LA FORTUNA
( La fortune )
Publicado en Gil Blas, el 9 de
agosto de 1887
La arquitectura se muere, la arquitectura está muerta. La desaparición de
este arte es muy fácil de demostrar, pero, pensándolo bien, no es a los
arquitectos a quiénes hay que culpar.
Si vemos de vez en cuando levantarse en París un horrible monumento nuevo,
pensemos que doscientos o trescientos proyectos, sino más, han pasado bajo los ojos de
una comisión presidida por un ministro o por un miembro del Instituto. Es por
tanto el miembro del Instituto ( a todo señor, todo honor ), luego al ministro,
después a la comisión al completo, a quiénes hay que tratar como se merecen. Si
el Sr. Eiffel, comerciante de hierros, levanta sobre París el horroroso cuerno
cuyos dibujos e planos hacen presagiar la fealdad total y definitiva, no se
debe seguramente reprochar nada al Sr. Eiffel, que hace lo que puede con su
hierro. Pero cuando nos sea permitido contemplar en toda su altura y toda su
repugnancia ese monumento de mal gusto contemporáneo, gritaremos muy alto los
nombres de los responsables de esta chatarrería, a fin de que no se piense más
en ellos cuando el Ministerio de bellas artes esté vacante.
Los millones empleados en construir esta
jaula-pararrayos ( que nos hará desear una Comuna destrozona ) habrían
podido servir para favorecer el esfuerzo del arquitecto desconocido que tal vez
contenga en su cabeza unas formas nuevas de edificios. Los pobres jóvenes que
buscan hoy el secreto de la belleza de líneas y los adornos de piedra están condenados a soportar el gusto del burgués
que ordena construir su castillo, o de la comisión ministerial compuesta de viejos fósiles
anquilosados en el periodo griego, en la Edad Media o en el Renacimiento.
Así, si la impotencia de la arquitectura monumental contemporánea debe ser
atribuida de entrada al gusto retrógrado o nulo de nuestros gobernantes, es
también justo conceder una amplia parte de responsabilidad a la mediocridad del burgués rico.
Y resulta un curioso realizar un estudio acerca del uso de la fortuna en
nuestros días.
Aquellos que antaño eran los señores, los grandes caballeros, llevaban en su alma
una curiosidad, un ardor, una audacia que los incitaba a las empresas. Cuando
habían acabado sus campañas de guerra donde daban pábulo a sus corazones
aventureros, construían castillos o catedrales. ¿ No está Francia cubierta de
maravillosos monumentos, todos diferentes, edificados siglo tras siglo por unos
artistas modernos, pacientes, convencidos, bajo la orden de príncipes ignorantes
y magníficos ? Debemos a esos caballeros emprendedores y a esos grandes
artistas, que permanecen a menudo en el anonimato, el admirable museo de los
monumentos históricos de los que está repleto nuestro suelo. Basta relacionar
todos los ilustres castillos franceses, los del Norte, Centro, Este y Oeste,
para ver surgir ante nuestros ojos una sorprendente galería de palacios donde se
plasma, bajo numerosos aspectos, variados y soberbios, todo el genio
arquitectónico de nuestra raza. Cada siglo ha dejado innumerables huellas de
maravillosas muestras de su arte siempre renovado. Y podemos seguir de época en
época todas las modificaciones de la inspiración inmortal. Hasta hoy. ¿
Carecemos de artistas ? ¿ Por qué los arquitectos habrán desaparecido de Francia
cuanto tenemos siempre admirables escultores y destacados pintores ? ¡ Claro que
mañana podrían crear unos tipos de monumentos como se hacían antaño !
Pero lo que nos falta, por ejemplo, es el hombre generoso y rico para atreverse
y para pagar esas tentativas.
Desde luego, la naturaleza del hombre rico, del hombre muy rico de hoy, es
inferior a la del hombre poderoso y rico de antes.
Indaguemos un poco en que emplean su tiempo nuestros opulentos
contemporáneos, tanto
dinero como lo que pueden tener de inteligencia.
Su primera ambición, en general, es que se hable de ellos, brillar y dominar
por su fortuna. Esta ambición es natural, pero los medios de los que se sirven
para obtener eso son como mínimo muy discutibles.
El más empleado es el caballo. Este animal se ha convertido en la más noble
conquista del hombre, como ha proclamado el profeta evangelista Buffon, pues él
da la gloria y la consideración. No hablo del caballo útil, de aquél que se monta
y que se arrea, sino del horrible animal enflaquecido llamado caballo de
carreras, sobre cuyo lomo se monta un hombrecillo delgado cuyo talento consiste
en golpear los costados que lo soportan con más ardor que el vecino, y llegar el primero en una carrera donde incluso él no corre.
Estos juegos son muy respetables como divertimento y como pretexto para llevar
el público a Paris, aunque yo prefiero los caballitos de los casinos que pueden
producir las mismas emociones costando mucho menos cara su instalación.
Poco importa además. No se trata ni de juzgar, ni de censurar, ni de condenar,
ni de moralizar, sino de constatar que el mayor esfuerzo de espíritu de nuestros
contemporáneos opulentos consiste en hacer galopar a unos animales y en
descubrir
jockeys incomparables y no artistas originales que vincularían el nombre de su
mecenas con algún monumento imperecedero. Cuando el hombre rico no es un hombre
de deporte como consecuencia de las tendencias de su naturaleza moral o de las
limitaciones de su naturaleza física, se convierte de buen grado en aficionado de
arte y coleccionista.
Esto vale tal vez un poco menos que si fuese un simple apostante como se dice en
el galimatías hípico y moderno, pues el propietario de cuadras está poco más o
menos seguro de arruinarse, mientras que el coleccionista oculta, tras un gusto
que parece noble, un alma de traficante rapaz. No compra para fomentar, para
ayudar al artista, no busca descubrir talentos nuevos, poseerlos, darles el oro
que les permitiera desarrollarse completa y libremente, no, él compra,
controlando a hombres competentes, objetos raros cuyo valor está más cotizado
que el de las rentas nacionales.
Lo que hay de extraño y curioso en su caso, es que él mismo no conoce en
absoluto el objeto. A fuerza de ver acaba por discernir más o menos el precio
corriente de los objetos bastante conocidos; pero vacila ante las piezas
rarísimas, incapaz de reconocer su procedencia y de controlar su autenticidad.
No es, en el fondo, más que un avaro amasando no oro, sino cerámicas, telas,
muebles, joyas, procediendo siempre por comparación y nunca por intuición.
Cuando duda, tiene el recurso del experto, lo que demuestras claramente que no
ama el objeto, que la belleza y la gracia de la cosa no le preocupan en
absoluto, y que tiene únicamente la estimación bien establecida.
Y es gracias a él, por lo que se ha desarrollado, como el perro lebrel
para el cazador, la raza ansiosa de los expertos. Algunos de ellos ejercen esta
profesión oficial al estilo de los notarios y abogados, pero los más seguros son
unos aficionados bien dotados, verdaderamente nacidos para el objeto artístico y
que, sin fortuna, utilizan sus facultades naturales, su olfato, sus sentidos de
la belleza, de lo raro, de lo curioso, de lo gracioso, de lo imposible de hallar, y buscan,
registran, reconocen, aprecian, juzgan, estiman, clasifican, con mirada segura,
infalible, el objeto que se les muestra o que descubren.
Hay en Francia más de cien colecciones que han costado más dinero que lo que
haría falta para edificar la mágica abadía del Monte Saint-Michel.
¿Dónde están esas colecciones ? Guardadas en unas vitrinas, encerradas en unos
armarios, clasificadas como unos herbarios o unas medallas. ¿ Sirven a la
decoración de algún palacete original y principesco ? No. El palacete, al
contrario, parece construido únicamente para contenerlos, como una tienda está
hecha para encerrar a los comerciantes. Son, en efecto, unos comerciantes quiénes
han comprado esas cosas, con el incesante miedo de ser engañados, de ser
robados, pues los han puesto en orden, anhelantes de saber lo que valen con
precisión, los han alineado, quitado el polvo, numerado y catalogado con un
minucioso y pueril cuidado de personas muy ordenadas y muy ricas.
Uno de ellos decía un día al amigo que visitaba su palacete: « Vea mi cuarto de baño, es, creo, la última
palabra en lo confortable.»
El amigo mira y admira esta hermosa sala, en efecto, con vitrales y antiguas
lozas italianas cubriendo las paredes de arriba a abajo, luego respondió: « Esto
está muy bien. Tiene todavía una bañera. »
- La bañera. Sí. ¿ Por qué quiere usted reemplazarla ?
- ¡Oh!, si yo tuviese vuestra colosal fortuna, tendría una piscina de mármol
rojo donde discurriría día y noche agua tibia como discurre un río en un prado.
Podrían nadar en ella veinte personas. En el borde de ese estanque, unas
estatuas, una sentada con los pies en el agua, otra de pie, torciendo sus
cabellos, otra de rodillas, mirándose, otra leyenda, otra cantando, creadas por
los escultores punteros de mi época, alternarían con finas columnas soportando
la bóveda de mármol blanco. Y en los fondos de la amplia galería, unos vitrales
enormes, de escenas verdes y floridas.
« Y mis amigos vendría a nadar a mi casa en lugar de ir a golpear sus cabezas
en los baños del fondo del bosque o en la piscina Rochechouart.
« Y esta bella fantasía no costaría ni medio millón. »
El hombre rico escuchaba, estupefacto, luego, tras un largo silencio, dijo: « ¡
Oh ! ¡ eso es una locura ! »
9 de agosto de 1887
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre