LA GUERRA
( La guerre )

Publicado en el Gil Blas, el 11 de diciembre de 1883

      Se habla de guerra con China. ¿ Por qué ? no se sabe. Los ministros en este momento dudan, se preguntan si van a hacer matar a todo el mundo en aquellas tierras. Asesinar al mundo les es indiferente, solo les inquieta el pretexto. China, nación oriental y razonable, trata de evitar esas masacres matemáticas. Francia, nación occidental y bárbara, propone la guerra, la busca, la desea.
       Cuando únicamente pienso en esa palabra, la guerra, me entra un azoramiento como si se hablara de brujería, de inquisición, de una cosa lejana, acabada, abominable, monstruosa, contra natura.
        Cuando se habla de antropófagos, sonreímos con orgullo proclamando nuestra superioridad sobre esos salvajes, los auténticos salvajes. ¿Los que se baten por comer a sus vencidos o los que se baten por matar, nada más que por matar? Una ciudad china nos apetece: vamos, para tomarla, a masacrar a cincuenta mil chinos y ha hacer degollar a diez mil franceses. De este modo el honor nacional ( ¡ singular honor ) que nos impulsa a tomar una ciudad que no nos pertenece, el honor nacional que se encuentra satisfecho por el robo, por el robo de una ciudad, lo estará todavía más por la muerte de cincuenta mil chinos y de diez mil franceses.
      Y aquellos que allí van a perecer son jóvenes que podrían trabajar, producir, ser útiles. Sus padres son viejos y pobres. Sus madres, que durante veinte años los han amado, adorado, como adoran las madres, aprenderán en seis meses o un año tal vez, que el hijo, el niño, el nieto educado con tanto trabajo, con tanto dinero, con tanto amor, está caído en un bosque de rosales, el pecho acribillado por las balas ¿Por qué han matado a su chico, tan buen mozo, su única esperanza, su orgullo, su vida? Ella no lo sabe. Si, ¿por qué? Porque existe en la profunda Asia una ciudad que se llama Bac-Ninh; y porque un ministro que no la conoce se divierte tomándosela a los chinos.
       ¡La guerra!...batirse! degollar!...masacrar a los hombres!..Y nosotros tenemos, en nuestra época, conjuntamente con nuestra civilización, con el alcance de la ciencia y el grado de filosofía a donde creemos llegado el genio humano, escuelas donde se aprende a matar, a matar desde muy lejos, con perfección, mucha gente a la vez, a matar inocentes hombres, pobres diablos, cargados de familia y sin ninguna credencial. El Sr. Jules Grévy da pábulo con obstinación a los más abominables asesinos, a los descuartizadores de mujeres, a los parricidas, a los estranguladores de niños. Y he aquí que el Sr. Jules Ferry, por un capricho diplomático del que la nación se sorprende, del que se asombran los diputados, va a condenar a muerte, con corazón ligero, a algunos millares de bravos muchachos.
       Y lo más asombroso es que el pueblo no se levanta contra el gobierno. ¿Qué diferencia hay pues entre las monarquías y las repúblicas? Lo sorprendente es que toda la sociedad no se rebele ante la palabra guerra.        
        ¡Ah! Viviremos siempre bajo el peso de las viejas y odiosas costumbres, de los criminales prejuzgados, de las ideas feroces de nuestros bárbaros antepasados.
        ¿Nadie más que Víctor Hugo se habría avergonzado y lanzado ese gran grito de liberación y de verdad?
        "Hoy, la fuerza se llama violencia y comienza a ser juzgada; la guerra se convierte en algo reprobable. La civilización, bajo la denuncia del género humano, instruye el proceso y prepara el gran dossier criminal de los conquistadores y los generales. Los pueblos llegan a comprender que la magnitud de un crimen no le hace menor; que si matar es un crimen, matar mucho no puede ser una circunstancia atenuante; que si robar es una vergüenza, invadir no debería ser una gloria.
        ¡Ah! Proclamemos estas verdades absolutas, deshonremos la guerra!
"
      Un artista hábil en esta partida, un masacrador de genios, M. De Moltke, he aquí las extrañas palabras que un día respondió a los delegados de la paz, las extrañas palabras siguientes: 
        -La guerra es santa, de institución divina; es una de las leyes sagradas del mundo; ella salvaguarda en los hombres todo lo grande, los nobles sentimientos: el honor, el desinterés, la virtud, el valor, y les impide, en una palabra, caer en el más repulsivo materialismo.
        Así, reunirse en rebaños de cuatrocientos mil hombres, caminar día y noche sin descanso, no pensar en nada ni estudiar, ni nada aprender, ni leer, no ser útil a nadie, pudrirse de suciedad, dormir sobre el fango, vivir como las bestias en un  continuo embrutecimiento, saquear las ciudades, quemar los pueblos, arruinar a los pueblos, después encontrar otra aglomeración de carne humana para abalanzarse encima, hacer lagos de sangre, llanuras de carne apiladas mezcladas con la tierra fangosa y enrojecida, montones de cadáveres, los brazos o las piernas arrancadas, el cerebro aplastado sin beneficio para nadie, y morir en la esquina de un campo, mientras que vuestros viejos padres, vuestra esposa y vuestros niños mueren de hambre; ¡a esto es a lo que llamamos no caer en el más espantoso materialismo!
      Los hombres de la guerra son el azote del mundo. Luchamos contra la naturaleza, la ignorancia, contra los obstáculos de todo tipo, para hacer menos dura nuestra miserable vida. Unos cuantos hombres, unos benefactores, unos salvadores consumen su existencia trabajando, buscando aquello que puede ayudar, que puede socorrer, lo que puede aliviar a sus hermanos.
        Van entregados intensamente a su útil tarea, acumulando los descubrimientos, engrandeciendo el espíritu humano, difundiendo la ciencia, dando a la inteligencia cada día una suma de saber nuevo, dándole cada día a su patria bienestar, satisfacción, fuerza.
      La guerra llega. En seis meses, los generales han destruido veinte años de esfuerzos, de paciencia y de genio.
Esto es  lo que se llama no caer en el más horrible materialismo.
        Hemos visto la guerra. Hemos visto a los hombres transformarse en brutales, enloquecidos, matar por placer, por terror, bravuconería, por ostentación. Cuando el derecho ya no existe, la ley está muerta, toda noción de lo justo desaparece, nosotros hemos visto fusilar a inocentes hallados en una carretera y convertidos en sospechosos porque tenían miedo. Hemos visto matar perros encadenados a la puerta des sus amos para probar revólveres nuevos, hemos visto ametrallar por placer vacas tumbadas en un campo, sin ninguna razón, por el mero hecho de disparar su fusil y por puro divertimento.
        He aquí a lo que llamamos no caer en el más fanático materialismo.
         Entrar en un país, degollar al hombre que defiende su casa porque está vestido con una blusa y no tiene un quepis sobre la cabeza, quemar las habitaciones de miserables que ya no tienen pan, destrozar unos muebles, robar otros enseres, beber el vino hallado en las bodegas, violar a las mujeres encontradas por las calles, quemar millones de francos en pólvora y, dejar detrás de si la miseria y la ira.
        He aquí a lo que llamamos no caer en el más espantoso materialismo.
        ¿Pues, qué han hecho los hombres de la guerra por demostrar, a pesar de todo, un poco de inteligencia? Nada. ¿Qué han inventado? Cañones y fusiles. Eso es todo.
        El inventor de la carretilla, ¿ no ha hecho más por el hombre, con esta simple y práctica idea de ajustar una rueda a dos palos, que el inventor de las modernas fortificaciones?
        ¿Qué nos queda de Grecia? De los libros, de los mármoles. ¿ Es grande porque ha vencido o por lo que ha producido? ¿Es la invasión de los Persas quien le ha impedido caer en el más aterrador materialismo? ¿Son las invasiones de los Bárbaros las que han salvado a Roma y la han regenerado? ¿Es Napoleón I el que continuó el gran movimiento intelectual comenzado por los filósofos al final del último siglo?
        ¡Y bien! si, puesto que los gobiernos usan así el derecho de muerte sobre los pueblos, no hay nada de insólito en que los pueblos cojan a veces el derecho de muerte sobre los gobiernos.
        Se defienden, tienen razón. Nadie tiene el derecho absoluto de gobernar a los demás. Solo se puede hacer por el bien de los que son gobernados. Cualquier gobierno tiene tanto el deber de evitar una guerra como un capitán de navío tiene el de evitar un naufragio.
        Cuando un capitán ha perdido su buque, se le juzga y se le condena si es reconocido culpable de negligencia o incluso de incapacidad.
        ¿Por qué no calificar a los gobernantes después de cada guerra declarada? Si los pueblos comprendieran esto, si ellos mismos reprobaran a los poderes homicidas, si rechazaran el dejarse asesinar sin razón, si se valieran de sus armas contra los que se las han dado para masacrar, ese día la guerra habría muerto. Y ese día llegará.

      He leído un libro soberbio y terrible del escritor belga Camille Lemonnier, y titulado Les Charniers. Al día siguiente de Sedan, ese novelista partió con un amigo y visitó a pie esa patria de la muerte, la región de los últimos campos de batalla. Caminó entre los fangos humanos, deslizándose sobre  cerebros desparramados, vagabundeando entre las podredumbres e infecciones durante días enteros y leguas enteras. Recogió entre el barro y la sangre « esos pequeños cuadrados de papel arrugados y sucios, cartas de amigos, cartas de madres, cartas de novias, cartas de abuelos ».
      He aquí, entre mil, una de esas cosas que vio. No puedo citar más que en cortos fragmentos ese párrafo que me gustaría reproducir al completo:
      « La iglesia de Givonne estaba llena de heridos. Sobre el umbral, mezclado con el barro, la paja pisoteada formaba un amasijo que fermentaba.
      « En el momento en el que íbamos a entrar, unos enfermeros, con bata gris, salpicada de manchas rojas, arrojaban por la puerta de la entrada una especie de líquido fétido como aquel en el que chapotea el zueco de los carniceros en los mataderos.
      « El hospital gemía... Unos heridos estaban atados a su camastro mediante unas cuerdas. Si se movían, unos hombres los tomaban por los hombros para impedir que se moviesen. Y algunas veces una cabeza pálida se dirigía hacia la paja y miraba con ojos de suplicio la operación del vecino.
      « Se oía a unos desgraciados gritar retorciéndose, cuando el cirujano se aproximaba, y trataban de ponerse de pie para salvarse.
      « Bajo la sierra, gritaban aún, con una voz sin nombre, rota y ronca, como unos despellejados: « No, no quiero, dejadme...».      Ese fue el de un soldado que tenía las dos piernas destrozadas.
      - Excúseme la compañía, dijo, me han quitado los pantalones.
       « Había guardado su traje, y sus piernas estaban vendadas, en unas trizas empapadas en sangre.
       « El médico se puso a retirar esas vendas, pero se pegaban unas a otras, y la última se adhería a la carne viva. Se vertió agua caliente sobre el burdo vendaje, y, a medida que el agua se derramaba, el cirujano arrancaba las vendas.
      - ¿ Quién te ha vendado así, amigo ? preguntó el cirujano.
      - Fue el camarada Fifolet, mayor.
      ........
      « La sierra, estrecha y larga, dejaba unas gotitas, en cada uno de sus dientes.
      « Hubo allí un movimiento en el grupo. Se cayó a tierra un trozo.
      - Todavía un segundo, valiente, dijo el cirujano.
      « Yo pasaba mi cabeza por el hueco de los hombros y miraba al soldado.
      - Vamos rápido, mayor, decía él.
      « Mordía su bigote, blanco como un muerto y los ojos fuera de las órbitas. Sostenía el mismo con dos manos su pierna y aullaba por momentos con voz tembloroso un ¡ hou ! que nos hacía sentir la sierra en nuestra propia espalda.
      - ¡ Se acabó ! dijo el cirujano quemando el segundo muñón.
       - ¡Buenas noches ! dijo el soldado.
       « Y se desmayó.»

      Recuerdo, el relato de la última campaña de China, hecha por un valiente marinero que se reía aún con placer. 
      Me contó que los prisioneros eran empalados a lo largo de los caminos para divertir al soldado; las muecas tan grotescas de los sometidos a ese suplicio; las masacres ordenadas por unos oficiales superiores, para aterrorizar la región, las violaciones en esos lugares de oriente, ante los niños perdidos, y los robos a manos llenas, los pantalones atados hasta los tobillos para llevar los objetos, el pillaje regular, funcionando como un servicio público, devastando luego desde las pequeñas cabañas de todo pequeño burgués hasta el suntuoso palacio de verano.
      Si nosotros vamos a la guerra con el imperio Chino, los precios de los viejos muebles de laca y de las ricas porcelanas chinas van a bajar mucho, señores coleccionistas.
 

11 de diciembre de 1883
Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre