ISCHIA
( Ischia )

Publicado en el Gil Blas, el 12 de mayo de 1885.

      Nápoles se despierta bajo un deslumbrante sol. Se despierta tarde, como un hermosa muchacha del Midi dormida bajo un cálido cielo. Por sus calles, dónde nunca se ve un barrendero, dónde todas las porquerías, procedentes de todos los despojos, de todos los restos de alimentos comidos durante el día, esparcen en el aire todos los olores, comienza a hormiguear la inquieta población que, gesticulante, escandalosa, siempre excitada, siempre febril, hace única esta ciudad tan alegre. A lo largo de las avenidas, las mujeres, las muchachas, vestidas con trajes rosas o verdes, cuyos bajos grisáceos están gastados por el roce con las aceras, la garganta envuelta con pañuelos rojos, azules, de todos los más vivos colores, los más llamativos y los más inesperados, llaman al paseante para ofrecerle ostras frescas, erizos de mar, todos los frutos del mar como se dice ( frutti di mare), o bebidas de todo tipo, o naranjas, nísperos de Japón, cerezas, los frutos de la tierra. Chillan, se agitan, levantan los brazos, y sus rostros de móviles arrugas expresan, en una divertida e ingenua mímica las cualidades de las cosas que venden.
      Los hombres, en andrajos, vestidos con innombrables pingajos, conversan con furia o bien dormitan sobre el cálido granito del puerto. Unos pilluelos, con los pies desnudos, nos siguen emitiendo el grito nacional: « Macaroni »; y los cocheros que os ven pasar, lanzan sobre vosotros sus caballos como si quisieran atropellaros, haciendo chasquear sus fustas con toda su fuerza. Exclaman: « Un buen coche, mousieu », y, después de diez minutos de marcha, consienten en dar un paseo por diez céntimos por el cual habían pedido al principio cinco francos. Los pequeños coches de dos plazas van como el viento, hacen brillar al sol el coqueto cobre del que está cubierto el arnés; y el caballo, que no ha probado bocado, pero cuyas hocicos están sujetos por las dos grandes ramas de una especie de palanca, galopa, golpea la tierra, piafa, pareciendo enfadarse, queriendo destrozaros contra los muros, pues es exuberante, presumido y buen mozo como su dueño. Los animales que tiran de las carretas, o todo coche de servicio, llevan sobre la espalda un verdadero monumento de cobre, un sello gigante con tres vértices, con cascabeles, veletas, ornamentos de todo tipo que hacen pensar en las barracas de los saltimbanquis, en las mezquitas de Oriente, en las pompas de iglesia y de feria. Esto es bello, vanidoso, divertido, cantoso, un poco morisco, un poco bizantino, un poco gótico, y completamente napolitano.
      Y allá abajo, dominando la ciudad, el mar, las llanuras y las montañas, el cono inmenso del Vesubio, al otro lado de la bahía, arroja de un modo lento y continuo su pesada humareda de azufre, que sube totalmente recta, como un enorme penacho sobre su puntiaguda cabeza, dispersándose luego por todo el cielo azul al que vela con una eterna bruma.
      Pero un horroroso vaporcillo desteñido, con unos matices de trapo sucio, llama silbando, uno tras otro, a los viajeros que quieren visitar las tristes ruinas de Ischia. Parte lentamente, pues necesitará tres horas y media para recorrer esa corta travesía, y su puente, que no debe ser lavado más que por el agua de las lluvias, es ciertamente más indecente que el pavés mugriento de las calles.

      Se sigue la costa de Nápoles cubierta de casas. Se pasa ante la tumba de Virgilio. Allá abajo, de frente, al otro lado del golfo, Caprée eleva su doble grupa rocosa encima del mar azul. El barco se detiene en Procida. La pequeña ciudad es bonita, rodando en cascada sobre la montaña.  Volvemos a ponernos en camino.
     Por fin se llega a Ischia. Un castillo extraño, construido sobre una roca, forma la punta de la isla y domina la ciudad con la que se comunica por un largo dique.
     Ischia ha sufrido poco; no se ve ningún rastro de la catástrofe que arruinó para siempre quizás a su vecina. El barco vuelve a partir para lo que fue Casamicciola *. Sigue la orilla que es encantadora. Se eleva suavemente, cubierta de verdor, de jardines, de viñas, hasta la cima de una gran cota. Un viejo cráter, que enseguida fue un lago, forma ahora un puerto en el que los navíos se resguardan. El suelo que la mar baña tiene el color oscuro de la lava, siendo toda esta isla un producto volcánico.
      La montaña se eleva, se vuelve enorme, desenrollándose como un inmenso tapiz de suave verdor. Al pie de ese gran monte se pueden advertir unas ruinas, unas casas destrozadas, colgadas, entreabiertas, unas casas rosas de Italia.
      Es aquí. La entrada en esta ciudad muerta es horrorosa. No se ha reconstruido nada, nada reparado, nada. Se acabó. Únicamente se han cambiado de lugar los escombros para buscar a los muertos. Las paredes desprendidas en las calles, forman allí oleadas de escombros; lo que queda en pie está agrietado por todas partes; los techos han caído sobre las bodegas. Se mira con terror en esos agujeros negros, pues todavía hay hombres debajo. No se han encontrado todos. Se ve esta horrible ruina que oprime el corazón, se pasa de casa en casa, se atraviesan montones de albañilería dispersada por los jardines que han vuelto a florecer, libres, tranquilos, admirables, llenos de rosas. Un perfume de flores flota en esta miseria. Unos niños que pululan por esta extraña moderna Pompeya, por esta Pompeya que parece sangrante, al lado de la otra momificada por las cenizas, unos niños, unos huérfanos mutilados, que muestran las horribles cicatrices de sus pequeñas piernas destrozadas, os ofrecen  ramos recogidos sobre esta tumba, en este cementerio que fue una ciudad, y piden limosna contando la muerte de sus padres. Un muchacho de veinte años nos guía. Ha perdido a los suyos y ha permanecido él mismo dos días sepultado bajo los muros de su vivienda. Si los socorros hubiesen llegado antes, dijo, se habrían podido salvar dos mil personas más. Pero los soldados no llegaron más que al tercer día.
      El número de muertos fue de cuatro mil quinientos aproximadamente. Fue más o menos a las diez y cuarto de la noche cuando la primera sacudida tuvo lugar. El suelo se levantó, afirman los habitantes, como si fuese a saltar en el aire. En menos de cinco minutos la ciudad fue destruida. El mismo fenómeno se reprodujo, aseguran, a los dos días siguientes, a la misma hora, pero ya no quedaba nada que destruir.
      He aquí el gran hotel de los Extranjeros que no muestra más que sus paredes rojas, descoloridas y pálidas, conservando todavía su nombre escrito en letras negras. Cincuenta y cinco personas fueron sepultadas en la sala de baile, en plena fiesta, jóvenes mujeres y hombres, destrozados bailando, enlazados, unidos de este modo por la sorpresa de esa muerte fulgurante, en un matrimonio extraño y brutal que mezcló sus carnes aplastadas.
     Más allá se encontraron cuarenta cadáveres, aquí veinte, allí seis solamente, en una bodega. Los espectadores del teatro, habiendo sido construido de madera,  fueron respetados. Aquí están los baños: tres grandes establecimientos destrozados, donde se agitan siempre, en medio de las máquinas elevadoras dislocadas, las fuentes calientes procedentes de las calderas subterráneas, tan próximas  que uno no puede sumergir el dedo en esta agua hirviendo. La mujer que conserva esas ruinas perdió a su marido y a sus cuatro hijas bajo las paredes de la casa. ¿ Cómo puede vivir todavía ?
      En los restos del hotel del Vesubio se encontraron ciento cincuenta cadáveres; bajo las ruinas del hospital, diez niños; aquí un obispo, allí una familia muy rica desaparecida completamente en algunos segundos.
     Subimos y descendemos por las calles a lomos de un asno, pues la ciudad estaba construida sobre una seria de cerros parecidos a unas olas de tierra. Y cada vez que alcanzamos una altura, descubrimos un largo y enorme paisaje. De frente, la mar calma y azul; allá abajo, en una bruma ligera, la costa de Italia, la costa clásica de rocas alineadas; el cabo Misene la termina a lo lejos, muy a lo lejos. Después, a la derecha, entre dos montículos, se advierte siempre la cima humeante y puntiaguda del Vesubio. Parece ser el amo amenazador de toda esta costa, de todo este mar, de todas estas islas que él domina. Su penacho va lentamente hacia el centro de Italia, atravesando el cielo con una línea casi recta que se pierde en el horizonte.
      Luego, alrededor de nosotros, detrás de nosotros, hasta la cumbre de la cota, unas viñas, unos jardines, ¡ viñas frescas de un verde tan tierno, tan suave ! El pensamiento de Virgilio os invade, os posees, os obsesiona. He aquí la encantadora tierra que él ama, que él canta, la tierra donde  han germinado sus versos, esas flores del genio. Desde su tumba, que domina Nápoles, se ve Ischia.
     Salimos por fin de las ruinas y llegamos a la ciudad nueva donde se refugiaron los que quedan de los habitantes. Es una pobre ciudad de tablas, una serie de cabañas de madera, de miserables chabolas. Eso recuerda a los ambulantes o a las instalaciones hechas aprisa de los primeros colonos desembarcados sobre una nueva tierra. En todos los pasos que sirven de calles entre esas chozas, se ven hormiguear muchos niños.
     Pero el horroroso pequeño vapor nos llama a golpes de silbato; regresamos para llegar a Nápoles cayendo la noche. Es la hora donde los paseantes van a abandonar el elegante paseo de la Chiaia.
     Éste se extiende a lo largo del mar, bordeado al otro lado por los ricos hoteles y por un bello jardín lleno de árboles floridos. Cuatro líneas de coches se cruzan allí y se mezclan como en el bosque de Bolonia en sus hermosos días, con menos lujo serio, pero con más petulancia meridional. Los caballos tienen siempre aspecto de arrastrarse, los cocheros de los simones y de las carriolas de dos ruedas hacen siempre chasquear sus fustas. Hermosas mujeres morenas se saludan con una gracia seria de mundanas, unos jinetes hacen cabriolas, unos napolitanos engominados, de pie sobre la acera, miran el desfile y saludan levantando los sombreros, a las damas sonrientes de los vehículos.
      Luego repentinamente todo se desbanda; la multitud de coches se dirige hacia la ciudad como si una barrera que los detuviese se hubiese roto de golpe. Todos los caballos galopan, luchando en velocidad, azuzados por los cocheros, levantando olas de polvo, de esa polvareda de mil olores, tan especial en Nápoles.
      Se acabó, el paseo está vacío. Las estrellas aparecen poco a poco en el espacio oscurecido. Virgilio dijo:

Majoresque cadunt altis de montibus umbrae.

      Pero allá abajo, un faro colosal se ilumina, en medio del cielo, un extraño faro que arroja periódicamente unos resplandores sangrantes; grandes haces de roja claridad se emiten al aire y resplandecen como una espuma de fuego. Es el Vesubio. Las orquestas ambulantes comienzan a sonar bajo las ventanas de los hoteles. La ciudad se llena de música. Y unos hombres que se tomarían por honestos burgueses, tan correcto es su porte, os persiguen proponiéndoos los mas extraños divertimentos. Y si usted pasa con indiferencia, ellos multiplican hasta el infinito sus ofertas tan singulares como repugnantes. Usted se esfuerza huyendo de ellos; entonces buscan, mediante inverosímiles cebos, despertar vuestro deseo. El arca de Noé contenía menos animales que proposiciones ellos os hacen. Su imaginación se dispara por la dificultad de la victoria; y esos Tamarindos del vicio, no conocen obstáculo, ofreciéndoos incluso el volcán, por poco que uno pareciese desearlo.

12 de mayo de 1885

 * Terremoto de Casamicciola del 28 de julio de 1883 (N.del T.)

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre