HISTORIA DE MANON LESCAUT Y DEL CABALLERO DES GRIEUX
( Histoire de Manon Lescaut et du Chevalier Des Grieux )

Prólogo al libro Histoire de Manon Lescaut et du Chevalier des Grieux, por Prévost, Paris, H. Launette, 1885.
 

      A pesar de la experiencia de los siglos que han demostrado que la mujer, sin excepción, es incapaz de todo trabajo verdaderamente artístico o científico, hoy se esfuerzan en imponernos a la mujer médico y a la mujer político.
      La tentativa es inútil, puesto que no tenemos todavía a la mujer pintora o la mujer músico, a pesar de los encarnizados esfuerzos de todas las hijas de conserjes y de todas las muchachas casaderas que estudian el piano e incluso composición, con una perseverancia digna de un mejor éxito, o que malgastan el óleo o la acuarela, trabajando el relieve e incluso el desnudo sin conseguir pintar otra cosa que abanicos, flores, fondos de sillas o retratos mediocres.
      La mujer sobre la tierra tiene dos funciones, bien distintas y encantadores ambas: el amor y la maternidad.
      Nuestros admirables maestros, los griegos, que tenían las ideas más sabias y más claras que uno no parece creer hoy, sobre la existencia, comprendían muy bien esta doble misión de la compañera del hombre. De tal modo era clara su inteligencia que no le gustaban las confusiones; habían establecido claramente, de un modo absoluto, esas dos actitudes de la mujer en la vida.
      Las que debían darles hijos, elegidas con cuidado, sanas y fuertes, permanecían encerradas en la casa, totalmente ocupadas en su sagrado deber, en la santa y natural tarea de criar y de educar a sus hijos que serían unos hombres, unos griegos, y a sus hijas que serían unas madres.
      Las que debían proporcionarles amor, ser encantadoras, espirituales y tiernas durante las horas de descanso, vivían libres, rodeadas de homenajes, de atenciones y galanterías. Eran las grandes cortesanas, cuyo deber consistía en ser bellas y seductoras, en contornear los ojos, en cautivar el espíritu y en hacer vibrar los corazones.
       No se les pedía, a éstas últimas, más que placer, emplear todas las destrezas y todos los artificios en enseñar y en practicar el sutil y misterioso arte de la seducción y las caricias. Se respetaba de tal modo su belleza, que un navío iba a buscar a Hipócrates a África, porque un embarazo amenazaba a una de ellas.
      Los hombres superiores, los artistas, filósofos, generales, vivían en la casa de esas cortesanas, escuchaban sus consejos, encontraban en su intimidad esta delicada gracia que las mujeres llevan en ellas, y buscaban en su amor ese algo casi divino, esa embriaguez sensual y poética que ellas emanaban de sus labios y de sus ojos. Ha sido dado a la mujer, en efecto, el don de dominar y de encantar al hombre nada más que por la forma de su cuerpo, la sonrisa de sus labios y el poder de su mirada. Su irresistible dominación se escapa a su control, nos envuelve y nos esclaviza sin que podamos resistir, luchar, huir, cuando ella pertenece a la raza de las grandes victoriosas y  las grandes seductoras.
      Algunas de éstas dominan la historia del mundo, derramando sobre su siglo un poético y turbador encanto. Pero si vemos de lejos la gracia desaparecida de aquellas que han vivido ,si casi estamos enamorados de ellas aún a través de las edades, como Victor Cousin lo estuvo de la Sra. de Longueville, cuanto más nos apasionan aquellas que han soñado y creado los poetas.
      En otras ocasiones, las adorables vivas cuya belleza nos emociona desde tan lejos, se llamaban Cleopatra, Aspasie, Phryné, Ninon de Lencol, Marion Delorme, Madame Pompadour, etc.
      Y cuando pensamos en esas muertas encantadoras, en aquellas de la vieja historia, vestidas de telas ligeras, en aquellas de la Edad Media tocadas con el gorrito cónico y que Michelet nos describe « graves en la seguridad del pecado », en aquellas que hicieron tan galante la corte de nuestros reyes, murmuramos, emocionados a pesar nuestro, la tan triste y tan dulce balada de Villon:

Dictes-moi où, ne en quel pays,
Est Flora la belle Romaine ;
Archipiada, ne Thaïs,
Qui fut sa cousine germaine ?
Echo parlant quant bruyt on maine
Dessus rivière, ou sus estan ;
Qui beauté eut trop plus qu'humaine ?
Mais où sont les neiges d'antan ?
. . . . . . . . . . . . . . . . .
La Royne Blanche comme ung lys,
Qui chantoit à voix de sirène ;
Berthe au grand pied, Biétris, Allys,
Harembouges, qui tint le Mayne
Et Jehanne la bonne Lorraine
Qu'Angloys bruslèrent à Rouen ;
Où sont-ilz, Vierge Souveraine ?...
Mais où sont les neiges d'antan ?

II

      Pero si la historia de los pueblos está embellecida por algunas figuras de mujeres que brillan como estrellas, la historia del pensamiento humano, del pensamiento artístico, está iluminada también por algunas imágenes femeninas soñadas por los escritores, dibujadas por los pintores o talladas en el mármol por los escultores.
      El cuerpo de la Venus de Milo, la cabeza de la Gioconda, la figura de Manon Lescaut aparecen en nuestra alma y la emocionan, y vivirán siempre en el corazón del hombre, y turbarán constantemente a todos los artistas, a todos los pensadores, a todos aquellos que desean y persiguen una forma entrevista e inalcanzable. Los escritores nos han dejado solamente tres o cuatro de estos tipos de gracia que nos parece haber conocido, que viven en nosotros como unos recuerdos, como esas visiones tan tangibles que tienen el aspecto de realidades.
      En primer lugar está Didon, la mujer que ama en la madurez de su edad, con todo el ardor de su sangre, toda la violencia de los deseos, toda la fiebre de las caricias. Es sensual, arrebatada, exaltada, con una boca donde se estremecen unos besos que en ocasiones muerden, con unos brazos siempre abiertos para enlazar, unos ojos audaces que piden abrazo y cuya llama es impúdica.
      Está Juliette, la muchacha con la que se despierta el amor, el amor ya ardiente, casto todavía, que vence y mata ya.
     Está Virginia, más cándida, más inocente, divinamente pura, percibida allá abajo, en esa isla verde. Hace soñar, hace llorar, no despierta ningún deseo brutal. Es la virgen y mártir del amor poético.
     Luego tenemos a Manon Lescaut, mujer más autentica que las anteriores, ingenuamente rodada, pérfida, amante, turbadora, espiritual, temible y encantadora.
      En esta figura tan llena de seducción y de instintiva perfidia, el escritor parece haber encarnado todo lo que hay de más gentil, de más rastrero y de más infame en el ser femenino. Manon, es la mujer al completo, tal como siempre ha sido, tal como es, y tal como será siempre.
      Encontramos en ella a la Eva del paraíso perdido, la eterna, astuta e inocente tentadora, que no distingue nunca el bien del mal, y arrastra, por el único poder de su boca y de sus ojos, al hombre débil y fuerte, al macho eterno.
      Adán, según la ingeniosa leyenda de las Escrituras, come la manzana que le presenta su compañera. Des Grieux, desde que ha encontrado a esta irresistible mujer, se convierte sin saberlo, sin comprenderlo, por el único contagio del alma femenina, por el único contacto de la naturaleza depravada de Manon, en un bribón, un pícaro, el asociado casi inconsciente de esta inconsciente y deliciosa bribona.
      ¿ Sabe él lo que hace ? no. La caricia de esta mujer ha cegado sus ojos y entumecido su alma. Lo sabe tan poco, actúa con tanta sinceridad, que nosotros mismos sentimos la ingenua infamia de sus actos; nos sometemos como él a la gracia magnética de Manon, como él la amamos, ¡ nos habríamos equivocado tal vez como él !
      Nosotros le comprendemos, no nos indignamos más que lo haríamos por otro, casi lo absolvemos, seguramente le perdonamos por causa de ella, porque nos sentimos débiles también ante esta imagen encantadora, ante esta única evocación de la criatura de amor.
      Y es extraño destacar la indulgencia tan completa del lector ante unas acciones tan vergonzosas del caballero Des Grieux y de su pérfida amante.
      Ninguna creación artística ha hablado nunca con tanta fuerza a los sentidos del hombre como esta exquisita casquivana, cuyo encanto sutil y malsano parece escaparse como una fragancia ligera y casi intangible de todas las páginas de ese libro admirable, de cada frase, de cada palabra que sale de ella. Y como es sincera, sin embargo, sincera en sus vilezas, franca en sus infamias, Des Grieux nos la describe él mismo en algunas líneas que contienen más de la mujer que la mayoría de las gruesas novelas con pretensiones psicológicas: - « Jamás mujer alguna tuvo menos apego que ella al dinero, pero no podía estar tranquila un momento con el temor de que le faltase. Nunca quiso tocar un centavo si podía divertirse sin que le costase. Incluso no se informaba de cual era el fondo de nuestras riquezas... Pero era algo necesario para ella estar ocupada de tal modo por el placer, que no tenía el menor escrúpulo en hacer eso por encima de su honor y de sus inclinaciones.»
      ¡ Cuantas mujeres están descritas hasta el fondo del corazón por esas breves frases !
      Pero su hermano, que calcula y cuenta, ha descubierto a un financiero que pone en relaciones con su hermana. Ella acepta con alegría la fortuna que le llega de este modo y escribe a Des Grieux, con toda la sinceridad, con toda la ingenua infamia de su corazón: « Trabajo para mantener a mi caballero rico y feliz.» Es un animal del amor, un animal con astutos instintos a quién falta radicalmente toda delicadeza o más bien todo pudor de sentimientos. Sin embargo ama, ama a « su caballero », pero de que modo tan extraño, con que inconsciencia. Como ha encontrado el lujo, la riqueza, todo el bienestar en la casa y en las ternuras de otro, teme que Des Grieux se enfade y le envía, para distraerle, una chiquilla de beso fácil; luego se asombra que él no haya aceptado, pues nunca ha comprendido el vehemente amor de ese hombre. « Sinceramente deseaba que ella os pudiese servir para aliviaros en algunos momentos, pues la fidelidad que deseo de vos es la del corazón. » Y cuando el caballero sigue, perdido, la carreta que lleva a su amante, ella no logra comprender que poder desconocido embarga a ese miserable a seguir sus pasos, ella, que encontraba tan sencillo abandonarlo en las horas de pobreza, ella, para quien el dinero y el amor no eran en el fondo más que una única e idéntica cosa.
      Es por estos rasgos sutiles y tan profundamente humanos, que el abad Prévost ha hecho de Manon Lescaut una inimitable creación. Esta mujer diversa, compleja, voluble, sincera, odiosa y adorable, llena de inexplicables movimientos de corazón, de incomprensibles sentimientos, de extraños cálculos y de inocencia criminal, ¿ no es admirablemente auténtica ? Como difiere de los modelos de vicio o de virtud presentadas sin complicación por los novelistas sentimentales, que imaginan unos tipos invariables, sin comprender que el hombre tiene siempre innumerables caras.
      Pero conozcámosla con la moral, veámosla aún con nuestros ojos, a esta Manon; veámosla tambien como si la hubiésemos encontrado y amado. Conozcamos esa mirada clara y astuta, que siempre parece sonreír y siempre prometer, que hace pasar ante nosotros imágenes turbadores y precisas; conozcamos esta boca alegre y falsa, esos dientes jovenes bajo esos labios tentadores, esos cejas finas y claras, y ese gesto vivo y mimoso de la cabeza, esos encantadores movimientos del talle, y la discreta fragancia de ese cuerpo fresco bajo el vestuario impregnado de perfumes.
      Ninguna mujer ha sido nunca evocada como ella, con tanta claridad, tan completamente; ninguna mujer ha sido jamás más mujer, ha contenido nunca una tal quintaesencia de esa temible femineidad, tan dulce y tan pérfida.
      Y puesto que siempre se está hablando de escuelas literarias, ¿ no resulta curioso e instructivo ver como ese libro ha sobrevivido y permanece y permanecerá por la única fuerza de la sinceridad, por la brillante verosimilitud de los personajes que hace aparecer ?
¡ Cuantas novelas de la misma época, escritas tal vez con más arte, han desaparecido ! ¡ Todo lo que los escritores ingeniosos han inventado y combinado para divertir a sus contemporáneos ha quedado en el olvido ! Se conocen apenas los títulos de los libros más célebres; no se podrían decir los temas. Solo, esta novela inmoral y auténtica, tan precisa que nos indica el no poder dudar del estado de ciertas almas en ese momento justo de la vida francesa, tan franco que no se piensa incluso en enfadarse con la duplicidad de los actos, queda como una obra de maestro, una de esas obras que forman parte de la historia de un pueblo.
      ¿ Acaso no es una brillante información, más poderosa que todas las teorías y que todos los razonamientos, para aquellos que han elegido la extraña profesión de escribir sobre el blanco papel las aventuras que inventan ?

1885

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre