LA
PATRIA DE COLOMBA1
( La patrie de Colomba )
Publicado en Le Gaulois, el 27 de septiembre de 1880
Ajaccio, 24 de septiembre de 1880.
El puerto de Marsella ruge, bulle, palpita bajo una lluvia de sol, y el muelle
de la Joliette, donde centenares de embarcaciones proyectan sobre el cielo su
humo negro y su vapor blanco, está lleno de griteríos y movimientos debidos a
las salidas próximas.
Marsella es la ciudad ideal sobre esta costa árida, que se diría carcomida por
una lepra.
Árabes, negros, turcos, griegos, italianos y
otros aún, casi desnudos, cubiertos de variopintos harapos, comiendo alimentos
sin nombre, agachados, acostados, tumbados bajo el calor de ese cielo
incandescente, deshechos de todas las razas, marcados con todos los vicios,
seres errantes sin familia, sin ataduras al mundo, sin leyes, viviendo el día a
día en ese inmenso puerto, dispuestos a todas las faenas, aceptando todos los
salarios, hormigueando sobre el suelo como sobre éste bulle la miseria, hacen
de esta ciudad una especie de estercolero humano donde fermenta toda la
podredumbre de Oriente.
Pero un gran vapor de la Compañía
trasatlántica abandona lentamente su punto de atraque emitiendo unos mugidos
prolongados, pues el silbido ya ha cesado; es reemplazado por una especie de
grito de animal, una formidable voz que sale del vientre humeante del monstruo.
El navío pasa suavemente en medio de sus hermanos preparados también para
partir, y cuyos flancos están llenos de voces; abandona el puerto, y de súbito
como azuzado por un ardor, se lanza, rasga el mar, deja tras él una inmensa
estela, mientras las costas huyen y Marsella desaparece en el horizonte.
Llega la noche; los viajeros sufren, acostados en
camas estrechas, y sus dolorosos suspiros se mezclan con el ronroneo precipitado
de la hélice, que sacude los tabiques, y provoca remolinos de agua abriéndose
paso espumosa por la proa del navío cuyos ojos iluminados, uno verde y el otro
rojo, miran a lo lejos, en las sombras. Luego el pálido horizonte hacia el
Oriente y, en la dudosa claridad del día naciente, una mancha gris aparece a lo
lejos sobre el agua. Se agranda como saliendo de las olas, se perfila, adornada
extrañamente sobre el azul naciente del cielo; se distingue finalmente una
cadena de montañas escarpadas, salvajes, áridas, de formas duras, de crestas
de agujas, con puntas afiladas, es Córcega, la tierra de la vendetta, la patria
de los Bonaparte.
Unos pequeños islotes, soportando unos faros,
aparecen a lo lejos; se llaman los Sanguinarios e indican la entrada al golfo de
Ajaccio. Ese profundo golfo se ensancha en medio de encantadoras colinas,
cubiertas de bosques de olivos que son atravesados a veces, como osamentas, por
enormes rocas de granito gris, más altas que los árboles. Luego, tras un
rodeo, la ciudad totalmente blanca, situada al pie de una montaña, con su
gracia meridional, refleja en el azul violento del Mediterráneo sus casas
italianas con techos planos. El gran navío arroja su ancla a doscientos metros
del muelle, y el representante de la Compañía trasatlántica, Sr. Lanzi, pone
a los pasajeros en guardia contra la rapacidad de los marineros encargados del
desembarco.
La ciudad, bonita y limpia, parece abrumada ya, a
pesar de la temprana hora, bajo el ardiente sol del Midi. Las calles están
plantadas de hermosos árboles; se percibe en el aire como una sonrisa de
bienvenida donde perfumes desconocidos flotan, aromas poderosos, este olor
salvaje de Córcega, que hacía estremecer aún al gran Napoleón muriendo sobre
su roca de Santa Helena.
Enseguida se reconoce que se está aquí en la
patria de los Bonaparte. Por todas partes unas estatuas del Primer Consul y del
Emperador, bustos, imágenes, inscripciones, nombres de calles evocan el
recuerdo de esta saga.
Unas palabras sorprendidas sobre las plazas
públicas hacen dirigir el oído. ¿Cómo se habla de política aquí todavía?
¿Las pasiones se encienden? ¿Se consideran sagradas esas cosas que ahora no
nos interesan más que como vueltas de cartas bien hechas? Ciertamente Córcega
está bastante retrasada; sin embargo, se diría que un acontecimiento se
prepara. Se encuentran más personas condecoradas que sobre el bulevar de los
italianos, y los clientes del café Solférino lanzan unas belicosas miradas a
los del café Roi-Jêrome. Aquellos tiene aspecto de estar dispuestos a
combatir; pero se levantan como un solo hombre ante la proximidad de un
caballero, y todos le saludan con respecto. Éste se vuelve... Parece... ¡Es el
conde de Benedetti! Luego vemos a los Sres. Pietri, Galloni de Istria, al conde
Multedo, y veinte nombre más, no menos conocidos en la armada bonapartista.
¿Que está pasando? ¿Acaso Córcega prepara un
desembarco en Marsella?
Pero los habituales del café Solférino se
levantan a su turno, agitan sus sombreros ante dos personajes que pasan y gritan
como un solo hombre "¡Viva la República!" ¿Quiénes son estos
caballeros? Me aproximo y reconozco al conde Horace de Choiseul (¡a todo señor
todo honor!) y al duque de Choiseul-Praslin. ¿Cómo es que el diputado de Melun
se encuentra en esta región? Regreso al café Roi-Jerôme e interrogo a un
cliente, quién me responde con elegancia que "a falta de anguila de Melun,
se comería bien un mirlo de Córcega". El Sr. Conde Horace de Choiseul es
miembro del Consejo general y la sesión va a comenzar.
Entonces, sobre esta tierra de Córcega donde el
recuerdo de Napoleón está todavía tan caliente y tan vivo, una lucha tal vez
definitiva va a desatarse entre la idea republicana y la idea monárquica. Los
campeones del Imperio son viejos combatientes todos conocidos, los Benedetti,
los Pietri, los Gavini, los Franchini. Los adalides de la República llevan
también apellidos célebres en el país, y tienen en cabeza al alcalde de
Ajaccio, el Sr. Peraldi, muy querido y al que se le considera muy capaz.
Aunque la política me sea totalmente ajena, este
combate es demasiado interesante para no asistir, y entro en la prefectura con
la multitud de los consejeros generales. Un hombre encantador, el Sr. Folacci,
representante de uno de los más hermosos cantones de Córcega, Bastelica, me
hace abrir el santuario.
Son cincuenta y ocho, ocupando dos largas mesas
cubiertas de manteles verdes. Unas cráneos resaltan como cuando se mira desde
lo alto la Cámara de diputados. Veintiocho están sentados a derecha,
treinta a izquierda. Los republicanos van a salir victoriosos.
Un personaje con galones, que representa al
gobierno, con aire arrogante, está sentado a la derecha del presidente, Sr.
doctor Gaudin.
- ¡Que entre el público!
El público entra por una puerta reservada.
¡Misterio!
El Sr. de Pitti-Ferrandi, agregado, profesor de
derecho, se levanta y pide la palabra para reclamar la expulsión del Sr.
Emmanuel Arène.
¿Quién no ha visto una de esas escenas de la
Cámara, uno de esos episodios tempestuosos donde los diputados gesticulan como
locos y juran como carreteros, una de esas escenas que te llenan de cólera y de
desprecia por la política y para todos aquellos que la practican?
Pues bien, el primer episodio del Consejo general les
hizo tomar estos bríos, pero los representantes de Córcega son personas de un
mejor mundo aparentemente, pues están detenidos sobre la pendiente.
Todos estaban de pie, todos hablaban al mismo tiempo;
algunas pequeña voces agudas destacaban; unas voces de toro mugían unos
discursos de los que no se entendía ni una sola palabra. ¿Quién tenía
razón?... ¿Quién estaba equivocado?... El representante del gobierno declara
perentoriamente que, toda discusión sobre este tema era ilegal, que se vería
obligado a abandonar la sala si volvía a ocurrir. Sin embargo el Consejo
general habiendo decidido, a propuesta de la izquierda, votar sobre la
discusión, el susodicho gobernador, esperando sin duda una victoria para los
suyos, asiste a la votación también ilegal aparentemente como la discusión
que debía seguir; luego, como la derecha salió victoriosa, él se retiró, viéndose
vencido y toda la izquierda le siguió...
¿Cuando se hará política de buena fe en lugar de
hacer únicamente politica de partido? Nunca, sin duda, pues la sola palabra
"política" parece haberse convertido en sinónimo de "mala fe
arbitraria, perfidia, ardid y delación".
Sin embargo la ciudad de Ajaccio, tan bonito a
orillas de su golfo azul, rodeado de olivos, de eucaliptos, de higueras y
naranjos, espera los trabajos indispensables que harán de ella la más
encantadora estación de invierno de todo el Mediterráneo.
Hay que organizar los placeres que estremecen a
los continentales, estudiar los proyectos, poner los fondos, y los habitantes
inquietos miran desde hace ocho horas ya si la segunda mitad del Consejo general
consiente en volver a la sala donde le espera la primera mitad en numero
insuficiente para deliberar.
Pero las grandes cimas muestran encima de las colinas sus puntas de granito rosa
o gris; el olor del monte llega cada tarde; transportada por el viento de las
montañas; hay allí abajo desfiladeros, torrentes, picos, más bonitos que ver
que los cráneos de los políticos, y de pronto pienso en un amable predicador,
el Padre Didon, al que encontré el año anterior en la casa del pobre Flaubert.
¿Y si fuese a ver al Padre Didon?
27 de septiembre de 1880
1. Novela de Prosper Mérimée (1840), relato dramático de una vendetta corsa. (Nota del T.)
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre