EL INGLÉS DE ETRETAT
(
L'anglais d'Etretat )
Publicado en Le Gaulois, el 29 de
noviembre de 1882
Un gran poeta inglés acaba de cruzar por Francia para saludar a Victor Hugo. Su nombre llena las columnas de los diarios, y corren por los salones leyendas acerca de su persona. Hace ya quince años que tuve yo la oportunidad de tratar varias veces con Algernon-Charles Swinburne. Voy a intentar mostrarle tal cual yo lo vi, fijando definitivamente la impresión que me produjo y que, a pesar del tiempo transcurrido, sigue siempre viva en mí.
Creo que fue el año mil ochocientos sesenta y siete, o el mil ochocientos
sesenta y ocho; un inglés, joven y desconocido, acababa de comprar en Étretat
una casita oculta bajo árboles copudos. Se decía que vivía en ella de una
manera fantástica, siempre solo, despertando el asombro hostil de los
indígenas, porque, como en todo pueblo chico, las gentes de aquél eran
cazurras y de una malignidad necia.
Se rumoreaba que aquel inglés extravagante no
comía otra cosa que carne de mono, hervida, asada, salteada, en confitura; que
no quería tratar con nadie y que hablaba a solas y en voz alta durante horas y
horas; en una palabra, se contaban de él mil cosas sorprendentes, que hacían
creer a las personas razonables que aquel individuo no era de la pasta de los
demás hombres.
Lo que más asombraba a las gentes era que tratase con la mayor familiaridad a
un mono de gran tamaño que andaba en libertad por su habitación. De haber sido
un gato, un perro, nadie habría dicho nada. ¿Pero un mono? ¿No era algo
horrible?¡Había que tener aficiones de salvaje para hacer semejante cosa!
Yo sólo conocía a aquel joven por haberme
cruzado con él en la calle. Era pequeño, metido en carnes sin llegar a gordo,
de aspecto bonachón, y gastaba bigote rubio casi invisible.
La casualidad nos deparó ocasión de conversar.
Aquel salvaje era simpático y espontáneo; era desde luego, uno de tantos
ingleses raros con los que uno se tropieza aquí y allá por el mundo.
Dotado de una inteligencia notable, parecía
vivir en un ensueño fantástico, como debió de vivir Edgar Poe. Había
traducido al inglés un volumen de extraordinarias leyendas islandesas, que yo
desearía ardientemente ver traducidas en la actualidad al francés. Era
aficionado a lo sobrenatural, a lo macabro, a lo retorcido, a lo complicado, a
todo lo descompasado cerebralmente. Hablaba de las cosas más pasmosas con una
flema completamente inglesa, lo que, unido a su voz dulce y calmosa, le daba un
aire de sensatez, que era como para hacer perder el juicio.
Poseído de un desdén altanero por el mundo, por
sus convencionalismos, prejuicios y moral, había clavado en su casa una divisa
audaz y desvergonzada. Si el dueño de un mesón sin huéspedes hubiese escrito
en la puerta del mismo: "¡Aquí se asesina a los viajeros!", no
habría hecho un chiste más siniestro.
Yo no había entrado aún en su casa cuando
recibí una invitación para almorzar en ella; esta invitación se produjo como
consecuencia del accidente ocurrido a un amigo suyo, que había estado a punto
de ahogarse y al que yo intenté socorrer.
Aunque llegué cuando ya se había realizado el salvamento, recibí de los dos
ingleses las más calurosas frases de agradecimiento; al día siguiente me
presenté en la casa.
Era el amigo un mozo de unos treinta años, que
sostenía una cabeza enorme sobre su cuerpo infantil, un cuerpo sin anchura de
pecho ni de hombros. Una frente desmesurada, que parecía haber devorado todo el
resto de aquel hombre, se desarrollaba a manera de cúpula sobre su cara
menguada, que terminaba en forma de huso en la barbilla puntiaguda. Los ojos
penetrantes y la boca deprimida producían la impresión de una cabeza de
reptil, mientras que el cráneo magnífico despertaba la idea del genio.
Un temblequeo nervioso sacudía constantemente a
aquel ser que caminaba, se agitaba, actuaba a sobresaltos, como resorte
descompuesto.
Tal era Algernon Charles Swinburne, hijo de un
almirante inglés, y nieto, por línea materna, del conde de Ashburnham.
Su fisonomía conturbadora, hasta inquietante, se
transfiguraba en cuanto empezaba a hablar. Pocas veces he tratado a un hombre
más impresionante, más elocuente, más incisivo, más encantador hablando.
Parecía como si su imaginación vivaz, nítida, agudísima y extravagante,
fluyese junto con su voz, dando vida y nervio a las frases. Sus ademanes
sobresaltados marcaban el ritmo de su frase saltarina, que penetraba en el alma
del oyente lo mismo que una hoja puntiaguda; tenía de pronto estallidos de
pensamiento como los faros intermitentes, vaharadas geniales de luz que
parecían iluminar todo un mundo de ideas.
La casa de los dos amigos era bonita y se salía
de lo corriente. Cuadros por todas partes, magníficos algunos, rarísimos
otros, que parecían reproducir visiones de locos. Si no me engaña la memoria,
había una acuarela que representaba una cabeza de muerto navegando dentro de
una concha color de rosa en un océano sin límites, a la luz de una luna que
tenía cara de persona humana.
Aquí y allá se veían huesos de esqueleto.
Llamó sobre todo mi atención una horrible mano disecada que aún conservaba la
piel reseca, los músculos negros puestos al desnudo, y sobre el hueso, blanco
como la nieve, algunas manchas de sangre.
No llegué a adivinar el enigma de las comidas de
los dos amigos. ¿Eran buenas? ¿Eran malas? No podría afirmarlo resueltamente.
El asado de mono me quitó las ganas de adoptar como plato corriente la carne de
ese animal; y el gran mono que andaba suelto rondando alrededor de nosotros y
que en el momento de ir yo a beber me empujaba la cabeza para metérmela en el
vaso, me quitó cualquier capricho de tener por compañero de todos los días a
un animal de esa clase.
Por lo que respecta a los dos hombres, dejaron en
mí la impresión de ser dos espíritus extraordinariamente originales y
destacados, de una absoluta extravagancia, pertenecientes a esa raza especial de
alucinados de talento de la que han salido Poe, Hoffmann y algunos más.
Si, como se cree generalmente, el genio es una especie de delirio de las grandes
inteligencias, Algernon Charles Swinburne es, desde luego, un hombre de genio.
Jamás se considera como genios a los grandes
espíritus razonables, en tanto que se prodiga este sublime calificativo a
cerebros que son con frecuencia de segundo orden, pero que están agitados por
algo de locura.
De todos modos, este poeta sigue siendo uno de
los primeros de su tiempo por la originalidad de su inventiva y la maestría
prodigiosa de su forma. Es un lírico exaltado, un lírico furioso que se cuida
muy poco de la verdad humilde y sana que los artistas franceses buscan hoy con
toda obstinación y paciencia; él se esfuerza por dar forma a visiones y
pensamientos sutiles, ingenuamente grandiosos unas veces, llenos de hinchazón
otras, pero magníficos siempre.
Dos años después, halle la casa cerrada; sus habitantes se habían ausentado.
Los muebles estaban en venta. Compré, como recuerdo de aquellos dos hombres, la
repugnante mano disecada. En la cespedera había un enorme bloque de granito que
tenía grabada una sola palabra; Rip. Encima del bloque, una piedra hueca, llena
de agua, brindaba bebida a los pájaros. Era la sepultura del mono, al que un
criado joven, negro y vengativo, había ahorcado. Me contaron que el tal criado
vengativo tuvo luego que huir, perseguido por el revólver del amo, exasperado.
Después de vagar durante varios días sin techo, ni pan, se dejó ver de nuevo,
dedicándose a vender caramelos por las calles.
Fue expulsado definitivamente del pueblo, porque
casi estranguló a un comprador descontento.
Si encontrásemos con frecuencia muchos
interiores de casas como el que he descrito, la tierra sería más alegre.
29
de noviembre de 1882
Traducido por José Manuel Ramos González
para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre