LA PIEDAD
( La pitié )
Publicado en Le Gaulois, el 22 de diciembre de 1881

      El doctor de Cyon publicaba recientemente aquí mismo un estudio sobre la vivisección y sobre la ridícula ternura que hace indignarse a las buenas almas ante los trabajos crueles de los fisiologos experimentadores. He oído decir a menudo, desde que esta cuestión remueve de nuevo a la opinión pública: « Debería estar prohibido martirizar así a los animales en nombre de una ciencia feroz y a menudo impotente. » Ahora bien, no sería difícil citar los inmensos resultados obtenidos ya en beneficio de la humanidad. El público, no dándose cuenta de los avances inmediatos, los desconoce. Simple ignorancia por su parte. Pero, puesto que nosotros tenemos tal provisión de conmiseración a dispensar, se la podría emplear mejor. 
      Hay un miserable animal cuya vida entera no es más que un martirio, un horrible martirio, en el que todas las horas dolorosas son puestas a nuestro servicio; que no conoce ningún descanso, ninguna alegría, ninguna cabriola libre, ningún respiro en su horrible existencia de golpes recibidos, de fatigas torturadoras, de trabajo violento, incesante, matador, al que nosotros vemos en las calles, sangrando bajo el collar que lo rasga, con heridas repugnantes en sus flancos, las piernas deformadas por unos trabajos demasiado duros, gimiendo, asfixiándose en las duras subidas, bajo los golpes de correa y de látigo. Es el caballo. Y nosotros encontramos natural la horrible suerte de este lamentable animal porque de la mañana a la noche su sufrimiento nos es útil. Pasamos, con el corazón tranquilo, ante esos regimientos de esqueletos atados a esas cajas de pino llamadas simones; contribuimos, por las generosas propinas para las carreras rápidas, a apresurar la agonía de este presidiario de trabajos forzados. Y, cuando vemos a las victimas de nuestra odiosa indiferencia, abatidas sobre el pavimento, resoplando de angustia, la mirada hundida, las piernas inertes, nos detenemos a mirar como ante un espectáculo lleno de interés. Y bien, puesto que hay personas que solicitan una ley contra los vivisectores, ¿ no se encuentran otras que soliciten, reclamen, en nombre de la piedad, por los animales que sacrificamos ferozmente a nuestras necesidades, que todo caballo tenga el derecho a un mes de pradera cada año, como los empleados tienen derecho al domingo ?
      Esto va a parecer absurdo. No lo es tanto como esta ternura desplazada hacia los perros que son menos martirizados en los laboratorios que los caballos en las calles, y que, en todo caso, serán al día siguiente terriblemente masacrados en la perrera.

      Confundimos casi siempre la sensiblería con la sensibilidad. Para descubrir en la vida misma el secreto vivo de nuestras enfermedades, se sacrifican algunos animales condenados a muerte, y ponemos el grito en el cielo. Luego cuando, para satisfacer no se sabe que ambiciones, no se sabe que antiguos prejuicios de gloria y de vanidad nacional, se envían a miles de hombres a combatir y morir sobre la estéril tierra de África, lo encontramos simple y natural. La muerte de esos animales nos es útil; la de esos muchachos franceses no nos servirá de nada; nos indignamos de una; nos inclinamos ante la otra. ¿ Qué es entonces a lo que se llama la Razón ?
      La conmiseración por los animales es por otra parte uno de los sentimientos más respetables. Es, además, una prueba de las civilizaciones avanzadas. El aldeano posee un corazón duro con los animales, su mano es feroz. Los carreteros, esa especie de seres de piernas arrastradas, que apenas saben hablar, porque no piensan, azuzan a sus caballos cuando éstos no pueden arrastrar demasiados fardos. La gente de las ciudades es caritativa con los animales. Acabo de citar África. Es la tierra de la indiferencia para todo sufrimiento, del desprecio por la vida, del odioso estoicismo. He sentido una de las más fuertes emociones de piedad que se puedan dar. La imagen inefable de esta corta y simple visión de un animal agonizante me persiguió, me acosó; y volví a ver todo, el paisaje, el lugar, los menores detalles de esa escena que me removió casi hasta la médula.
     Hacía dos semanas que recorríamos a caballo inmensos espacios de tierra quemada; ocultándonos bajo la tienda en las proximidades de los campamentos nómadas y volviendo a partir antes de que el sol saliera.
      Durante los primeros días, habíamos atravesado unas llanuras donde se encontraban aún, por zonas, matojos de hierba seca, una especie de paja corta y menuda, cocida por seis meses de sol sin una gota de lluvia caída del cielo. Allí dentro erraban unas tropas. Bien se trataba de unos ejércitos de corderos del color de la arena, bien en el horizonte se observaban unos singulares animales, que la distancia hacía pequeñas sus  protuberantes lomos, su gran cuello recortado, su velocidad lenta, como bandas de altos pavos.
      Luego, aproximándonos, se reconocían los camellos, con su vientre hinchado a ambos costados como un doble balón, como otra desmesura, su vientre, que contenía hasta sesenta litros de agua. Ellos también tenían el color del desierto, como todos los seres nacidos en estas soledades amarillas, el león, la hiena, el chacal, el sapo, el lagarto, el escorpión, incluso el mismo hombre tomando allí todos los matices del sol calcinado, desde el rojo brillante de las dunas en movimiento hasta el gris pétreo de las montañas. Y la pequeña alondra de las llanuras es tan parecida al polvo de la tierra, que se la ve solamente cuando levanta el vuelo.
      Luego no se encuentran pequeños pájaros. No había un pozo, ni una fuente, ni una gota de agua, a doscientos kilómetros a la redonda. Quinientos metros hacia adelante de nuestro pequeño grupo, un jinete, sirviendo de guía, nos dirigía a través de la apagada y  recta soledad. Durante diez minutos,  iba al paso, inmóvil sobre la silla, y cantando en su lengua una canción cansina, con esos ritmos extraños del lugar. Nosotros imitamos su velocidad. Luego de repente salió al trote, apenas sacudido, su gran albornoz revoloteaba, el cuerpo derecho, de pie sobre los estribos. Y nosotros partimos detrás de él, hasta el momento en el que se frenó para tomar una velocidad más suave.
     Pregunté a mi vecino:
     - ¿ Cómo puede conducirnos a través de esos espacios desnudos, sin puntos de referencia ?
      Él me respondió.
      - Mientras haya  huesos de camellos.
      En efecto, de quince en quince minutos, nos encontrábamos alguna osamenta enorme roída por las bestias, cocida por el sol, totalmente blanca, manchando la arena. A veces era un trozo de pierna, otras veces un trozo de quijada, a veces un extremo de la columna vertebral.
      - ¿ De dónde proceden todos esos despojos ?, pregunté.
      Mi vecino dijo:
      - Las caravanas dejan en el camino cada animal que no puede seguirlas; y los chacales se encargan de lo demás.
      Y durante varias jornadas continuamos ese viaje monótono, detrás del mismo árabe, en el mismo orden, siempre a caballo, casi sin hablar.
      Una tarde, como debimos, por la noche, alcanzar un oasis, yo percibí, muy lejos ante nosotros, una masa marrón, engrandecida por el espejismo y cuya forma me asombró. Al aproximarnos, dos buitres alzaron el vuelo. Era una carroña todavía babada, a pesar del calor, barnizada por la sangre podrida. Solo quedaba el pecho, los miembros habían sido sin duda arrebatados por los voraces devoradores de muerte.
      - Una caravana nos precede, dijo el lugarteniente.
      Algunas horas después, entrábamos en una especie de acantilado, de desfiladero, un horno horrible, con rocas dentadas como sierras, puntiagudas, rasgadoras, vueltas hacia ese cielo feroz. Otro cuerpo yacía allí. Un chacal que lo devoraba huyó. Luego, en el momento, en el que se desembocada de nuevo en una llanura, una masa gris, extendida ante nosotros, se movía, y lentamente, al extremo de un cuello desmesurado, vi levantarse la cabeza de un camello agonizante. Estaba allí, sobre su costado, desde hacía dos o tres horas tal vez, muriendo de fatiga y de sed. Sus largos miembros, inertes, confundidos, yacían bajo el sol de fuego. Y, él, oyéndonos llegar, había levantado su cabeza, como un faro. Su frente quemada por el inexorable sol no era más que una llaga vacía; y su mirada resignada nos seguía. No profirió ni un gemido, no hizo ningún esfuerzo para levantarse; se hubiese creído que lo sabía; que, habiendo visto morir así a muchos de sus hermanos en sus largos viajes a través de las soledades, conocía bien la inclemencia de los hombres. Le llegaba su turno, eso era todo. Nosotros pasamos. Ahora bien, habiendo regresado bastante tiempo después, yo percibí aún, levantado sobre la arena, el gran cuello de la bestia abandonada mirando hasta el fin hacia el horizonte a los últimos seres vivos que ella debió ver.

      Otra vez fue un perro, agazapado contra una roca, la cabeza abierta, los colmillos brillantes, incapaz de mover una pata, la mirada hundida sobre dos buitres que, cerca de allí, desplegaban sus plumas esperando su muerte. Estaba talmente obsesionado por el terror de las pacientes bestias, ávidas de su carne, que no volvía la cabeza, ni sentía las piedras que un spahi le lanzaba al pasar.
      Otra vez, fue un hombre fulminado en el camino por un golpe de sol. Se le llevó hasta una caravana (era en Kabilia) y se le dejó morir sobre un manojo de paja, a la sombra de un muro.
     Pero nunca, nunca, he tenido el corazón tan profundamente alterado como a la vista del triste camello dejado detrás nuestra en el desierto.

22 de diciembre de 1881

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre