El doctor de Cyon publicaba recientemente aquí mismo un
estudio sobre la vivisección y sobre la ridícula ternura que hace indignarse a
las buenas almas ante los trabajos crueles de los fisiologos
experimentadores. He oído decir a menudo, desde que esta cuestión remueve de
nuevo a la opinión pública: « Debería estar prohibido martirizar así a los
animales en nombre de una ciencia feroz y a menudo impotente. » Ahora bien, no
sería difícil citar los inmensos resultados obtenidos ya en beneficio de la
humanidad. El público, no dándose cuenta de los avances inmediatos, los
desconoce. Simple ignorancia por su parte. Pero, puesto que nosotros tenemos tal
provisión de conmiseración a dispensar, se la podría emplear mejor.
Hay un miserable animal cuya vida entera no es más que un martirio, un horrible
martirio, en el que todas las horas dolorosas son puestas a nuestro servicio;
que no conoce ningún descanso, ninguna alegría, ninguna cabriola libre,
ningún respiro en su horrible existencia de golpes recibidos, de fatigas
torturadoras, de trabajo violento, incesante, matador, al que nosotros vemos en
las calles, sangrando bajo el collar que lo rasga, con heridas repugnantes en
sus flancos, las piernas deformadas por unos trabajos demasiado duros, gimiendo,
asfixiándose en las duras subidas, bajo los golpes de correa y de látigo. Es
el caballo. Y nosotros encontramos natural la horrible suerte de este lamentable
animal porque de la mañana a la noche su sufrimiento nos es útil. Pasamos, con
el corazón tranquilo, ante esos regimientos de esqueletos atados a esas cajas
de pino llamadas simones; contribuimos, por las generosas propinas para las
carreras rápidas, a apresurar la agonía de este presidiario de trabajos
forzados. Y, cuando vemos a las victimas de nuestra odiosa indiferencia,
abatidas sobre el pavimento, resoplando de angustia, la mirada hundida, las
piernas inertes, nos detenemos a mirar como ante un espectáculo lleno de
interés. Y bien, puesto que hay personas que solicitan una ley contra los
vivisectores, ¿ no se encuentran otras que soliciten, reclamen, en nombre de la
piedad, por los animales que sacrificamos ferozmente a nuestras necesidades, que
todo caballo tenga el derecho a un mes de pradera cada año, como los empleados
tienen derecho al domingo ?
Esto va a parecer absurdo. No lo es tanto como esta ternura desplazada hacia los
perros que son menos martirizados en los laboratorios que los caballos en las
calles, y que, en todo caso, serán al día siguiente terriblemente masacrados
en la perrera.
Confundimos casi siempre la sensiblería con la sensibilidad. Para descubrir en
la vida misma el secreto vivo de nuestras enfermedades, se sacrifican algunos
animales condenados a muerte, y ponemos el grito en el cielo. Luego cuando, para
satisfacer no se sabe que ambiciones, no se sabe que antiguos prejuicios de
gloria y de vanidad nacional, se envían a miles de hombres a combatir y morir
sobre la estéril tierra de África, lo encontramos simple y natural. La muerte
de esos animales nos es útil; la de esos muchachos franceses no nos servirá de
nada; nos indignamos de una; nos inclinamos ante la otra. ¿ Qué es entonces a
lo que se llama la Razón ?
La conmiseración por los animales es por otra parte uno de los sentimientos
más respetables. Es, además, una prueba de las civilizaciones avanzadas. El
aldeano posee un corazón duro con los animales, su mano es feroz. Los
carreteros, esa especie de seres de piernas arrastradas, que apenas saben
hablar, porque no piensan, azuzan a sus caballos cuando éstos no pueden
arrastrar demasiados fardos. La gente de las ciudades es caritativa con los animales. Acabo de citar
África. Es la tierra de la indiferencia para todo
sufrimiento, del desprecio por la vida, del odioso estoicismo. He sentido una de
las más fuertes emociones de piedad que se puedan dar. La imagen inefable de
esta corta y simple visión de un animal agonizante me persiguió, me acosó; y volví
a ver todo, el paisaje, el lugar, los menores detalles de esa escena que
me removió casi hasta la médula.
Hacía dos semanas que recorríamos a caballo inmensos espacios de tierra
quemada; ocultándonos bajo la tienda en las proximidades de los campamentos
nómadas y volviendo a partir antes de que el sol saliera.
Durante los primeros días, habíamos atravesado unas llanuras donde se
encontraban aún, por zonas, matojos de hierba seca, una especie de paja corta y
menuda, cocida por seis meses de sol sin una gota de lluvia caída del
cielo. Allí dentro erraban unas tropas. Bien se trataba de unos ejércitos de corderos del
color de la arena, bien en el horizonte se observaban unos singulares animales,
que la distancia hacía pequeñas sus protuberantes lomos, su gran cuello
recortado, su velocidad lenta, como bandas de altos pavos.
Luego, aproximándonos, se reconocían los camellos, con su vientre hinchado a
ambos costados como un doble balón, como otra desmesura, su vientre, que
contenía hasta sesenta litros de agua. Ellos también tenían el color del
desierto, como todos los seres nacidos en estas soledades amarillas, el león, la
hiena, el chacal, el sapo, el lagarto, el escorpión, incluso el mismo hombre
tomando allí todos los matices del sol calcinado, desde el rojo brillante de
las dunas en movimiento hasta el gris pétreo de las montañas. Y la pequeña
alondra de las llanuras es tan parecida al polvo de la tierra, que se la ve
solamente cuando levanta el vuelo.
Luego no se encuentran pequeños pájaros. No había un
pozo, ni una fuente, ni
una gota de agua, a doscientos kilómetros a la redonda. Quinientos metros hacia
adelante de nuestro pequeño grupo, un jinete, sirviendo de guía, nos dirigía a
través de la apagada y recta soledad. Durante diez minutos, iba
al paso, inmóvil sobre la silla, y cantando en su lengua una canción cansina,
con esos ritmos extraños del lugar. Nosotros imitamos su velocidad. Luego de
repente salió al trote, apenas sacudido, su gran albornoz revoloteaba, el
cuerpo derecho, de pie sobre los estribos. Y nosotros partimos detrás de él,
hasta el momento en el que se frenó para tomar una velocidad más suave.
Pregunté a mi vecino:
- ¿ Cómo puede conducirnos a través de esos espacios desnudos, sin puntos de
referencia ?
Él me respondió.
- Mientras haya huesos de camellos.
En efecto, de quince en quince minutos, nos encontrábamos alguna osamenta
enorme roída por las bestias, cocida por el sol, totalmente blanca, manchando
la arena. A veces era un trozo de pierna, otras veces un trozo de quijada, a
veces un extremo de la columna vertebral.
- ¿ De dónde proceden todos esos despojos ?, pregunté.
Mi vecino dijo:
- Las caravanas dejan en el camino cada animal que no
puede seguirlas; y los
chacales se encargan de lo demás.
Y durante varias jornadas continuamos ese viaje monótono, detrás del mismo árabe,
en el mismo orden, siempre a caballo, casi sin hablar.
Una tarde, como debimos, por la noche, alcanzar un oasis, yo percibí, muy lejos
ante nosotros, una masa marrón, engrandecida por el espejismo y cuya forma me
asombró. Al aproximarnos, dos buitres alzaron el vuelo. Era una carroña
todavía babada, a pesar del calor, barnizada por la sangre podrida. Solo quedaba
el pecho, los miembros habían sido sin duda arrebatados por los voraces
devoradores de muerte.
- Una caravana nos precede, dijo el lugarteniente.
Algunas horas después, entrábamos en una especie de acantilado, de
desfiladero, un horno horrible, con rocas dentadas como sierras, puntiagudas,
rasgadoras, vueltas hacia ese cielo feroz. Otro cuerpo yacía allí. Un chacal
que lo devoraba huyó. Luego, en el momento, en el que se desembocada de nuevo
en una llanura, una masa gris, extendida ante nosotros, se movía, y lentamente,
al extremo de un cuello desmesurado, vi levantarse la cabeza de un camello
agonizante. Estaba allí, sobre su costado, desde hacía dos o tres horas tal
vez, muriendo de fatiga y de sed. Sus largos miembros, inertes, confundidos,
yacían bajo el sol de fuego. Y, él, oyéndonos llegar, había levantado su
cabeza, como un faro. Su frente quemada por el inexorable sol no era más que una
llaga vacía; y su mirada resignada nos seguía. No profirió ni un gemido, no
hizo ningún esfuerzo para levantarse; se hubiese creído que lo sabía; que,
habiendo visto morir así a muchos de sus hermanos en sus largos viajes a
través de las soledades, conocía bien la inclemencia de los hombres. Le
llegaba su turno, eso era todo. Nosotros pasamos. Ahora bien, habiendo regresado
bastante tiempo después, yo percibí aún, levantado sobre la arena, el gran
cuello de la bestia abandonada mirando hasta el fin hacia el horizonte a los
últimos seres vivos que ella debió ver.
Otra vez fue un perro, agazapado contra una roca, la cabeza abierta, los
colmillos brillantes, incapaz de mover una pata, la mirada hundida sobre dos
buitres que, cerca de allí, desplegaban sus plumas esperando su muerte. Estaba
talmente obsesionado por el terror de las pacientes bestias, ávidas de su
carne, que no volvía la cabeza, ni sentía las piedras que un spahi le lanzaba
al pasar.
Otra vez, fue un hombre fulminado en el camino por un golpe de sol. Se le llevó
hasta una caravana (era en Kabilia) y se le dejó morir sobre un manojo de paja,
a la sombra de un muro.
Pero nunca, nunca, he tenido el corazón tan profundamente alterado como a la
vista del triste camello dejado detrás nuestra en el desierto.
22 de diciembre de 1881
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre