EL HOMBRE DE LETRAS
( L'homme de lettres )

Publicado en Le Gaulois, el 6 de noviembre de 1882

      El artículo de Octave Mirbeau, que acaba de levantar tanto alboroto, abordaba incidentalmente una cuestión en la que sería muy curioso profundizar de un modo general: la influencia de la profesión sobre el hombre.
      En este ataque a los comediantes, es de destacar que el periodista apuntaba siempre a la profesión, a la que responsabilizaba de todos sus males, a la que hacía de algún modo responsable de las modificaciones que ésta hace padecer fatalmente a los que la ejercen. Ya, en  Fromont jeune et Risler aîné, Alphonse Daudet había estudiado a un comediante en el periodo álgido de esta enfermedad especial que se podría llamar « el divismo ». El divismo es la enfermedad incurable del actor; los síntomas son constantes, está claro, las manifestaciones aparentes, está claro ¿ Pero no es cierto también que cada profesión tiene su enfermedad, que cada oficio deforma de un modo más o menos sensible al hombre normal, le confiere unos tics, unos hábitos, unas maneras de ser, de pensar, de actuar, que pueden gustar a unos y disgustar a los otros ? ¿ No es cierto también que, antes de entrar en la profesión que se debe elegir, es necesario llevar en sí el germen de esa enfermedad ( que se llama vocación ), bajo pena de nos ser nunca más que un mediocre en el oficio ? ¿ Para convertirse en un actor de mérito, no es indispensable serlo desde el nacimiento, desde que se comienza a caminar y a hablar ?
      ¿ Pero qué diríamos entonces del mundo de la banca, del deporte, etc. ?
      En el pueblo llano, se seguirá de un modo más preciso todavía las influencias del oficio sobre el hombre. ¿ Los pintores se parecen a los carpinteros, los herreros no son totalmente distintos de los tenderos ?
      Pero, de todas las profesiones, la que produce más estragos en el organismo cerebral, el que más trastorna las funciones normales del espíritu, es seguramente las profesión de las letras.

      El público considera de ordinario al hombre de letras como una especie de bicho raro, de fantasioso, de original, de paradoja viviente, de engreído, sin explicarse claramente sin embargo en lo que ese ser particular difiere de sus semejantes.
      Resulta que en él no existe ningún sentimiento simple. Todo lo que ve, lo que experimenta, lo que siente, sus alegrías, placeres, sufrimientos, desesperaciones, se convierten instantáneamente en temas de observación. Analiza todo, a su pesar, sin fin, los corazones, los rostros, los gestos, las entonaciones. ¡ Vea lo que vea, siempre busca el por qué ! No tiene un impulso, ni un grito, ni un beso que sea franco; ni una de esas acciones instantáneas que se hace porque se deben hacer, sin saber, sin reflexionar, sin comprender, sin darse cuenta enseguida.
      Si sufre, toma nota de su sufrimiento y lo clasifica en una ficha; se dice, regresando del cementerio, donde ha dejado a aquél o a aquella que amaba más en el mundo: « Es singular lo que he sentido; era como una embriaguez dolorosa, etc. » Y entonces recuerda todos los detalles, las actitudes de los vecinos, los gestos falsos, los falsos dolores, los falsos rostros, y mil pequeñas cosas insignificantes, observaciones artísticas, el signo de la cruz de una vieja que tenía a un niño cogido de la mano, un rayo de luz en una ventana, un perro que atravesaba la comitiva, el efecto del coche fúnebre bajo los grandes cipreses del cementerio, la sorprendente cabeza de un enterrador y la contracción de los rasgos, el esfuerzo de cuatro hombres que descendían el ataúd en la fosa; mil cosas que un valiente hombre sufriéndolo con toda el alma, con todo su corazón, con toda su fuerza, no habría notado nunca.
      Él ha visto todo, retenido todo, anotado todo, a su pesar, porque es, ante todo y a pesar de todo, un hombre de letras, y que tiene el espíritu construido de tal modo, que la repercusión en él es más viva, más natural por así decirlo, que la primera sacudida, el eco más sonoro que el sonido primitivo.
      Parece tener dos almas, una que anota, explica, comenta cada sensación de su prójimo, del alma natural, común a todos los hombres; y vive condenado a ser siempre, en toda ocasión, un reflejo de sí mismo y un reflejo de los demás, condenado a mirar, sentir, actuar, amar, pensar, sufrir, y a no sufrir nunca, ni pensar, ni amar ni sentir como todo el mundo, francamente, simplemente, sin analizarse a sí mismo después de cada alegría y después de cada desgracia.
      Si conversa, su palabra parece a menudo maldiciente, únicamente porque su pensamiento es clarividente, y desarticula todos los resortes ocultos de los sentimientos y de las acciones de los demás.
      Si escribe, no puede abstenerse de plasmar en sus libros todo lo que ha visto, todo lo que ha comprendido, todo lo que sabe; y esto sin excepción para los parientes, los amigos; dejando al desnudo, con una cruel imparcialidad, los corazones de aquellos a los que ama y a los que ha amado, incluso exagerando, para engrandecer el efecto, únicamente preocupado de su obra y en absoluto de sus afectos.
      Y si ama, si ama a una mujer, la disecciona como a un cadáver en un hospital. Todo lo que ella dice, lo que hace, es instantáneamente pesado en esa delicada balanza de la observación que lleva en él, y clasifica su valor documental. Si ella se arroja a su cuello en un impulso irreflexivo, él juzgará el movimiento en razón de su oportunidad, de su justicia, de su poder dramático, y lo condenará tácitamente si lo siente falso o mal hecho.
      Actor y espectador de sí mismo y de los demás, no es nunca actor solamente como las personas normales que viven sin malicia. Todo a su alrededor se vuelve de cristal, los corazones, los actos, las intenciones secretas, y sufre de un mal extraño, de una especie de desdoblamiento del espíritu, que hace de él un ser horriblemente vivo, maquinal, complicado y abrumador para si mismo.

      Tomo, en un libro recientemente aparecido, un impresionante ejemplo de esta observación involuntaria practicada sobre sí mismo en las horas más dolorosas. Uno de los que más han sufrido por el arte, Gustave Flaubert, después de haber pasado la noche junto al cuerpo de su más querido amigo, de aquel cuya muerte lo dejó inconsolable, escribía al Sr. Maxime Du Camp una extraña y extraordinaria carta de la que reproduzco unos fragmentos:

      Alfred ha muerto el lunes por la noche, a medianoche; lo he enterrado ayer. Lo he velado durante dos noches, lo he envuelto en su mortaja, le he dado el beso de despedida y he visto soldar su ataúd. He pasado allí dos días largos, velándolo leía las Religions de la Antiquité de Creuzer.
      La ventana estaba abierta, la noche era extraordinaria; se oían los cantos del gallo, y una mariposa nocturna revoloteaba alrededor de la lámpara. Nunca olvidaré todo eso, ni el aspecto de su figura, ni en la primera noche, a medianoche, el sonido lejano de un cuerno de caza que me llegó a través de los bosques. El miércoles, he ido a pasear toda la tarde con una perra que me ha seguido sin que yo la hubiese llamado. Esta perra le había tomado afecto y lo acompañaba siempre cuando salía solo; la noche que precedió a su muerte, ella aulló horriblemente sin que se hubiese podido hacerla callar.
      ....
      De vez en cuando, iba a levantar el velo que se le había puesto sobre el rostro para mirarlo... Cuando el día salió, hacia las cuatro, yo y la guarda nos pusimos a la obra. Lo levanté, giré y envolví. La impresión de sus miembros fríos y rígidos me quedó toda la jornada en las yemas de los dedos. Estaba horriblemente descompuesto. Le pusimos dos sudarios.
      Cuando estuvo así arreglado, se parecía a una momia egipcia envuelta en sus vendas, y experimenté no puedo decir que sentimiento enorme de alegría y de libertad por él. La niebla era blanca; los bosques comenzaban a destacarse sobre el cielo; las dos llamas brillaban en esta blancura naciente; unos pájaros cantaron, y  yo me dije esta frase de su Bélial: « Irá, alegre pájaro, a saludar en los pinos el sol naciente. »

      .......
      Se le ha llevado en brazos al cementerio; el recorrido ha durado más de una hora. Situado detrás, veía el féretro oscilar con un movimiento de barco que se balancea. El oficio ha sido atroz de largo. En el cementerio, la tierra estaba amontonada; me aproximé al borde y miré una a una todas las paladas caer. Me pareció que arrojaban cien mil.
       .....
      Otro simplemente habría llorado, luego olvidado. Me parece que esos dolores clarividentes deben ser más agudos, y sus almas atentas y complejas más desgraciadas que las de los demás.

6 de noviembre de 1882
Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre