LA VIDA DE UN PAISAJISTA
( La vie d'un paysagiste )

Publicado en Le Gaulois, el 28 de septiembre de 1886

Étretat, septiembre

      Mi querido amigo, gracias por tu carta que me ha proporcionado noticias de París. Me ha producido un gran placer y me ha sorprendido como si viniese de otro mundo abandonado desde hace mucho tiempo. ¡Como, todos esos hombres de los que me hablas no están muertos; y se ocupan todavía de las mismas pamplinas! El bulevar se agita en relación con las mismas bobadas, los salones se perturban de que el señor X... parece haberse acostado con la señora Z... ¡La estúpida política, dirigida por los mismos imbéciles, va de rutina en rutina, y todos los días sesudos caballeros escriben innumerables columnas sobre los mismo temas que los ingenuos discuten con convicción, sin advertir que han leído diez mil veces las mismas cosas!
      Lo que me cuentas de la exposición de la Sociedad de artistas independientes en las Tullerías ha despertado mi interés. Es necesario abrir los ojos hacia todos los que intentan algo nuevo, sobre todo hacia los que tratan de descubrir lo desapercibido de la Naturaleza, sobre todo hacia los que trabajan sinceramente, alejándose de las viejos cánones ¿Pero, por qué esta exposición en pleno verano? El Estado sin duda no cede el local más que en esa estación. El Estado es siempre el mismo tonto prepotente y autoritario. Nosotros lo veremos algún día, en base a ese principio que lo impulsa a abrir las exposiciones de arte durante la canícula, obligar a los propietarios de baños fríos a no dar lecciones de zambullidas y de natación en el Sena más que durante los meses de diciembre, enero y febrero. Así pues, me dices que hay curiosidades que ver en esa galería, y otras inesperadas; tanto mejor, la visitaré a mi regreso.
      En este momento, experimento la pintura como pez en el agua. ¡Como asombraría a la mayoría de los hombres, el saber lo que es para nosotros el color, y de penetrar en la alegría profunda que éste da a los que tienen los ojos para ver!
      Cierto, no vivo más que por lo ojos; voy, de la mañana a la noche, por las llanuras y por los bosques, por las rocas y en las aulagas, buscando los tonos reales, los matices desconocidos, todo lo que la escuela, todo lo que he aprendido, todo lo que la educación deslumbrante y clásica impide conocer y penetrar.
      Mis ojos abiertos, como una boca hambrienta, devoran la tierra y el cielo. Sí, tengo la diáfana y profunda sensación de devorar el mundo con mi mirada, y de digerir los colores como se digieren las carnes y las frutas.
      Y esto es nuevo para mí. Hasta este momento trabajaba con seguridad. ¡Y ahora busco!... ¡Ah! Mi viejo amigo, tu no sabes, nunca sabrás lo que es un terrón y lo que hay en la sombra corta que proyecta sobre el suelo a su lado. Una hoja, un pequeño guijarro, un rayo, una brizna de hierba, me detienen un tiempo infinito; y los contemplo ávidamente, más emocionado que un buscador de oro que encuentra un lingote, saboreando un feliz y delicioso misterio descomponiendo sus imperceptibles tonos y sus imperceptibles reflejos.
      Y me doy cuenta que nunca había observado bien, nunca. ¡Oh!, esto es bueno, esto es mejor y más útil que los habladurías estéticas antes unos montones de platillos que sirven de base a unas cervezas.
      ¡A veces, me detengo, estupefacto observando súbitamente cosas deslumbrantes de las que nunca antes había dudado! Miro los árboles y la hierba a pleno sol, y trato de pintarlos. Has de probar. Todo el mundo ha hecho un paisaje al sol, porque todo el mundo está ciego. Mi querido amigo, las hojas, la hierba, todo lo que el sol ilumina plenamente no está coloreado, sino brillante, y de un brillante tal que nada lo puede reproducir. Ahora bien, no se sabrá pintar lo que brilla; no se sabrá incluso simular la ilusión. El último año en este mismo país, he seguido a menudo a Claude Monet en la búsqueda de impresiones. No era solo un pintor, ciertamente, sino un cazador. Él iba, seguido de niños que llevaban sus lienzos, cinco o seis telas representando el mismo tema a horas distintas y con efectos diferentes.
      Las tomaba y las dejaba por turno, siguiendo los cambios del cielo. Y el pintor, enfrentado al tema, esperaba, acechaba al sol y a las sombras, pillando, en algunos trazos de pincel, el rayo que cae o la nube que pasa, y, desdeñando lo falso y lo convencional, los plasmaba sobre su lienzo con rapidez.
      Le he visto atrapar de este modo una puesta relumbrante de luz sobre el blanco acantilado y fijarla a una colada de tonos amarillos que reproducían extrañamente el sorprendente y fugitivo efecto de este inaccesible y deslumbrante brillo.
En otra ocasión, tomó en sus manos un chaparrón que se abatía sobre el mar, y lo plasmó sobre su lienzo. Y era la lluvia que la había pintado de ese modo, nada más que la lluvia velando las olas, las rocas y el cielo, apenas indistinguibles bajo ese diluvio.
Y recuerdo aún otros artistas que he visto trabajar antaño en ese valle de Étretat.
      Un día, siendo joven todavía, seguía el barranco de Beaurepaire, cuando advertí en una granja, en un pequeño cercado, a un anciano de blusa azul que pintaba bajo un manzano. Parecía muy pequeño, replegado sobre su silla; y, animándome por esa blusa de paisano, me aproximé a mirarlo. El patio estaba en pendiente, rodeado de grandes árboles que el sol, a punto de desaparecer, cribaba de rayos oblicuos. La luz amarillenta penetraba entre las hojas, pasaba a su través y caía sobre la hierba como lluvia clara y menuda.
      El buen hombre no me vio. Pintaba sobre un pequeño lienzo cuadrado, suavemente, tranquilamente, sin moverse apenas. Tenía unos cabellos blancos, bastante largos, de aspecto dulce y figura risueña.
      Lo volví a ver al día siguiente en Étretat, ese viejo pintor se llamaba Corot.
      En otra ocasión, dos o tres años más tarde, yo había ido a la playa, para ver un huracán. El furioso vient arrojaba sobre tierra la mar desatada, cuyas olas, enormes, llegaban pesadamente, una tras otra, lentas y coronadas de espuma. Luego, encontrándose repentinamente con la pendiente de la playa de guijarros, éstas se enderezaban. se curvaban en bóveda y estallaban con un ruido ensordecedor. Y, desde un acantilado al otro, la espuma, despedida de sus crestas, se disolvía en torbellinos e iba hacia el valle, por encima de los tejados de la región arrastrada por la borrasca.
      Un hombre cerca de mí, dijo de repente:
      - Venga a ver a Courbert, hace una cosa extraordinaria.
      No era a mí a quién se había dirigido, pero le seguí, pues yo conocía un poco al artista. Vivía en una pequeña casa que daba al mar, y apoyada en el bajo acantilado. Esta casa había pertenecido antaño al pintor de marinas Eugène Le Poittevin.
      En una gran habitación vacía, un hombre obeso y desagradable, pegaba con un cuchillo de cocina dos placas de color blanco sobre un gran lienzo. De vez en cuando, apoyaba su rostro en el cristal y miraba la tempestad. El mar llegaba tan cerca que parecía golpear la casa, envuelta de espuma y ruido. El agua salada golpeaba los azulejos como un granizo y resbalaba por las paredes.
     Sobre la chimenea, una botella de sidra al lado de un vaso medio lleno. De vez en cuando, Courbet iba a beber algunos tragos, luego volvía a su obra. Ahora bien, esta obra sería La Ola e hizo algún ruido por el mundo. Tres hombres charlaban en un rincón del taller. Estaba allí, si no recuerdo mal, Charles Landelle. Y Courbet también hablaba, pesado y alegre, bromista y brutal. Tenía un espíritu pesado, pero preciso, lleno de buen sentido común, oculto bajo sus groseros chistes. Decía ante una Sagrada Familia que le mostraba un colega:
      - ¡Es muy bonito esto. Usted ha conocido entonces, a esas personas que ha retratado!
      ¡Cuantos pintores he visto pasar por ese valle, donde los atraía sin duda la calidad del día, verdaderamente excepcional! Pues el día, a algunas leguas de distancia, era tan diferente como los vinos del Bordelais. Aquí, la luz es brillante pero no demasiado; todo es claro sin ser brutal, y todo se matiza de un modo admirable.
      Pero es necesario ver, o mejor dicho descubrir. El ojo, el más admirable de los órganos humanos, es indefinidamente perfeccionable; y llega a una admirable agudeza cuando su educación se lleva al extremo con inteligencia. Los Antiguos, se sabe, no conocían más que cuatro o cinco colores. Nosotros distinguimos hoy innumerables tonos; y los verdaderos artistas, los grandes artistas se emocionan mucho más con las modulaciones y armonías obtenidas en una sola nota que con los deslumbrantes efectos apreciados por la muchedumbre ignorante.
      Todo el combate terrible que Zola describe en su admirable obra, toda esa infinita lucha del hombre con el pensamiento, toda esa enorme y espantosa batalla del artista con su idea, con el cuadro entrevisto y huidizo, yo la veo y la libro, yo, enclenque, impotente, pero torturado como Claude, con tonos imperceptibles, con indefinibles acordes que solo mi ojo, tal vez, constate y advierta; y paso unos aciagos días mirando, sobre un camino blanco, la sombra de un mojón dándome cuenta de que no puedo pintarla.

28 de septiembre de 1886

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre