LA CORTESÍA
( La politesse )
 Publicado en Le Gaulois, el 11 de octubre de 1881 

      No me gustaría que se me creyese lo suficientemente loco para pretender resucitar a esta muerta: la Cortesía. Los milagros no son de nuestro tiempo y me temo que para siempre, la cortesía está enterrada, una al lado del otro, con nuestro espíritu legendario. Pero por lo menos deseo hacer la autopsia a esta vieja urbanidad francesa, tan encantadora y por desgracia tan olvidada ya; y penetrar las causas secretas, las misteriosas influencias que han podido hacer del pueblo más cortés del mundo uno de los más groseros de hoy en día.
      No es que yo entienda por cortesía las fórmulas de deferencia que se encuentran aún bastante a menudo; no es que lamente las interminables reverencias y los buenos saludos exagerados de los que abusaban tal vez nuestros abuelos. Quiero hablar de este arte perdido de ser bien nacido, del confortable saber vivir que hacía fáciles, amables, dulces, las relaciones entre esas personas que se dicen de "mundo". Era un arte sutil, exquisito, una especie de envoltura de fina delicadeza alrededor de los actos y de las palabras. Se nacía, creo, un poco con ella; pero esto se perfeccionaba también por la educación y por les comercio de los hombres bien educados. Incluso las discusiones eran corteses. Las disputas no olían a cuadra.
      Y sin embargo el viejo lenguaje usual era más crudo, más caliente que el nuestro; las palabras vivas no chocaban nuestros antepasados, quienes gustaban de las historias gallardas sazonadas con sal gala. Si las personas que hoy se indignan contra la brutalidad de los novelistas leyesen un poco a los autores con los que se deleitaban nuestras abuelas, tendrían, con toda certeza, de lo que rugir.
      No era en la lengua, era en el aire mismo donde flotaba esta urbanidad; había alrededor de las costumbres como un soplo de encantadora cortesía.
      Eso no impedía nada; pero se era bien nacido.
      Hoy parecemos habernos vuelto una raza de patanes.


      Desde hace algún tiempo sobre todo, me parece sentir verdaderamente un recrudecimiento de grosería. Nos hemos además acostumbrado de tal modo que ya no lo pensamos mucho. No sé lo que han debido pensar todos los lectores de nuestros periódicos, pero yo he tenido el corazón sublevado de disgusto en el periodo electoral.
      Estaba entonces lejos de París, y con frecuencia unos periódicos locales me caían bajo los ojos. No podía creer el vocabulario vulgar y odioso que empleaban esas publicaciones; que  cantidad de injurias groseras arrojaban todas las mañanas para mancillar a sus adversarios; que ausencia de estilo y que sobreabundancia de porquerías se encontraba en sus columnas. Las palabras más groseras parecían haber perdido su sentido, tanto en cuanto las empleaban a todas horas; y desde luego no había ni  uno de los candidatos que no hubiese sido tratado de mentiroso, de ladrón, de infame crápula, de pillo, de saltimbanqui, de vendido, de cretino, etc., etc.
      Por otra parte, nadie se sorprendía con la lectura de estos artículos, como si hubiese sido totalmente normal ensuciar previamente a los futuros representantes de la nación. Y he aquí como se enseña al pueblo a respetar a sus émulos. Pero ese no es el quid de la cuestión.
      Algunos días más tarde, atravesaba otras tierras y encontraba allí el mismo lenguaje en los periódicos con respecto a los distintos partidos. Los políticos, opuestos, enemigos honorables, eran tratados por lo menos de explotadores, mentirosos, calumniadores y corruptos; sin contar unas groserías más directas aún.
      Yo me decía: « Estas costumbres son odiosas; pero no estamos lejos de París: se puede pedir a los escritores locales que golpeen con la idea y no con la palabra, que ofendan a sus adversarios con una frase hábil, pérfida y educada, y no cubriéndolo de fango. La injuria es siempre fácil, pero la ironía mordaz no es dada a todos; el espíritu que mata no se encuentra con frecuencia. Por el insulto se evita la discusión, se impide la réplica, y, cuando se tiene un asunto con personas educadas, se guarda la última palabra al modo de Cambronne. » ¡ Pero hete aquí que acabo de ojear la mayoría de los periódicos parisinos aparecidos en la misma época ! Uno queda confundido ante el lenguaje tabernario empleado por un gran número de los que se dicen escritores que los dirigen.
      Entonces todo hombre que alimente a partir de ahora el singular deseo, pero excusable, de representar a sus ciudadanos en la Cámara de los diputados deberá resignarse de entrada a ser insultado a troche y moche, a ser calumniado en su vida privada y en su vida pública, acusado de todas las infamias y finalmente sospechoso, sin ninguna duda, de haber cometidos la mayoría de esas canalladas, por un gran número de electores estúpidos que tienen fe en el papel a cinco, diez o quince céntimos, que les lleva el cartero. 
      Sé perfectamente lo que responderán los partidarios de los regímenes caídos: « Se sabía vivir bajo las monarquías; no se sabe hacerlo bajo la república. Los países democráticos están mal educados. » El argumento no vale mucho; me sirve como prueba que las publicaciones de la extrema derecha informan tan mal como las de la extrema izquierda. Las groserías que ambos publican son las mismas.
      Ahora bien, si del periódico político se penetra en el Parlamento se nota muy pronto que en las discusiones agrias, las insolencias, las expresiones utilizadas en las disputas de palafreneros, parten tanto de la derecha como de la izquierda, sino más. Antaño se daba a los grandes oradores el sobrenombre poético de « Boca de Oro ». En cuanto a nuestros oradores políticos, si un sobrenombre puede dárseles, es el de « Boca de Alcantarilla ». 
      Así pues, hoy, se es mal educado, aunque bien nacido. La costumbre de los salones, frecuentar mundo no dan el saber vivir. Las causas de la mala educación general no vienen de otra parte más que de la democratización del país.

      Pero allí donde hay que captar los hábitos de vida de un pueblo, su manera habitual de ser, es en la prensa cotidiana, que representa exactamente la fisonomía íntima del país. No obstante, la prensa ofrece ahora unos ejemplos periodísticos de las más mala educación.
      Es ella, por el contrario, quién debería tratar de dar el ejemplo de las formas más irreprochables, y esto por la excelente razón de que los periodistas tienen por oficio ¡ escribir bien !
      Se es escritor de profesión: esto quiere decir que no se debe ignorar ninguno de los secretos de esta peligrosa esgrima de la polémica; que se tiene entre las manos esa piedra que puede golpear en la frente y abatir a los más grandes: la palabra, la palabra que se arroja con la frase, como se lanza un guijarro con la honda; que se saben todas las estrategias de los ataques, las perfidias ocultas bajo los cumplidos, las alusiones engañosas como las fintas; que se hacen malabarismos con las dificultades del lenguaje como un trilero con las canicas; que se fustiga con ese látigo con el que Beaumarchais dejaba a sus enemigos imborrables rastros. 
Pero desde que un caballero con una opinión contraria a la de uno, declara sus sentimientos, éste último se apresura a sentarse en su mesa y escribir con serenidad: « Un raro, un pícaro cuyos antecedentes nos son desconocidos y en consecuencia sospechosos, pero que tenemos, en todo caso, por un miserable bribón, hijo de un banquero que sin duda quebró y de una casquivana, etc. » El caballero así tratado envía sus testigos a su provocador. Se bate para lavar el honor. Uno de ello es herido. El incidente está cerrado.

      Durante los dos últimos siglos, la Sociedad más selecta, seleccionada, era exquisitamente instruida, incluso pedante. Hombres y mujeres conocían su Antigüedad, la historia universal, y mil cosas más. Se dominaba el griego y el latín casi tanto como el francés; se charlaba por citas, se jugueteaba con reminiscencias de antiguos poetas.
      Todas las frases estaban salpicadas de erudición, y ese saber, esa literatura de la clase que solo contaba, arrojaba sobre las costumbres un barniz de urbanidad. El resto de la humanidad no existía.
      Hoy todo el mundo cuenta. Todo el mundo habla, discute, afirma lo que desconoce, prueba aquello de lo que duda. Se quiere ser todo, conocer todo, contrastar todo. Nos parecemos a unos lomos de volúmenes, con pretenciosos títulos, y cuyo interior no más que papel en blanco. Se sabe todo sin aprender nada, y este modo de saber se vuelve naturalmente grosero.
      Esta manera de ser está de tal modo introducida en las costumbres, que nombramos, para que nos gobiernen, a unos hombres a los que no exigimos ninguna garantía de conocimientos especiales, que pueden a sus anchas ignorar nuestra historia ( lo que sería enojoso ) tanto como la economía política ( lo que sería lamentable ).
      Echemos una ojeada a la prensa. ¿ Acaso los escritores de gran renombre, los maestros, tienen en ocasiones la injuria en la pluma ? ¿ Los polemistas políticos como el Sr. Weiss, el Sr. John Lemoinne u otros, tienen por costumbre tratar a sus adversarios políticos de canallas o ladrones ?
      ¿ El Sr. Renan, uno de los más gravemente insultados por los escritores modernos; el Sr. Littré, tan a menudo maltratado, jamás han respondido a sus antagonistas con groserías ?
      No creo en absoluto que los Sres. Darwin, Herbert Spencer, Stuart Mill, y cien más, mil más de menor valor, se sirviesen, en sus argumentos, de la porquería arrojada a la cara de sus contrincantes.
      De donde concluyo que la ausencia de educación viene principalmente de la ausencia de instrucción. No se sabe nada en nuestro mundo, o casi nada. Las personas instruidas son bien educadas. Es pues en el libro, en los libros, en todos los libros, donde sería necesario pedir un matiz de esta antigua cortesía que nos falta ciertamente demasiado.

11 de octubre de 1881

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre