EL HONOR Y EL DINERO
( L'honneur et l'argent )
Publicado en Le Gaulois, el 14 de febrero
de 1882.
Asistimos, desde luego, desde hace algunos años, a un desplazamiento de la
conciencia. La moral cambia. La moral es semejante a los bancos de arena de las
riveras: se pasea; está tanto aquí como allá, se amontona en cúmulos encima
de la corrientes de las costumbres y de los instintos, forma obstáculos
infranqueables en ciertos puntos; luego de repente se allana y la ola humana se
dispone a correr libremente, detenida más adelante por la duna en movimiento.
La inmensa catástrofe financiera de estos
últimos tiempos acaba de demostrar de modo definitivo ( lo que se dudaba un
poco, por otra parte, desde hacía años ) que la probidad está a punto de
desaparecer. Apenas se oculta hoy de no ser por algún hombre honrado, pero
existen tantos medios de acomodar la conciencia, que no se la reconoce.
Robar diez céntimos es siempre robar; pero hacer
desaparecer cien millones no es robar. Unos directores de enormes empresas financieras
hacen cada día, con el conocimiento de Francia entera, operaciones que prohíben,
desde los reglamentos de sus sociedades hasta la más vulgar buena fe; ellos no
se consideran menos que perfectamente honorables. Unos hombres a quienes la
funciones y el mandato que tienen, y las mismas disposiciones de la ley, prohíben
todo juego en Bolsa, están convencidos de haber traficado sin vergüenza, y,
cuando se les prueba, hacen riendo un desaire, y se marchan para ir a comer en
paz los millones que les han producido las operaciones ilícitas.
En cuanto a la escoria de los especuladores, se
hace un deber tener falta de conciencia, y casi una gloria clasificarlos dentro
de los ingenuos. La corriente de la especulación ha pasado sobre la antigua
probidad y a dispersado su montaña de arena.
Se ha conservado, es cierto, en el mundo una
especie de probidad exterior, de relativa honestidad. Lo que ha desaparecido
sobre todo es la integridad escrupulosa, esa minuciosa propiedad de la conciencia,
esa fina delicadeza del hombre que no sería permitida salir por ningún dudoso
contacto de dinero.
En la crisis que atravesamos, se ha podido
sondear exactamente todas las profundidades de la improbidad; y, mientras que
las personas corrientes, afectadas por la debacle, pagaban hasta su último
céntimo, mientras que la modesta burguesía de un lado y algunas grandes
familias del otro no vacilaban en sacrificar todo, en dar todo, otros, que son
ricos, se sabe, no han tenido escrúpulos en conservar al mismo tiempo su
fortuna y sus deudas.
La probidad por tanto era quizás la única y
verdadera propiedad moral del hombre, la única y verdadera cualidad del alma
constituyendo la honorabilidad.
Los progresos de la indelicadeza son fáciles de seguir.
Hace veinte años, nos asombraba que los sirvientes no fuesen más honrados. Hoy
produce estupor cuando lo son.
Hace quince años, nos indignábamos cuando un
comerciante nos había engañado. Sería bastante sorprendente hoy no serlo por
los más escrupulosos negociantes.
Y he aquí que el contagio se ha producido por
todas partes. Unos años más, y esto estará acabado. No existirá ya un hombre
verdaderamente íntegro, uno de aquellos a los que no le era suficiente ser de
una honradez estricta en apariencia, de ser honesto cara a cara con los demás,
sino que querían serlo cara a cara con ellos mismos.
La probidad, hasta aquí, había permanecido
siendo la más fija de los sentimientos humanos, el más serio de los obstáculos
levantados por la moral a nuestros instintos. Todo cambia. Todo pasa.
Un sentimiento, por ejemplo, cuyos
desplazamientos son sorprendentes, es el pudor.
No me atrevo a afirmar que el pudor no haya sido
inventado por las mujeres más que para poner precio y encanto al amor; pero en
el fondo lo creo. Entonces, tratar de buscar en qué las mujeres han hecho
consistir el pudor en todos los tiempos y en todos los pueblos, nos revelaría
sin duda lo que amaban los hombres de su época y de su país, y nos daría la
historia universal del amor en la humanidad.
Añadamos que el pudor y la moda son hermanas que
marchan juntas.
Se sabe que los españoles deben sus graciosos
andares a una cuestión de pudor.
En España, antaño, era, según parece,
deshonroso para las mujeres mostrar su pie, entiendo su pie calzado, ese
pequeño pie cuya finura se ha mantenido legendaria; se lo tomaban de tal modo
que ellas iban por las calles sin dejar ver nunca a los paseantes ni el
mismísimo extremo de sus zapatos.
¿ Qué hacían ? Llevaban vestidos largos, muy
largos; y, en lugar de caminar, se deslizaban. Se deslizaban de un modo
particular, rozando la tierra con la suela, con el extremo del botín siempre
sepultado bajo la tela colgante de la falda; y, de esta costumbre convertida en
universal en el país, de este hábito prolongado durante varias generaciones,
se ha producido casi una modificación anatómica de la raza, un andar ligero,
singularmente gracioso, comparable a la flotación de un barco, una especie de
ligero rozamiento del suelo con los pies.
Es lamentable que los abuelos de los ingleses
errantes que se encuentran por toda la tierra no hayan tenido el mismo
sentimiento de pudor que los antepasados de los españoles.
Pues no hay nada más desolador, para cualquiera
que adore la gracia de las mujeres, ver dar saltitos a esos grandes cuerpos
sobre los zancos que son sus piernas.
Pero para nosotros, el más singular de los
pudores es seguramente el de las mujeres árabes.
Se sabe que un hombre jamás debe percibir su
rostro, salvo el esposo. En cuanto a lo demás, ellas no lo ocultan demasiado.
A medida que se avanza hacia el sur, el vestido
de la mujer árabe se vuelve más primitivo. Lleva casi siempre una especie de
saco de lana blanca, abierto de arriba a abajo a ambos lados, alguna vez anudado
a la cintura, y otras incluso flotando libremente, de modo que, de perfil, se ve
a la mujer desnuda de la cabeza a los pies, mientras que su rostro está velado
de forma que apenas se distinguen sus ojos.
Son por lo demás, en general más bonitas de
figura que de formas, estando desde la infancia empleadas en los rudos trabajos,
y ajadas a los quince años como si fuesen ancianas.
He aquí una pequeña aventura que dará de
su pudor una idea muy exacta.
Estaba entonces en Boukhari, y una mañana salí
con dos amigos para ir a pasar el día y la noche en casa de un caid vecino.
Atravesamos el amplio bosque que se extiende
detrás del fuerte de Boghar, y, habiéndose quedado mis compañeros a conversar
algunos minutos con un oficial que nos había encontrado, yo continué solo mi
camino. Marchaba sin hacer ruido, lentamente. De pronto, detrás de una roca,
sorprendí a una joven árabe cuyo rostro estaba desnudo. Al verme se asustó,
se levantó de un salto y, perdiendo toda su sangre fría, tomó con sus dos
manos el pedazo de lana que caía de su garganta a sus tobillos, para cubrirse
la figura. Se lo levantó completamente con un movimiento convulso, e introdujo
la cabeza en su interior; permaneciendo de pie ante mí, sin nada de la cabeza a
los pies, absolutamente inmóvil, y satisfecha sin duda de la manera con la que
había salvaguardado su pudor y su dignidad de mujer.
¿Se podrá decir depués de esto que las manifestaciones
de la moral no dependen en absoluto de las latitudes ?
¡ Nosotros estábamos allí en el país de las
avestruces !
¿ No ha dado la naturaleza el mismo instinto a
las mujeres y a las aves del desierto ?
Les basta ocultar la cabeza.
14 de febrero de 1882
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre