El gran novelista ruso, que había adoptado Francia por patria, Ivan Tourgueneff,
acaba de morir tras una horrible agonía que duraba desde hace casi un mes.
Fue una de los más notables escritores de este
siglo y al mismo tiempo el hombre más honesto, más recto, más sincero en
todo, el más abnegado que es posible encontrar. Llevando la modestia casi hasta
la humildad, no quería que se hablase de él en los periódicos; y, más de una
vez, artículos llenos de elogios le han ofendido como injurias, pues no
admitía que se escribiese otra cosa que obras literarias. Incluso las críticas
de las obras de arte le parecía pura charlatanería, y, cuando un periodista
daba, respecto a algunos de sus libros, detalles particulares sobre él y su
vida, experimentaba una auténtica irritación mezclada de una especie de vergüenza
de escritor, en quién la modestia parece pudor.
Hoy, que acaba de desaparecer ese gran hombre,
diremos en algunas palabras lo que fue.
La primera vez que vi a Ivan Tourgueneff, fue en
casa de Gustave Flaubert.
Se abrió la puerta. Apareció un gigante. Un
gigante con la cabeza plateada, como se diría en los cuentos de hadas. Tenía
largos cabellos blancos, gruesas cejas blancas, y una gran barba blanca, y
verdaderamente de un blanco plateado, brillante, totalmente iluminado de
reflejos; y, en esta blancura, un rostro tranquilo, de rasgos un poco fuertes;
una verdadera cabeza de Rio « dando rienda suelta a sus olas », o mejor dicho,
una cabeza de Padre Eterno.
Era muy alto, largo, lleno sin ser grueso, y ese
coloso tenía gestos de niño, tímidos y contenidos. Hablaba con una dulce voz,
un poco bajo, como si la lengua demasiado espesa se fuese moviendo difícilmente.
A veces, dudaba, buscando la palabra precisa en francés para expresar su
pensamiento, pero la encontraba siempre con una asombrosa exactitud, y esta ligera
vacilación daba a su elocuencia un particular encanto .
Sabía narrar de un modo encantador, prestando a
los menores hechos una importancia artística y un divertido colorido,
pero se le quería menos aún por el alto valor de su espíritu que por su
ingenuidad buena y siempre sorprendente. Pues él era increíblemente inocente,
ese novelista de genio que había recorrido el mundo, conocido a todos los
grandes hombres de su siglo, leído todo lo que un ser humano puede leer, y que
hablaba tan bien como la suya, todas las lenguas de Europa. Quedaba sorprendido,
estupefacto ante cosas que parecerían simples a unos colegiales de Paris.
Se dijo que la realidad palpable lo hería, pues
su espíritu no se asombraba más que con cosas escritas, revolviéndose contra
las menores cosas vividas. Tal vez su extrema rectitud y su amplia bondad
instintiva le hacía experimentar una especie de estremecimiento al contacto de
las dificultades, de los vicios y de las duplicidades de la naturaleza humana;
mientras que su inteligencia, por el contrario, cuando pensaba solo ante su
mesa, le hacía comprender y penetrar en la vida hasta sus vergonzosos secretos,
como se ve, desde una ventana de la casa, unos acontecimientos en los que no se
puede tomar parte.
Era sencillo, bueno y recto en exceso, atento
como nadie, abnegado como no se suele ser y fiel a sus amigos muertos o vivos.
Sus opiniones literarias tenían un valor y un
alcance tan considerables que no juzgaba el punto de vista restringido y
especial al que nosotros estamos acostumbrados, sino que planteaba una especie
de comparación entre las literaturas de todos los pueblos del mundo que
conocía tan fondo, extendiendo así el campo de sus observaciones,
estableciendo relaciones entre dos libros aparecidos en los dos extremos de la
tierra, en dos lenguas diferentes.
A pesar de su edad y de su carrera casi acabada,
tenía sobre las letras las ideas más modernas y más avanzadas, rechazando todas
las viejas formas de las novelas con truco y con combinaciones dramáticas y
eruditas, preguntándose que se hizo « de la vida », nada más que de la vida,
- unos « trozos de vida » sin intrigas y, sin grandes aventuras.
La novela, decía, es la forma más reciente del
arte literario. Hoy apenas ya se utilizan los procedimientos de la magia que
ella habían empleado al principio. Ella sedujo, por un cierto encanto
novelesco, a las imaginaciones inocentes. Pero, ahora que el gusto se depura,
hay que rechazar todos esos medios inferiores, simplificar y elevar este arte
que es el arte de la vida, que debe ser la historia de la vida,
Cuando se le hablaba de gruesas ventas de ciertos
libros del genero seductor, decía:
- Las personas que tienen el espíritu común son
mucho más numerosas que aquellas dotadas de un espíritu delicado. Todo depende
de la clase de inteligencia a la cual usted se dirija. Un libro que guste a una
multitud no nos gustará a nosotros con frecuencia. Y, si nos gusta al mismo
tempo que a la muchedumbre, esté seguro que será por razones absolutamente
opuestas.
El poderoso don de la observación
que tenía le hizo percibir, mucho antes de que apareciese en el gran
día, el germen fermentando de la revolución rusa. El constata este estado
nuevo de los espíritus en un libro célebre, Pères et Enfants. Había
llamado nihilistas a los nuevos sectarios que acababa de descubrir
en la muchedumbre agitada del pueblo, como un naturalista bautiza al animal
desconocido cuya existencia revela.
Una gran polémica se desató en torno a esta
novela. Unos se congratularon, otros se indignaron; nadie quería creer lo que
el escritor vaticinaba. Ese nombre de nihilista permanece en la secta
naciente, de la que se ha cesado pronto de negar su existencia.
Desde fuera, Tourgueneff seguía, con esta
pasión desinteresada del artista, la marcha y el desarrollo de la doctrina
revolucionaria que había presentido, reconocido y desvelado.
No perteneciendo a ningún partido, atacado a
menudo por los unos y los otros, contentándose con anotar y observar, publica
sucesivamente Fumées y Terres vierges, libros que muestran del
modo más neto las etapas de los nihilistas, la fuerza y la debilidad de esos
espíritus turbados, las causas de sus incapacidades y las de sus progresos.
Adorado por la juventud liberal, recibido con
ovaciones cada vez que regresaba a Rusia, temido por el poder, un poco
sospechoso por los partidos extremos, admirado por todos, Tourgueneff no
regresaba sin embargo de buen grado a su país, al que amaba ardientemente; pues
guardaba el recuerdo de algunos días de prisión después de la publicación de
Mémoires d'un Seigneur russe.
No se puede hacer aquí el análisis de las obras
de este gran hombre, que permanecerá siendo uno de los más grandes genios de
la literatura rusa. Será, al lado del poeta Pouchkine, su amigo, al que
admiraba ardientemente, del poeta Lermontoff y del novelista Gogol, - uno de
aquellos a quien Rusia deberá la mayor y más eterna gratitud, porque él habrá
dado a ese pueblo algo de inmortal y de inestimable: un arte, unas obras
inolvidadables, ¡ una gloria más preciosa y mas imperecedera que todas las
glorias ! Hombres como él hacen más por su patria que hombres como el
príncipe de Bismarck: ellos se hacen amar por todos los espíritus elevados, en
todas las partes de la tierra.
En Francia fue amigo de Gustave Flaubert, de
Edmond de Goncourt, de Victor Hugo, de Émile Zola, de Alphonse Daudet, de todos
los artistas hoy conocidos.
Adoraba la música y la pintura, viviendo en una
atmósfera de arte, vibrando con todas las impresiones sutiles, con todas las
vagas sensaciones que el arte proporciona, y en la búsqueda incesante de esos
goces delicados y raros.
Ninguna alma fue más abierta, más fina y más
penetrante, ningún talento más seductor, ningún corazón más leal y más
generoso.
5 de septiembre de 1883
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre