¿ De qué podrían quejarse ?
DE MAISTRE, Veladas de San Petersburgo.
La ciencia permance en un segundo plano
Si no se recurre a las antiguas máximas, si la educación no es tomada por los sacerdotes y si la ciencia no es puesta en un segundo plano, los males que nos esperan son incalculables; seremos embrutecidos por la ciencia, y ese es el último grado del embrutecimiento.
DE MAISTRE, Ensayo sobre los Principios generadores
TORPEZAS HISTÓRICAS
Opinión sobre el estudio de la historia
La enseñanza de la historia puede tener, según mi opinión, unos inconvenientes y unos peligros para el profesor. También para los alumnos.
DUPANLOUP
Crítica histórica
Si se considera a Napoleón bajo el punto de vista de las cualidades morales, es difícil de apreciar, porque es difícil descubrir la bondad en un soldado siempre ocupado en llenar la tierra de muertos, la amistad en un hombre que no tuvo nunca iguales a su alrededor, la probidad en un potentado que era el dueño de las riquezas del universo. Sin embargo, aparte de las reglas ordinarias que tuvo este mortal, no es imposible captar ciertos rasgos de su fisonomía moral.
A. THIERS, Historia del Consulado y del Imperio, vol. XX, p. 173
Tengo oído varias veces deplorar la ceguera del consejo de Francisco I, quién rechaza a Cristobal Colón cuando éste le proponía las Indias.
MOSTESQUIEU, Espíritu de Leyes. Libro XXI. Cap. XXII
Francisco I sube al trono en 1515. Cristóbal Colón murió en 1506
Pipa en el siglo XV
En algunos pasajes de esta escena tan viva, el jefe español, inmóvil, fumaba una larga pipa.
VILLEMAIN, Lascaris
En vísperas del imperio napoleónico
Jamás ha existido familia soberana a la que se haya podido asignar un origen plebeyo. Si ese fenómenos de produjese, eso constituiría una época en el mundo.
DE MAISTRE, Veladas de San Petersburgo
Prusia no será restablecida
Nada puede restablecer el poderío de Prusia (1807). Este famoso edificio, construido con sangre, con lodo, con moneda falsa y con hojas de folletos, se ha venido abajo en un abrir y cerrar de ojos y para siempre.
DE MAISTRE Cartas y Opúsculos, p. 98
¡ San Juan
Crisostomo, ese jorobado africano !
[ San Juan Crisostomo, nació en Antioquía (Asia)
]
La ciudad de Cannes doblemente célebre por la
victoria obtenida por Aníbal sobre los romanos y por el desembarco de Bonaparte.
Acusa a Luis XI de haber perseguido a Abelardo.
Luis XI, nació en 1423; Abelardo nació en 1079.
Esmirna es una isla.
J. BANIN, en G. de Flotte, 1860
EXALTACIÓN DE LO BAJO
Es necesario más genio para ser marinero del Rhone que para hacer las Orientales.
PROUDHON
TONTERÍAS SOBRE LOS GRANDES HOMBRES
Corneille
Sus costumbres ( Jimena ) son menos escandalosas; si, en efecto, no son depravadas. Esos perniciosos ejemplos hacen la obra notablemente defectuosa y se apartan a lo máximo de la poesía que quiere ser útil.
ACADEMIA ( Sobre el Cid )
Que se me cite una pieza del gran Corneille que no me encargue de rehacer mejor que él. ¿ Quién quiere apostarlo ? No habría hecho lo que todo hombre es capaz, por lo visto él cree tan firmemente en Aristóteles como yo.
LESSING, Dramaturgia de Hamburgo, p. 462,563
A pesar de la reputación con la que se juzga a este escritor ( La Bruyère ), hay mucha negligencia en su estilo.
CONDILLAC, Tratado del arte de escribir
( Descartes ) Soñador famoso por los desvaríos de su imaginación y cuyo nombre está hecho para el país de las quimeras.
MARAT, respecto del Panteón.
Rabelais, ese basurero de la humanidad.
LAMARTINE
Lulli
Sus aires tan repetidos en el mundo no sirven más que para insinuar las pasiones más desordenadas.
BOSSUET, Maximas sobre la Comedia.
Molière
Es una pena que Molière no sepa escribir.
FENELÓN
Molière es un infame histrión.
BOSSUET
Byron
El genio byroniano me parece, en el fondo, un poco tonto.
L. VEUILLOT, Librepensadores, pag. 11
Desde mi punto de vista, muy justamente repudiado por la familia y la patria, es decir puesto en prisión por haber sido un marido infiel, y ciudadano escandaloso, si hubiese sido hombre de sentido y verdaderamente grande por el espíritu y el corazón, habría hecho simplemente penitencia, a fin de reconquistar el derecho de educar a su hija y de servir a su país.
L VEUILLOT, Librespensadores, pag. 11
Injurias contra los grandes hombres
Fue ( Bonaparte ) en efecto un gran ganador de batallas; pero, fuera de eso, el general más ínfimo es más hábil que él.
CHATEUBRIAND, De Bonaparte y de los Borbones.
Bonaparte
Se ha creído que ( Bonaparte ) había perfeccionado el arte de la guerra, y es cierto que hizo retroceder hacia la infancia del arte.
CHATEAUBRIAND, De Bonaparte y de los Borbones.
Bacon
Bacon está absolutamente desprovisto del espíritu de análisis, no solamente no savía resolver las cuestines, sino que no sabía incluso plantearlas.
DE MAISTRE, Examen de la filosofía de Bacon, t. I., pag.
l37
Bacon, hombre ajeno a todas las ciencias y cuyas ideas fundamentales eran
falsas.
DE MAISTRE, Examen de la filosofía de Bacon, t. I, pag. 82.
Bacon tenía el espíritu eminentemente falso y de un tipo de falsedad que no ha pertenecido nunca más que a él. Su incapacidad absoluta, esencial, radical en todas las ramas de las ciencias naturales.
DE MAISTRE, Examen de la filosofía de Bacon, t. I, p. 285.
Voltaire
Voltaire es nulo como filósofo, sin autoridad como crítico e historiador, atrasado como sabio, y desconsiderado por el orgullo, la maldad y las pequeñeces de su alma y de su carácter.
DUPANLOUP, Alta educación intelectual
Goethe
La posteridad, a la que Goethe ha dado su obra a juzgar,
hará lo que
tenga que hacer. Escribirá sobre sus placas de bronce:
« Goethe, nacido en Francfot en 1749, muerto en
Weimar en 1832, gran escritor, gran poeta, gran artista.»
Y, cuando los fanáticos de la forma por la
forma, del arte por el arte, del amor incluso y del materialismo, vengan a pedir el añadir:
« ¡ Gran hombre ! » ella responderá: ¡ No !
A. DUMAS hijo.
23 de julio de 1873
IDEAS SOBRE EL ARTE
Imbéciles
No dudo en absoluto dudo de que los hombres extraordinarios, sean del tipo que sean, no deban una parte de su éxito a las cualidades superiores de las que su organización está dotada.
DAMIRON, Curso de Filososfía, t. II, p. 35
Absurdos
Tan pronto como un francés ha pasado la frontera, entra en un territorio extranjero.
L. HAVIN, Correo del Domingo.
15 de diciembre
Cuando el extremo se ha franqueado, ya no hay límites.
PONSARD
Imbéciles
Las tiendas de comestibles son respetables. Es una rama del comercio. El
ejército es más respetable aún, porque es una institución en la que
el orden es el objetivo.
La tienda de comestibles es útil, el ejército es necesario.
Las Noticias, Jules NORIAC
26 de octubre de 1865
Existen alrededor de tres volúmenes con este tipo de notas. La aptitud de Gustave Flaubert para descubrir este género de bobadas era sorprendente. Un ejemplo es característico. Leyendo el discurso de recepción de Scribe a la Academia francesa, se detuvo de pronto ante esta frase que anotó de inmediato:
¿ La comedia de Molière nos enseña los grandes acontecimientos del siglo de Luis XIV ? ¿ Nos dice una palabra de los errores, de las debilidades o de los defectos del gran rey ? ¿ Nos habla de la revocación del Edicto de Nantes ?
Él escribió debajo de esta cita:
Revocación del Edicto de Nantes, 1685.
Muerte de Molière, 1673.
¿ Cómo concebir que ninguno de los académicos, reunidos en Comité para oír la
lectura de este discurso antes de que fuese pronunciado, no hizo esta simple
relación de fechas ? Gustave Flaubert tenía intención de formar un volumen
entero con estos documentos. Para hacer menos pesada y fastidiosa esta antología
de tonterías, habría intercalado dos o tres cuentos, de un idealismo poético,
copiados también por Bouvard y Pécuchet.
Se han encontrado en sus papeles el plan de uno de esos relatos, que se habría
titulado: Une Nuit de Don Juan.
Ese proyecto, indicado en frases cortas, a menudo
incluso mediante palabras sin continuidad, revela mejor que toda disertación su
manera de concebir y de preparar su trabajo. Desde este punto de visto, puede
ser interesante.
Gustave Flaubert no escribió
Bouvard et Pécuchet de un tirón. Se puede decir
que la mitad de su vida la pasó meditando en ese libro al que consagró sus
seis últimos años ejecutando esa proeza. Lector insaciable, investigador
infatigable, amontonaba sin descanso los documentos. Por fin, un día, se puso
manos a la obra, abrumado muchas veces ante la inmensidad de la tarea. « Hay
que estar loco, decía a menudo, para acometer semejante libro. » Sobre todo
hacía falta una paciencia sobrehumana y una irreducible voluntad.
Allí, en Croisset, en su gran despacho con cinco ventanas, trabajaba día y noche
en su obra. Sin ninguna tregua, sin relajarse, sin placeres y sin distracciones,
con el espíritu formidablemente entregado, avanzaba con una lentitud
desesperante, descubriendo cada día nuevas lecturas que realizar, nuevas
investigaciones a emprender. Y la frase también le atormentaba, la frase tan
concisa, tan precisa, al mismo tiempo florida, que debía encerrar en dos líneas
un volumen, en un párrafo todos los pensamientos de un sabio. Tomaba en conjunto
un lote de ideas de la misma naturaleza y, como un químico preparando un elixir,
las fundía, las mezclaba, rechazaba lo accesorio, simplificaba,
y de su formidable crisol, salían fórmulas absolutas conteniendo en cincuenta
palabras un sistema filosófico completo.
Una vez que debía detenerse, agotado, casi extenuado, y como descanso escribía
su delicioso volumen titulado: Trois Contes.
Se diría que quiso hacer allí un resumen completo y perfecto de su obra. Los
tres relatos: Un Cœur simple, La Légende de saint Julien l'Hospitalier y
Hérodias, muestran de un modo resumido y admirable los tres aspectos de su
talento.
Si hubiese que clasificar estas tres joyas, tal vez pondría en primer lugar
Saint Julien l'Hospitalier. Se trata de una auténtica obra maestra de color y
estilo, una obra maestra de arte.
Un Cœur simple cuenta la historia de una pobre criada campesina honrada y
limitada; cuya vida es totalmente recta hasta su muerte, sin que una chispa de
felicidad verdadera la alumbre nunca. La Légende de saint Julien l’Hospitalier
nos muestra las aventuras milagrosas del santo, como lo haría un viejo vitral de
iglesia con una inocencia sabia y colorista.
Herodias nos narra el trágico final de la degollación de san Juan Bautista.
Gustave Flaubert tenía todavía varios temas de cuentos y novelas.
Esperaba escribir en primer lugar el Combat des Thermopyles y debía realizar un
viaje a Grecia a comienzos del año 1882 para ver el paisaje real de esta lucha
sobrehumana. Quería hacer de esto una especie de relato patriótico sencillo y
terrible, que se podría leer a los niños de todos los pueblos para inculcarles
el amor por el país.
Quería mostrar las almas valientes, los corazones magnánimos y los vigorosos
cuerpos de esos héroes simbólicos, y, sin emplear un término técnico, ni un
término arcaico, contar esta inmortal batalla que no pertenecía a la historia de
una nación, sino a la historia de la humanidad. Se regocijaba con la idea de
escribir en términos sonoros las despedidas de esos guerreros recomendando a sus
esposas, si morían en el combate, casarse rápido con hombres robustos para dar
nuevos hijos a la patria. Solamente el pensamiento de este cuento heroico sumía
a Flaubert en un violento entusiasmo.
Pensaba aún en una especie de Matrona de Éfeso moderna, habiendo sido seducido
por un tema que le había contado Tourgueneff. En definitiva, meditaba una gran
novela sobre el Segundo Imperio, donde se habría visto la mezcla y el contacto
de las civilizaciones orientales y occidentales, la aproximación de los griegos
de Constantinopla, venidos a Paris en tan gran número durante el reinado de
Napoleón y jugando un importante papel en la sociedad parisina, con el mundo
fáctico y refinado de la Francia imperial.
Dos personajes lo atraían principalmente, el hombre y la mujer, una pareja
parisina, astuta con ingenuidad, ambiciosa y corrupta. El hombre, funcionario
superior, soñaba con alta fortuna que esperaba lentamente, y, con una tacañería
egoísta y natural, hacía servir a su esposa, muy bella e intrigante, de cara a
sus proyectos.
A pesar de los esfuerzos de todo tipo de su compañera, sus deseos no estaban
satisfechos a su gusto. Entonces, tras largos años de tentativas,
ambos acababan reconociendo lo vano de sus esperanzas y finalizaban sus vida
convertidas en personas honradas, de
un modo tranquilo y resignado.
Todavía veía en proyecto otra gran novela sobre la administración con este
título: Monsieur le Préfet, y afirmaba que nadie había comprendido nunca lo
cómico, importante e inútil que resultaba un prefecto.
II
Gustave Flaubert era, ante todo, por encima de todo, un artista. El público de
hoy no distingue demasiado lo que significa esta palabra cuando se trata de un
hombre de letras. El sentido del arte, ese soplo tan delicado, tan sutil, tan
inaccesible, tan inexpresable, es esencialmente un don de los aristócratas
inteligentes; no pertenece en demasía a los demócratas.
Muchos grandes escritores no han sido artistas. El público e incluso la mayoría
de los críticos no establecen esa diferencia entre unos y otros.
En el último siglo, al contrario, el público, juez difícil y refinado, poseía
hasta extremos insospechados ese sentido artístico que desapareció. Se
apasionaba por una frase, por un verso, por un epíteto ingenioso o atrevido.
Veinte líneas, una página, un retrato, un episodio, le bastaban para juzgar y
clasificar a un escritor. Buscaba en las profundidades, en los interiores de las
palabras, penetraba en las razones secretas del autor, leía lentamente, sin
dejar pasar nada, buscando, tras haber comprendido la frase, no dejando nada sin
penetrar. Pues los espíritus, lentamente preparados para las sensaciones
literarias, sucumbían a la secreta influencia de este poder misterioso que pone alma en las obras.
Cuando un hombre, por muy dotado que esté, que no se preocupa más de del asunto
contado, cuando no se da cuenta de que el auténtico poder literario no está en
un hecho, sino en la manera de prepararlo, de presentarlo y de expresarlo, no
posee el sentido del arte.
El profundo y delicioso goce que nos sube al corazón ante ciertas páginas, antes
ciertas frases, no viene solamente de lo que éstas dicen; viene de una relación
absoluta de la expresión con la idea, de una sensación de armonía, de secreta
belleza, escapando la mayoría de las veces al juicio de la multitud.
Musset, ese gran poeta, no era un artista. Las cosas encantadoras que dice en
un lenguaje fácil y seductor dejan casi indiferentes a aquellos que se preocupan
por la persecución, la búsqueda, la emoción de una belleza más elevada, más
inaccesible, más intelectual.
El público en general, por el contrario,
encuentra en Musset la satisfacción de todos sus
apetitos poéticos un poco groseros, sin comprender incluso el estremecimientos,
casi el éxtasis que nos pueden dar ciertas piezas de Baudelaire, de Víctor
Hugo, de Leconte de Lisle.
Las palabras tienen alma. La mayoría de los lectores, e incluso de los
escritores, no les piden más que un sentido. Es necesario encontrar esta alma que
aparece al contacto de otros palabras, que estalla e ilumina ciertos libros con
una luz desconocía, muy difícil de hacer brotar.
Hay en las relaciones y combinaciones de la lengua escrita por ciertos hombres,
toda la evocación de un mundo poético, que el pueblo común no sabe percibir ni
adivinar. Cuando se les habla de esto, se enfadan, razonan, argumentan, niegan,
exclaman y quieren que se les muestre. Sería inútil intentarlo. No sintiendo,
jamás comprenderían.
Unos hombres instruidos, inteligentes, incluso escritores, se asombran también
cuando se les habla de ese misterio que ellos desconocen; y sonríen
levantando los hombros. ¡ Qué importa ! No saben. Tanto como hablar de música a
las personas que no tienen oído.
Diez palabras intercambiadas bastan a dos espíritus dotados de este sentido
misterioso del arte, para comprenderse como si se sirviesen de un lenguaje
desconocido a los demás.
Flaubert estuvo torturado toda su vida por la persecución de esta inaccesible
perfección.
Tenía una concepción del estilo que le hacía encerrar en esa palabra todas las
cualidades que hacen, al mismo tiempo, un pensador y un escritor. También,
cuando declaraba: « No existe otra cosa que el
estilo », lo interpretaba como: « No existe otra cosa
que la sonoridad o la armonía de las palabras.»
Se entiende generalmente por « estilo » el modo específico de cada escritor en
presentar su pensamiento. El estilo sería pues distinto según el hombre,
brillante o sobrio, abundante o conciso, según los temperamentos. Gustave
Flaubert consideraba que la personalidad del autor debe desaparecer en la
originalidad del libro; y que la originalidad del libro no debe proceder de la
singularidad del estilo.
Pues no imaginaba « estilos » como una serie de muelas particulares en las que
cada una lleva la marca de un escritor y en la que se muelen todas sus ideas;
sino que creía en el estilo, es decir en una manera única, absoluta, de
expresar una cosa con todo su color e intensidad.
Para él, la forma, era la misma obra. Del mismo modo que en los seres la sangre
alimenta la carne e incluso determina su contorno, su aspecto exterior, según la
raza y la familia, así, para él, en la obra el fondo fatalmente impone la
expresión única y precisa, la medida, el ritmo, todas las características de la
forma.
No comprendía que el fondo pudiese existir sin la forma, ni la forma sin el
fondo.
El estilo debía entonces ser, por así decirlo, impersonal y no tomar prestadas
sus cualidades más que de la cualidad del pensamiento y del poder de la visión.
Obsesionado por esta creencia absoluta de que no existe más que una manera de
expresar una cosa, una palabra para decirla, un adjetivo para calificarla y un
verbo para animarla, se entregaba a una labor sobrehumana para descubrir, en
cada frase, esa palabra, ese epíteto y ese verbo. Creía de este modo en una
armonía misteriosa de las expresiones, y cuando un término no le parecía
eufónico, buscaba otro con una invencible paciencia, hasta estar seguro de que
tenía el verdadero, el único.
Escribir era para el algo temible, lleno de tormentos, de peligros, de fatigas.
Se sentaba ante su mesa con el temor y el deseo de esa tarea amada y
torturadora. Permanecía allí, durante horas, inmóvil, encarnizado en su trabajo
horroroso de coloso paciente y minucioso que edificaría una pirámide con canicas
de niño.
Hundido en su sillón de roble de alta espaldera,
la cabeza metida entre sus fuertes hombros, miraba su papel con sus ojos azules,
cuya pupila, pequeñísima, parecía un grano negro siempre móvil. Un ligero copete
de seda, parecido a los de los eclesiásticos, cubriendo la coronilla, dejaba
escapar largos mechones de cabellos rizados por el extremo cayendo sobre la espalda. Una
amplia bata de paño marrón lo envolvía completamente; y su rojizo rostro, que
cruzaba un gran bigote blanco con los extremos caídos, se hinchaba bajo una
furiosa afluencia de sangre. Su mirada, bajo grandes cejas sombrías, recorría
las líneas, registrando las palabras, poniendo patas arriba las frases,
consultando la fisonomía de las letras juntas, espiando el efecto como un
cazador al acecho.
Luego se ponía a escribir, lentamente, deteniéndose sin cesar, recomenzando,
corrigiendo, enmendando, llenando los márgenes, trazando palabras al través,
emborronando veinte páginas para acabar una, y todo eso bajo el penoso esfuerzo de su
pensamiento, gimiendo como un leñador.
Algunas veces, depositando en un gran plato de estaño oriental lleno de plumas
de oca cuidadosamente talladas la pluma que el tenía en la mano, tomaba la hoja
de papel, la elevaba a la altura de la mirada, y, apoyándose sobre un codo,
declamaba con voz mordiente y alta. Escuchaba el ritmo de su prosa, se detenía
como para captar una sonoridad huidiza, combinaba los tonos, alejaba las
asonancias, disponía las comas con ciencia como los altos de un largo camino.
Una frase es viable - decía - cuando corresponde a
todas las necesidades de la respiración. Sé que es buena cuando puede ser leída
en alto.
Las frases mal escritas - escribía en el prefacio
de las Dernières Chansons de Louis Boulhet - no resisten a esta prueba; éstas
oprimen el pecho, alteran los latidos del corazón y se encuentran de este modo
fuera de las condiciones de la vida.
Mil preocupaciones le
abrumaban al mismo tiempo, le obsesionaba siempre esta certeza desesperante que
permanecía constante en su espíritu: « Entre
todas esas expresiones, todas esas formas, todos esos giros, no hay más que una
expresión, que un giro y que una forma para expresar lo que quiero decir.»
Y la mejilla hinchada, el cuello congestionado,
la frente enrojecida, sus músculos en tensión como un atleta que lucha, se batía
desesperadamente contra la idea y contra la palabra, las tomaba acoplándolas a
pesar de ellas, manteniéndolas unidas de un modo indisoluble por el poder de su
voluntad, estrechando el pensamiento, subyugándolo poco a poco con una fatiga y
unos esfuerzos sobrehumanos, y encerrándolo, como una bestia cautiva, en una
forma sólida y precisa.
De esta formidable labor nacía en él un extremo
respeto por la literatura y por la frase. Desde el momento que había construido
una frase con tantas penalidades y torturas, no admitía que se pudiese cambiar
ni una palabra. Cuando leyó a sus amigos el cuento titulado : Un Coeur simple
se le hicieron algunas objeciones y críticas acerca de un pasaje de diez
líneas, en el cual la vieja criada acababa confundiendo su loro con el Espíritu
Santo. La idea parecía demasiado sutil para un espíritu de aldeana. Flaubert
escuchó, reflexionó, reconoció que la observación era justa. Pero una angustia
lo atenazó: « Tenéis razón, dijó,
pero...tendría que cambiar mi frase.»
Esa misma noche, sin embargo, se puso a la tarea;
pasó la noche entera para modificar diez palabras, emborronó y rompió veinte
hojas de papel, y, finalmente, no cambió nada, no habiendo podido construir otra
frase cuya armonía le resultase satisfactoria. Al comienzo del mismo cuento, la
última palabra de un párrafo, sirviendo de sujeto al siguiente, podía dar lugar
a una ambigüedad. Se le indicó esta distracción; él la reconoció, esforzándose
en modificar el sentido, no logrando encontrar la sonoridad que deseaba, y,
desalentado, exclamó: «
¡ Lo lamento por el sentido; el ritmo ante todo ! »
Esta cuestión del ritmo de la prosa lo arrojaba a
veces a disertaciones apasionadas: « En el verbo, decía, el poeta tiene unas
reglas fijas. Tiene la medida, la cadencia, la rima, y una cantidad de
indicaciones prácticas, toda una ciencia propia del oficio. En la prosa, es
necesario un profundo sentido del ritmo, ritmo huidizo, sin reglas, sin
certezas, hacen falta unas cualidades innatas, y también un poder de
razonamiento, un sentido artístico infinitamente más sutiles, más agudos, para
cambiar, en todo momento, el movimiento, el color, el sonido del estilo,
dependiendo de las cosas que se quieran decir. Cuando se sabe manejar esta cosa
fluida que es la prosa francesa, cuando se sabe el exactos valor de las
palabras, y cuando se sabe modificar este valor según el lugar que se les da,
cuando se sabe atraer todo el interés de una página sobre una línea, poner una
idea en relieve entre otras cien, únicamente por la elección y la posición de
los términos que la expresan; cuando se sabe golpear con una palabra, una sola
palabra, puesta de cierto modo, como se golpearía con un arma; cuando se sabe
conmover una alma, colmarla bruscamente de alegría o de miedo, de entusiasmo, de
temor o de cólera, nada más que haciendo pasar un adjetivo bajo la mirada del
lector, se es verdaderamente un artista, el más superior de los artistas, un
verdadero prosista. »
Tenía una frenética admiración por los grandes
escritores franceses; sabía de memoria capítulos enteros de los maestros, y los
declamaba con una voz atronadora, embriagado por la prosa, haciendo sonar las
palabras, escanciando, modulando, cantando la frase. Unos epítetos le
entusiasmaban: los repetía cien veces, asombrándose siempre de su precisión, y
declarando: « Hay que ser un genio para
encontrar semejantes adjetivos.»
Nadie llevó más alto que Gustave Flaubert, el respeto y
el amor de su arte y el sentimiento de la dignidad literaria. Una sola pasión,
el amor por las letras, colmó su vida hasta su último día. Las amó furiosamente,
de un modo absoluto, único.
Un artista casi siempre oculta una ambición
secreta, ajena al arte. A menudo es la gloria lo que se persigue, la gloria
deslumbradora que nos coloca, en vida, en una apoteosis, hace levantar las
cabezas, batir palmas, y cautiva los corazones de las mujeres.
¡ Gustar a las mujeres ! He aquí también el deseo
ardiente de casi todos. Ser, por el poder del talento, en París, en el mundo, un
ser excepcional, admirado, adulado, amado, que puede recoger, casi a su gusto,
esos frutos de carne viva de los que estamos hambrientos ! Entrar en todo sitios
a donde se va, precedido de un renombre, de un respeto y de una adulación, y ver
todas las miradas sobre nosotros, y todas las sonrisas dirigidas hacia nosotros.
Es eso lo que buscan aquellos que se dedican a esta extraña y difícil profesión
de reproducir e interpretar la naturaleza por medios artificiales.
Otros han perseguido el dinero, bien para él
mismo, bien para satisfacer a los demás: el lujo de la existencia y las
delicadezas de la mesa.
Gustave Flaubert amó las letras de un modo tan absoluto
que, en su alma colmada por este amor, ninguna otra ambición pudo encontrar
lugar.
Jamás tuvo otras preocupaciones ni otros deseos;
era casi imposible que hablase de otra cosa. Su espíritu, obsesionado por las
preocupaciones literarias, volvía siempre a ellas, y declaraba inútil todo lo
que interesa a la gente de ordinario.
Vivía solo casi todo el año, trabajando sin descanso,
sin interrupción. Lector infatigable, sus descansos eran las lecturas, y poseía
una biblioteca repleta de notas tomadas en todos los volúmenes que había
registrado. Su memoria, además, era prodigiosa, y se acordaba del capítulo, la
página, el párrafo donde había encontrado, cinco o diez años antes, un pequeño
detalle en una obra casi desconocida. Sabía de este modo un número incalculable
de hechos.
Pasó la mayor parte de su existencia en su propiedad de
Croisset, cerca de Rouen. Era una bella casa blanca, de estilo antiguo, ubicada
completamente a orillas del Sena, en medio de un magnífico jardín que se
extendía por detrás y subía, mediante rápidos caminos, hacia la cima de Canteleu.
Desde las ventanas de su amplio gabinete de trabajo, se veían pasar de cerca,
como si fuesen a tocar las paredes con sus largas vergas, los grandes navíos que
remontaban el río hacia Rouen, o descendían hacia el mar. Le gustaba mirar ese
mudo movimiento de los navíos deslizándose sobre el largo río y partiendo para
todos los países con los que se sueña.
A menudo, abandonando su mesa, se acercaba a su
ventana enmarcando en ella su pecho de gigante y su cabeza de antiguo galo. A la
izquierda, los mil campanarios de Rouen dibujaban en el espacio sus siluetas de
piedra, sus trabajados perfiles; un poco más a la derecha, las mil chimeneas de
las fábricas de Saint-Sever vomitaban al cielo sus festones de humo. La bomba de
fuego de la Foudre, tan alta como la más alta de las pirámides de Egipto, miraba
al otro lado del agua la aguja de la catedral, el más alto campanario del mundo.
Enfrente se extendían unos prados llenos de vacas
rojizas y blancas, acostadas o pastando de pie, y abajo, a la derecha, un bosque
sobre una gran loma cerraba el horizonte que recorría el tranquilo río, lleno de
islas plantadas de árboles, descendiendo hacia el mar y desapareciendo a lo
lejos en una curva del inmenso valle.
Le gustaba ese enorme y tranquilo paisaje que sus
ojos habían visto desde su infancia. Casi nunca descendía al jardín, pues tenía
horror por el movimiento físico. A veces sin embargo, cuando un amigo venía a
visitarle, se paseaba con él a lo largo de una gran alameda de tilos, plantados
en terraza, y que parecía hecha para las serias y suaves conversaciones.
Manifestaba que Pascal había vivido antaño en esa
casa y que había debido también caminar, soñar y hablar bajo esos árboles. Su
gabinete abría tres ventanas sobre el jardín y dos hacia el río. Era muy amplio,
no teniendo más que libros por decoración, algunos retratos de amigos y algunos
recuerdos de viajes: cuerpos de pequeños caimanes disecados, un pie de momia que
un inocente criado había encerado como una bota dejándolo negro, unos rosarios
de ámbar de Oriente, un Buda dorado, dominando el gran escritorio, y mirando con
sus rasgados ojos, en su divina y secular inmovilidad, un admirable busto de
Pradier, representando a la hermana de Gustave, Caroline Flaubert, muerta muy
joven, y, en el suelo, por un lado, un inmenso diván turco cubierto de cojines,
por el otro una magnífica piel de oso blanco.
Se ponía a trabajar desde las nueve o diez de la
mañana, se levantaba para almorzar, luego retomaba su labor. Dormía a menudo una
hora o dos durante la tarde; pero quedaba en vela hasta las tres o cuatro de la
mañana, consiguiendo entonces lo mejor de su tarea, en el silencio absoluto de
la noche, en el recogimiento del gran apartamento tranquilo, apenas iluminado
por las dos lámparas cubiertas con una tulipa verde. Los marineros, sobre el
río, se servían de las ventanas del « Señor
Gustave » como un faro. Se había forjado en la región una especie de leyenda a
su alrededor. Se le miraba como un buen hombre, un poco excéntrico, cuyas
costumbres singulares sorprendían a los ojos y a los espíritus. Siempre estaba
vestido, para trabajar, con un largo pantalón, anudado por un cordón de seda en
la cintura, y con una inmensa bata cayendo hasta el suelo. Esta vestimenta, que
había adoptado no por pose, sino a causa de su máxima comodidad, era de paño
marrón en invierno, y, en el verano, de una tela ligera de fondo blanco y con
dibujos claros. Los burgueses de Rouen, que iban a almorzar a la Bouille los
domingos, regresaban decepcionados en sus esperanzas cuando no habían podido
ver, desde el puente del barco a vapor, a ese original Sr. Flaubert, de pie ante
su alta ventana.
A él también le gustaba mirar pasar ese barco
lleno de gente. Llevaba a sus ojos unos gemelos de teatro que tenía siempre al
borde de su mesa o sobre un rincón de su chimenea y contemplaba curiosamente
todos esos rostros vueltos hacia él. Su fealdad lo divertía, su sorpresa
lo deleitaba; leía sobre sus figuras los caracteres, el temperamento, la
mediocridad de cada uno.
Se ha hablado mucho de su odio hacia los
burgueses.
Consideraba la palabra burgués, sinónima
de estupidez y la definía así: « Llamo
burgués a quien quiera que piense vilmente .» Eso no se refiere en absoluto a la
clase burguesa, sino a una especie particular de estupidez que se encuentra muy
a menudo en esta clase. Tenía, por lo demás, hacia el
« buen pueblo », un desprecio también completo. Pero, encontrándose menos a
menudo en contacto con el obrero que con los mundanos, sufría menos de la
tontería popular que de la mundana. La ignorancia, de donde proceden las
creencias absolutas, los principios llamados inmortales, todas las convenciones,
todos los prejuicios, todo el arsenal de las opiniones comunes o elegantes, lo
exasperaban. En lugar de sonreír, como muchos otros, ante la universal
ingenuidad, ante la inferioridad intelectual del más grande número, él sufría
horriblemente. Su excesiva sensibilidad cerebral le hacían sentir como heridas
las banalidades estúpidas que cada uno repite cada día. Cuando salía de un salón
donde la mediocridad había reinado toda una noche, estaba desplomado,
confundido, como se se le hubiese molido a golpes, convertido él mismo en
idiota, afirmaba, tanto era su facultad para penetrar en el pensamiento de los
demás.
Siempre vibrante, impresionable también, se
comparaba a un despellejado que el menor contacto hace estremecerse de dolor, y
la tontería humana, seguramente, le hirió durante toda su vida, como hieren las
grandes desgracias íntimas y secretas. Él la consideraba un poco como una
enemiga personal dedicada a martirizarlo; y la perseguía con furia del mismo
modo que un cazador persigue a su presa, esperándola hasta en el fondo de los
más grandes cerebros. Tenía, para descubrirla, actitudes de sabueso, y su ojo
rápido caía encima, aunque ésta se ocultase en las columnas de un periódico o
incluso entre las líneas de un bello libro. A veces llegaba a tal grado de
exasperación, que hubiese querido destruir a la raza humana.
La misantropía de sus obras no procede de otra
cosa.
El sabor amargo que en él se libera no es más que
esta constante constatación de la mediocridad, de la banalidad, de la tontería
bajo todas sus formas. Él la nota en todas las páginas, casi en todos los
párrafos, por una palabra, por una simple intención, por el acento de una escena
o de un diálogo. Él infunde al lector inteligente una melancolía desolada ante
la vida. El malestar inexplicable que experimentan muchas personas
abriendo l'Education sentimentale, no es más que la sensación irracional
de esta eterna miseria de los pensamientos mostrados al desnudo en los cerebros.
Decía alguna vez que habría podido titular ese
libro « Frutos secos », para hacer comprender
mejor la intención. Cada hombre, leyéndole, se pregunta con inquietud si no es
uno de esos tristes personajes de esa taciturna novela, tanto como se encuentran
en cada uno cosas personales, íntimas y lamentables.
Tras la enumeración de sus lecturas pesimistas,
él escribía un día: « ¡ Y todo esto con el
único objetivo de escupir a mis contemporáneos el disgusto que ellos me inspiran
! Voy, al fin, a decir mi manera de pensar, exhalar mi resentimiento, vomitar mi
odio, expectorar mi hiel, aclarar mi indignación ! » Ese desprecio de idealista
exaltado por la tontería corriente y la banalidad común estaba acompañado de una
vehemente admiración hacia las personas superiores, fuesen del género que fuese
su talento o la naturaleza de su erudición. No habiendo amado más que el
pensamiento, él respetaba todas sus manifestaciones; y sus lectores se extendían
en los libros que parecen ordinariamente los más ajenos al arte literario. Se
enfadó con un periódico amigo en el que se había criticado torpemente al Sr.
Renan; solamente el nombre de Victor Hugo lo llenaba de entusiasmo; tenía por
amigos unos hombres como los Sres. Georges Pouchet y Berthelot; su salón de
París era de los más curioso.
Recibía el domingo, desde la una hasta las siete,
en un apartamento de soltero, muy sencillo, en el quinto piso. Las paredes
estaban desnudas y el mobiliario era modesto, pues tenía horror por las
figuritas de arte.
Desde que un timbrazo anunciaba al primer
visitante, él arrojaba sobre su escritorio, cubierto de papeles esparcidos y
emborronados de escritura, un ligero tapiz de seda roja que envolvía y ocultaba
todos los útiles de su trabajo, sagrados para él como los objetos de culto para
un sacerdote. Luego, como su doméstico, tenía día libre casi siempre el domingo,
iba a abrir él mismo.
El primer llegado era a menudo Ivan Tourgueneff, al que abrazaba como un
hermano. Más grande todavía que Flaubert, el novelista ruso quería al novelista
francés con un profundo y especial afecto. Afinidades de talento, filosofía y
espíritu, similitudes de gustos, de vida y de sueños, una conformidad de
tendencias literarias, de exaltado idealismo, de erudición y mutua admiración,
hacían que tuviesen tantos e incesantes puntos de contactos que, viéndose,
experimentaban el uno y el otro una alegría de corazón quizás todavía mas grande
que un goce de la inteligencia.
Tourgueneff se hundía en un sillón y hablaba
lentamente, con voz dulce, un poco debil y vacilante, pero que daba a lo dicho
un encanto e interés extremos. Flaubert lo escuchaba religiosamente, fijando
sobre la gran figura blanca de su amigo una larga mirada con sus pupilas en
movimiento; y respondía con voz sonora, que salái como un canto de corneta, bajo
su bigote de viejo guerrero galo. Su conversación raramente se refería a los
asuntos ordinarios de la vida y no se alejaban demasiado de las cosas y de la
historia literaria. A menudo Tourgueneff llegaba cargado con libros extranjeros
y traducía generalmente poemas de Goethe, de Pouchkine o de Swinburne.
Iban llegando otras personas poco a poco: El Sr.
Tine, la mirada oculta tras sus gafas, el porte tímido, aportaba unos documentos
históricos, hechos desconocidos, todo un olor y sabor de archivos removidos,
toda una visión de vida antigua advertida con su ojo taladrante de filosofo.
Aquí llegan los señores Frédéric Baudry, miembro
del Instituto, administrador de la biblioteca Mazarino; Georges Pouchet,
profesor de anatomía comparada en el Museo de Historia Natural; Claudius Popelin,
el maestro esmaltador; Philippe Burty, escritor, coleccionista, crítico de arte,
espíritu sutil y encantador.
Luego está Alphonse Daudet, que trae consigo el
aire de París, del París vivio, vividor, animado y alegre. Él traza a grandes
rasgos unas siluetas infinitamente divertidas, pasea sobre todo y sobre todos su
encantadora ironía, meridional y personal, acentuando el refinamiento de su
elocuente espíritu mediante la seducción de su figura, de su gesto y de la
ciencia de sus relatos, siempre compuestos como cuentos escritos. Su cabeza,
hermosa, muy fina, está cubierta de una melena de cabellos de ébano que caen
sobre los hombros, mezclándose con la barba rizada en la que a menudo
estira las puntas agudas. Los ojos poco abiertos, dejan pasar una mirada negra
como la tinta, vaga en ocasiones como consecuencia de una excesiva miopía. Su
voz un poco cantarina; tiene el gesto vivo, el porte inquieto, todas las
características de un hijo del Midi.
Émile Zola entra a su vez, exhausto por los cinco
pisos y siempre seguido de su fiel Paul Alexis. Se arroja en un sillón y echa un
vistazo sobre los presentes, el estado de los espíritus, el tono y la forma de
la conversación. Sentado un poco de lado, una pierna bajo él, agarrando su
tobillo con la mano y hablando poco, escucha con atención. Alguna vez, cuando un
entusiasmo literario, una embriaguez artística lleva a los tertulianos y los
lanza a emitir esas teorías excesivas y paradójicas, propias de los hombres de
viva imaginación, el se inquieta, remueve la pierna, coloca de vez en cuando un
« pero... » apagado por las grandes explosiones; luego, cuando el acceso lírico
de Flaubert se ha calmado, él vuelve a tomar la discusión tranquilamente, con
voz tranquila, con palabras conciliadoras.
Es de talla media, un poco grueso, de aspecto bonachón y obstinado. Su cabeza,
muy parecida a aquellas que se encuentran en muchos viejos cuadros italianos,
sin ser bella, presenta un gran carácter de poderío e inteligencia. Los cabellos
cortos se enderezan sobre una frente muy desarrollada, y la nariz recta se
detiene, como cortada bruscamente con un cincel, encima del labio sombreado por
un bigote bastante espeso. La parte inferior de este rostro gordo, pero
enérgico, está cubierto de una barba rasurada cerca de la piel. La mirada negra,
miope, penetrante, registradora, sonriente, a menudo irónica, mientras que un
pliegue muy particular hace retroceder el labio superior de un modo divertido y
burlón.
Llegan todavía otros: el editor Charpentier. Sin
algunos cabellos blancos mezclados con sus largos cabellos negros, uno lo
tomaría por un adolescente. Es delgado y guapo mozo, con un mentón levemente
puntiagudo, matizado de azul por una barba abundante cuidadosamente afeitada.
Ríe de buen grado con risa juvenil y escéptica y escucha y promete todo lo que
le pide cada escritor que se empareja con él y lo lleva a un rincón para
recomendarle mil cosas. He aquí al encantador poeta Catulle Mendès, con su
aspecto de Cristo sensual y seductor, cuya sedosa barba y los ligeros cabellos
rodean con una nube rubia una cara pálida y fina. Conversador incomparable,
artista refinado, sutil, captando todas las fugitivas sensaciones literarias, es
del agrado de todos, especialmente de Flaubert por su elocuencia y la delicadeza
de su espíritu. He aquí a Émile Bergerat, su cuñado, que se casó con la segunda
hija de Théophile Gautier. José María de Heredia, el maravilloso compositor de
sonetos, que pasará a la posteridad como uno de los más perfectos poetas de este
tiempo. Huysmans, Hennique, Céard, Léon Clauder el dificil y refinado estilista,
Gustave Toudouze. Entonces entra, casi siempre el último, un hombre de talla
alta y delgado, cuya seria figura, aunque a menudo sonriente, lleva un gran
carácter de altivez y nobleza. Tiene los cabellos grises, como decolorados, un
bigote un poco más blanco y unos ojos singulares, invadidos por una pupila
extrañamente dilatada.
Tiene el aspecto de un aristócrata, de porte fino
y nervioso de las gentes de raza. Es ( se siente ) del mundo, y del mejor. Es
Edmond de Goncourt. Se adelanta, echa la mano a un paquete de tabaco especial
que lleva a todas partes con él, mientras tiende la mano que le queda libre a
sus amigos.
El pequeño salón desborda. Unos grupos pasan al
comedor.
Es en ese momento cuando hay que ver a Gustave
Flaubert.
Con amplios gestos con los que parece echar a
volar, yendo de uno a otro de una zancada, su larga bata hinchada tras él en sus
bruscos empujes como la vela marrón de un barco de pesca, lleno de exaltaciones,
de indignaciones, de vehemente llama, de estrepitosa elocuencia, divertía por
sus arrebatos, encantaba por su bondad, a menudo sorprendía por su prodigiosa
erudición, sirviéndose de una sorprendente memoria, terminando una discusión con
una palabra clara y profunda, recorriendo los siglos de un extremo a otro con su
pensamiento para relacionar dos hechos del mismo orden, dos hombres de la misma
raza, dos informaciones de la misma naturalezas, de donde hacía brotar una
chispa como cuando se golpean dos piedras semejantes. Luego sus amigos partían
uno tras otro. Él los acompañaba a la antesala, donde charlaba un momento a
solas con cada uno estrechándoles las manos vigorosamente, echándoselas por
encima de los hombros con una afectuosa sonrisa. Y cuando Zola salía el último,
siempre seguido de Paul Alexis, dormía una hora sobre un largo canapé antes de
ir como de costumbre a casa de su amiga la princesa Mathilde, que recibía todos
los domingos.
Amaba el mundo, aunque se indignaba con las
conversaciones que allí oía; tenia por las mujeres una estrecha y paternal
amistad, aunque las juzgaba severamente de lejos, repitiendo con frecuencia la
frase de Proudhon: « La mujer es la
desolación del justo »; le gustaba el gran lujo, la elegancia suntuosa, el
aparato, aunque vivió sencillamente.
En la intimidad era alegre y bueno. Su alegría
parecía descender directamente de la alegría de Rabelais. Le gustaban las
bromas. Reía a menudo, con risa contenta, franca, profunda; y esa risa parecía
incluso más natural en él, más normal que sus exasperaciones contra la
humanidad. Le gustaba recibir a sus amigos, cenar con ellos. Cuando se le
visitaba en Croisset, era una alegría para él y preparaba la recepción de lejos
con un placer cordial y visible. Era un gran comedor, le gustaba la mesa fina y
los manjares delicados.
Esta misantropía de la que tanto se ha hablado no
era innata en él, sino procedía poco a poco de la constatación permanente de la
estupidez; pues su alma era naturalmente alegre y su corazón lleno de generosos
impulsos. En definitiva, le gustaba vivir, y vivía plenamente, sinceramente,
como se vive con el temperamento francés, en el que la melancolía no toma nunca
la forma desolada que suele darse en ciertos alemanes y en ciertos ingleses.
Y además, ¿ no basta una larga y poderosa pasión
para amar la vida ? Él tuvo esta pasión hasta su muerte. Había dado, desde su
juventud, todo su corazón a las letras, y no lo volvió a recuperar nunca.
Usó su existencia en esta ternura inmoderada, exaltada, pasando noches febriles,
como los amantes, estremeciéndose de ardor, desfalleciendo de fatiga después de
esas horas de amor agotador y violento, y despertándose cada mañana con la
necesidad de la amada.
Un día por fin, cayó, fulminado, contra el pie de
su mesa de trabajo, matado por ella, por la Literatura, matado como todos los
grandes apasionados a los que devora siempre su pasión.
1884
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre