LAS AFRICANAS
( Les africaines )
Publicado en L'Écho de Paris, el
15 de junio de 1889
En esta cosmopolita ciudad en la que se ha convertido la
explanada de los
Inválidos desde la apertura de la Exposición, caía uno de esos golpes de sol
pesados, calurosos y húmedos, que se dan entre dos chaparrones los días de
tormenta; todas las construcciones heterogéneas, levantadas la una contra la
otra, habitadas por razas nacidas bajo todos los cielos, daban a ese laberinto
internacional el aspecto de un pequeño campo milagroso, donde un dios fantástico
habría sembrado unas muestras de todos los pueblos y de todas las construcciones
conocidas.
Yo recorría una especie de callejuela tortuosa donde se veían, siguiéndola, unas
viviendas realizadas con maderos y habitados por pequeños hombres amarillentos y
gesticulantes, otras hechas con cuerdas trenzadas, con pieles, con barro, con
telas, unas cabañas llenas de negros, unas tiendas repletas de árabes. De
repente una música extraña, acre y saltarina, surgida de una pequeña
construcción morisca, estremeció bruscamente mi corazón bajo una ola de recuerdos que hizo pasar
por mi mente claras visiones africanas.
Entré y advertí sobre una tarima, unas mujeres de aquellas tierras bailando la danza del
desierto al son de una salvaje orquesta de músicos judíos y moros, en medio de
los cuales un gran moabita broncíneo soplaba, con unas carrillos hinchados de
tritón monstruoso, la terrible rhaïta, flauta formidable, hecha de un cuerno
negro que el hombre, medio loco de exaltación, balanceando la cabeza, abriendo
unos enormes ojos, sin detenerse, sin descanso, sin parecer respirar, sin
deshinchar ni un segundo su gran boca mofletuda, llenaba interminablemente de su
aliento ensordecedor.
Las mujeres se balanceaban, girando, deslizándose golpeando los talones en las
tablas de la tarima. Eran Aklita ( bozo de pescado), Yamina ( flor de jazmín),
dos moriscas, una árabe, Houria, dos negras de Sudán, una cantante judía,
Sultana, una niña de seis años, ya bailarina, y dos procedentes de los montes Ouled Naïl,
una de Biskra y otra de Boghar.
Todo esto produjo en mí una alegría profunda, uno de esos recuerdos que
reviven una
serie de imágenes, de personas, de cosas, de paisajes amados, evocados en ese
pequeño rincón de feria de la gran fiesta parisina; y sobre todo reviví, con una
claridad sorprendente, las dos más extrañas apariciones de bailes y de mujeres africanas, que hayan maravillado mi vista, una en Djelfa y la otra en
Túnez. Debo
añadir que las bailarinas venidas a Paris están casadas en su mayoría, mientras
que aquellas, allá encontradas, estaban... libres.
Hacía ocho horas que marchaba a caballo a través de las llanuras,
de los
largos espacios pedregosos y las dunas, en compañía de dos oficiales con los que
se me había autorizado a acompañar en una excursión topográfica. Al caer la
tarde, ante
la tienda, y luego durante los largos trayectos al paso, bajo el martirizante sol
de los primeros días de agosto en el desierto, charlábamos de ese país al que
comenzaba a amar no solamente con la vista, sino también con el corazón. ¡ Oh !
que sol, no tan pesado como el de la regiones húmedas y tropicales que parece
de una materia quemante, densa y fecunda, sino terrible, devastador y ligero,
una especie de onda seca e intangible de fuego que se extiende sobre el mundo,
que ha quemado todo, comido todo, no dejando ni una hierba, ni un insecto, casi
ningún animal, calcinando las piedras, desecando las fuentes, bebiendo incluso
el sudor de los hombrees cuya piel parece curtida por esa atmósfera de incendio.
Durante ocho días no había visto, ni sentido, ni respirado más que a Él, a ese
devorador Rey del verano africano. Estábamos negros ya como árabes, delgados y
fuertes, refrescados además por el aire frío de las noches que pasábamos ante
las tiendas, con la cabeza envuelta en unos albornoces de los que en ocasiones
yo apartaba los pliegues para mirar el cielo violeta del sur, donde los astros
titilantes parecían adquirir vida propia.
Habíamos encontrado a unas tribus nómadas buscando restos de hierbas quemadas
para sus rebaños hambrientos. Los campamentos, que se distinguían a lo lejos como una
lepra oscura, eran las únicas manifestaciones de vida que podíamos percibir
sobre la superficie del suelo, mientras que unos buitres sobrevolaban lentamente el cielo amarillo, como si estuviesen nadando, espiando el paso de los hombres
que dejan carroñas tras de ellos. Ahora bien, una tarde, de pronto, nos encontramos
un camino, luego unos coches, dos coches semejantes a los que se alquilan en las
subprefecturas. Nos esperaban, conducidos por unos soldados que lanzaron a gran
trote a los caballos para llevarnos a la ciudad.
Pues Djelfa es una ciudad, una pequeña ciudad europea, no una ciudad árabe, una
pequeña ciudad que incluso tiene un pequeño río donde se pescan pequeños peces,
donde se ven tiendas a lo largo de las calles, y unos tenderos moabitas o
judíos, esperando al cliente al igual que en nuestra patria.
Pero de pronto, en medio de una paso estrecho encerrado entre dos líneas de
casas, apareció una mujer, una Ouled Naïl, una cortesana del Sur, grande, delgada, el cuerpo arqueado, cubierto completamente bajo
unas telas rojas y azules, la cabeza cubierta de una montaña inimaginable de
cabellos negros formando una especie de torre cuadrada, sostenida por una extraña
diadema y por una ristra de medallas que serpenteaban dentro, la garganta
desaparecida bajo unos collares hechos con unas piezas de veinte francos, el
vientre aprisionado bajo una extraña placa de plata ingenuamente cincelada donde
colgaba, al extremo de una cadena, una cerradura simbólica, los brazos cubiertos
de brazaletes, los tobillos cargados de anillas.
En esta pequeña ciudad de colonos, levantada en pleno desierto, la súbita
aparición de este ser deslumbrante y magnífico, cubierto de collares, con el
rostro tatuado de estrellas azules, con los andares altivos como los de una
reina bárbara, me sobrecogió de asombro y de admiración. Más lejos vi otra, de
pie sobre el umbral de su domicilio, encuadrada por su puerta, como en un nicho
de ídolo. La masa de sus caballos edificados en monumento tocaba incluso el
marco superior
de la entrada; y nos miraba con ojos fijos, desdeñosos, vagamente sonriente. Ni
la una ni la otra eran bellas, pero sí inexplicablemente extrañas y
sobrecogedoras, bestiales y místicas, engalanadas para unos vicios primitivos
de nómadas, exigentes y sencillos.
Aparecieron otras todavía. En ese pueblo franco-árabe eran más de cincuenta, pues
Bou-Amama, en ese tiempo, aterrorizaba a los pequeños oasis del Oeste y había
obligado a las cortesanas cubiertas de plata y oro a refugiarse en Djelfa,
centro de la tribu de los Oules Naïl, a la que pertenecían muchas de esas
mujeres.
Es una tradición en esa tribu, tradición aceptada, casi respetada por todo el
mundo árabe, que las muchachas vayan a obtener en los ksours y pueblos,
ofreciéndose a los hombres, la dote que necesitarán para casarse con
ellas.
Tras la cena, en la mesa de los oficiales, de los que jamás olvidaré su
excepcional acogida, uno de ellos me propuso ir al Café Moro.
Desde lejos, tres o cuatro calles antes de llegar a donde estaba emplazado este
establecimiento, se oía el agudo clamor, amortiugado por las paredes de tierra,
de la flauta de cuerno negro que parecía un grito feroz, ininterrumpido,
misterioso. Desde luego, cuando Aissa venga, en el último día, a despertar a
los muertos, hará salir de tierra los cadáveres árabes enterrados bajo las
piedras del desierto, al son de la rhaika.
Nos aproximamos; unos fantasmas blancos estaban
de pie ante la puerta, inmóviles bajo la ola de claridad amarilla que salía de
ese lugar, e iba a golpear, al otro lado de la calle, a ese muro de calor donde
unas siluetas negras estaban pegadas. Otros hombres puestos en cuclillas a lo
largo de esa edificación, para no pagar la entrada, escuchaban. Hay que desechar
esos cuerpos que no se perturban nunca, empujarlos y pasarles por encima y
enseguida percibí, en una habitación baja, clara, desnuda y amplia, llena de
humo de aceite de quinqué y de tabaco, un montón de árabes, de pie, acostados,
revolcados, tal vez doscientos, no dejando en medio de ellos más que un estrecho
y largo pasillo sobre el suelo desnudo donde se deslizan, una ante otra, dos
mujeres que bailan, el cuerpo recto y la cabeza inmóvil. Solo el vientre se
agita, se contonea, atravesado de estremecimientos, y las piernas también se
mueven, sin que se adivine bajo el vestido deslumbrante y largo, el movimiento
que hacen, como llevan ese torso rígido y esa cabeza seria con ese misterioso
rictus, encantador, incomprensible, aderezado a veces con un golpe de talón seco
que hace todavía más extraña esta danza augusta y primitiva. Los tamborines y la
rhaika aceleraban su formidable estrépito, se crispaban, se retorcían,
destrozaban los nervios; y uno comprendía el efecto que esta cacofonía debe
producir sobre esos primitivos.
Ante los primeros árabes sentados en tierra, una
línea de otras bailarinas estaba en cuclillas. Esperaban su turno para
exhibirse. Dos de ellas se levantaron al cabo de un momento, el cuerpo sonando
bajo los collares de oro y plata con los que las cubrió el amor de los hombres y
un pañuelo de seda azul o rojo tomado por los extremos entre sus manos y
oscilando ante sus impasible rostros, encendieron, danzando también, los deseos
en los corazones, a fin de recaudar una dote para el esposo.
Lo que vi en Túnez me sorprendió más todavía,
aunque estuviese preparado por varios meses anteriores, en dos regresos
diferentes en el interior de los países árabes, a todo lo que ellos nos pueden
revelar de singular. En Túnez, no podemos penetrar ni en las costumbres, ni en
las casas de los indígenas. Viven a nuestro lado, sumisos, según parece, a las
leyes europeas, o más bien a la policía que gobierna la vía pública, pero
libres, en sus domicilios, haciendo de todo, puesto que allí nosotros no
entramos. Un prelado, que sus inmensas propiedades y grandes sumas ganadas por
sus participaciones felices en los asuntos de la joven colonia, se hace llamar,
Señor Mercanti, predica una cruzada contra los negros esclavos cazados como
presas de caza mayor en tierras lejanas; ¿ Por que no se ocupa más de la
esclavitud en Túnez, donde se compra al obrero por medio de un subterfugio muy
sencillo, donde todo musulmán puede comprar a una mujer, dos mujeres, tantas
mujeres como quiera, para encerrarlas en una mazmorra conyugal donde
desaparecen, donde él hace lo que le place, donde la única ley que cuida
verdaderamente de ellas es el gran principio de economía doméstica al que
obedecen secretamente todos los propietarios de carne humana o de otra cosa ?
Así pues, una tarde, un funcionario francés, muy
gracioso y armado de un poder temible para los árabes, me ofreció ver juntos
todo lo que no se puede ver en Túnez durante la noche.
Debimos ser acompañados por un agente de la
policía del Bey sin que, ninguna puerta, incluso la de los más viles tugurios
indígenas, no nos abriera ante nuestra presencia.
La ciudad árabe de Argel está llena de agitación
nocturna. Desde que la cae la tarde, Túnez está muerto. Las pequeñas calles
estrechas, tortuosas, desiguales, parecen del color de una ciudad abandonada, de
la que se ha olvidado encender el gas, en ciertos lugares.
Henos aquí venidos desde muy lejos, en ese
laberinto de muros blancos; y se nos hizo entrar en casa de las judías que
bailaban la « danza del vientre ». Esta danza es fea, falta de gracia,
únicamente curiosa para los aficionados por la maestría de quién la ejecuta.
Tres hermanas, tres muchachas muy parecidas hacían sus contorsiones impuras,
bajo la mirada complacida de su madre, una enorme bola de grasa viva, tocada de
un cucurucho de papel dorado, y mendigando para los gastos generales de la casa,
después de cada crisis de trepidación de los vientres de sus hijas. En torno al
salón, tres puertas entreabiertas mostraban las ropas bajas de tres
habitaciones. Abrí una cuarta puerta y vi, en una cama, a una mujer acostada que
me pareció bella. Se precipitaron sobre mí, madre, bailarinas, dos criados
negros y un hombre que había pasado desapercibido que miraba, detrás de una
cortina, agitarse para nosotros las caderas de sus hermanas. Yo Iba a entrar en
la habitación de su esposa legítima que estaba en cinta, de la nuera, de la
cuñada de las bailarinas que intentaban, pero en vano, mezclarnos con la
familia. Para hacerme perdonar esta ofensa de entrar, se me llevó a ver a una
niñita de tres o cuatro años, que ya esbozaba la « danza del vientre ».
Me marché de allí muy disgustado.
Con unas infinitas precauciones, se me hizo
entrar enseguida en el domicilio de unas grandes cortesanas árabes. Fue
necesario vigilar los extremos de las calles, parlamentar, amenizar, pues si los
indígenas sabían que el roumi (1) estaba entre ellos, serían abandonados,
deshonrados, arruinados: Vi allí gruesas muchachas morenas, de una belleza
mediocre, en unos tugurios llenos de armarios de espejos
Pensamos en regresar al hotel cuando el agente de
policía indígena nos propuso conducirnos a un antro, en un lugar de amor donde
él les obligaría a abrir la puerta debido a su autoridad.
Henos aquí siguiéndole tantear por callejuelas
negras inolvidables, alumbrándonos con unas linternas para no caer, tropezando
cada dos por tres en unos agujeros, chocando contra las casas apoyándonos con la
mano y el hombro oyendo a veces voces, ruidos de música, unos rumores de fiesta
salvaje salir de las paredes, ahogadas, como lejanas, asustando tanto por el
jolgorio como por el misterio. Estamos en pleno barrio del desenfreno.
Se detuvo ante una puerta; nosotros disimulamos a
derecha y a izquierda mientras que el agente golpeó con los puños gritando una
frase en árabe, una orden.
Una voz débil, una voz de anciana, respondió
detrás de las maderas; y percibimos entonces sonidos de instrumentos y cantos
chillones de mujeres árabes en las profundidades de esa guarida.
No quería abrir. El agente se enfadó, y de su
garganta salieron palabras precipitadas, roncas y violentas. Al final, la puerta
se entreabrió, el hombre la empujó y entró como en una ciudad conquistada, y con
un bonito gesto de vencedor, pareció decirnos: « Síganme ».
Le seguimos descendiendo tres escalones que nos
llevaron a una pieza baja, donde dormían, a lo largo de las paredes, sobre unas
alfombras, cuatro niños árabes, los pequeños de la casa. Una anciana, una de
esas viejas indígenas que son unos paquetes de andrajos amarillentos anudados
alrededor de cualquier cosa que se mueve, y de donde sale una cabeza inverosímil
y tatuada de hechicera, trataba todavía de impedirnos avanzar. Pero la puerta se
había vuelto a cerrar, entramos en una primera sala donde algunos hombres
estaban de pie, quiénes no habían podido penetrar en la segunda, cuya abertura
obstruían escuchando con un aire recogido, la extraña y agria música que allí
dentro se hacía. El agente penetró el primero, hizo apartarse a los asiduos y
alcanzamos una habitación estrecha, alargada, donde unos montones de árabes
estaban en cuclillas sobre unas tablas, a lo largo de dos paredes blancas, hasta
el fondo. Allí, sobre una gran cama francesa que tenía toda la longitud de la
habitación, una pirámide de otros árabes se escalonaba, increíblemente apilados
y mezclados, un montón de albornoces de donde emergían cinco cabezas con
turbante.
Ante ellos, al pie de la cama, sobre una banqueta
dándonos la cara, detrás de un velador de caoba lleno de vasos, de botellas de
cerveza, de tazas de café y de pequeñas cucharillas de estaño, cuatro mujeres
sentadas cantaban una interminable y lánguida melodía del Sur, que algunos
músicos judíos acompañaban con unos instrumentos.
Eran muy parecidas, como por un hechizo, a las
princesas de las Mil y una Noches, y una de ellas, de quince años de edad
aproximadamente, era de una belleza tan sorprendente, tan perfecta, tan rara,
que iluminaba ese extravagante lugar, teniendo algo de imprevisible, de
simbólico e inolvidable.
Tenía los cabellos recogidos por una diadema de
oro que atravesaba la frente de una sien a la otra. Bajo esta barra derecha y
metálica se abrían dos ojos enormes, de mirada fija, insensible, dos amplios
ojos, negros, alineados, que separaban una nariz de ídolo cayendo sobre una
pequeña boca de niña, que se abría para cantar y parecía solo vivir en ese
rostro. Era una figura sin matices, de una regularidad imprevista, primitiva, y
extraordinaria, hecha de líneas tan sencillas que parecían las formas naturales
y únicas de ese rostro humano.
En toda figura que uno se encuentra, se podría
sustituir un rasgo, un detalle por otro tomado de otra persona. En esta cara de
joven árabe, no se podría cambiar nada, toda vez que ese dibujo era tan típico y
perfecto. Esa frente única, esa nariz, esas mejillas de un modelo imperceptible
que viene a morir en la fina punta del mentón, encuadrando, en un óvalo
irreprochable de carne un poco morena, los únicos ojos, la única nariz y la
única boca que puedan estar ahí; eran el ideal de una concepción de belleza
absoluta de la que nuestra mirada está ansiosa, pero de la que nuestros sueños
solo puede sentirse enteramente satisfechos. Al lado de ella, había otra
muchachita encantadora también, excepcional, una de esas caras blancas, dulces,
en las que la carne tiene aspecto de una pasta hecha con leche; escoltando a
esas dos estrellas, estaban sentadas otras dos mujeres, de tipo bestial, la
cabeza corta, pómulos salientes, dos prostitutas nómadas, de esos seres perdidos
que las tribus siembran por el camino, usan y pierden, luego dejan un día para
que alguna tropa de militares franceses las encuentre y las lleve a la
ciudad.
Cantan percusionando sobre la dorbouka con
sus manos enrojecidas por los golpes, y los músicos judíos las acompañan con
pequeñas guitarras, tamborines y flautas agudas.
Todo el mundo escucha, sin hablar, sin reír
nunca, con una seriedad augusta.
¿ Dónde estámos ? ¿ En el templo de alguna
religión bárbara ? ¿ O en una casa de putas ?
¿ En una casa de putas ? Sí, estamos en una casa
de putas, y nada del mundo me ha producido una sensación tan inesperada, tan
fresca, tan coloreada como la entrada en esta larga pieza baja, donde esas
muchachas emparejadas, se diría, para un culto sagrado, esperan el capricho de
uno de esos hombres serios que parecen murmurar el Corán hasta en medio de las
perversiones.
Se me muestra a uno, sentado ante su minúscula
taza de café, los ojos elevados llenos de recogimiento. Es él quién ha retenido
al ídolo; y casi todos los demás son invitados. El les ofrece unos refrescos y
la música, y la vista de esas bellas muchacha hasta la hora donde les pedirá a
cada uno que regrese a su casa. Y se irán saludándole con gestos majestuosos. Es
hermoso, ese hombre tiene gusto, joven, grande, con una piel transparente de
árabe de ciudad que tiene más clara la barba negra, reluciente, sedosa, y un
poco rara sobre las mejillas.
La música cesa. Aplaudimos. Se nos imita. Estamos
sentados sobre unas escalerillas, en medio de un pila de hombres. De pronto una
larga mano negra me golpea sobre la espalda y una voz, una de esas voces
extrañas de los indígenas tratando de hablar francés, me dice:
- Yo, no de aquí. Francés como tu.
Me vuelvo y veo a un gigante en albornoz, uno de
los árabes más altos, más delgados, más huesudos que haya nunca encontrado.
- ¿ De dónde eres entonces ? le dije estupefacto.
- De Argelia !
- ¡ Ah ! yo habría jurado que eras kabilio
- Sí, señó.
Reía, encantado de que yo hubiese adivinado
su origen, y mostrándome a su compañero dijo:
- ¡ El también.
- ¡ Ah ! Bien...
Era un entreacto.
Las mujeres, a quiénes nadie hablaba, no se
movían más que estatuas, y me puse a charlar con mis dos vecinos de Argelia,
gracias al concurso del agente de policía indígena.
Supe que eran pastores, propietarios a los
alrededores de Bougie, y que llevaban en los repliegues de su albornoz unas
flautas de su país con las que tocaban por las noches, para distraerse. Tenían
ganas sin duda de que se reconociese su talento y me mostraron dos delgados
rosales llenos de agujeros, dos verdaderos rosales cortados por ellos a orillas
de un río.
Rogué que se les dejase tocar, y todo el mundo también
se portó con una cortesía perfecta.
¡ Ah ! la sorprendente y deliciosa sensación que se
manifestó en mi corazón con las primeras notas tan ligeras, tan extrañas, tan
desconocidas, tan imprevistas, de las dos pequeñas voces de esos dos tubos
encontrados en el agua. Eran finas, dulces, entrecortadas, saltarinas; sonidos
que volaban, que revoloteaban uno después del otro sin juntarse, sin encontrase
sin unirse nunca; un canto que se desvanecía siempre, que recomenzaba
siempre, que pasaba, que flotaba a nuestro alrededor, como un soplido del alma
de las hojas, del alma de los bosques, del alma de los arroyos, del alma del
viento, entrado con esos dos grandes pastores de las montañas kabilias, en esa
casa de putas de un arrabal de Túnez.
15 de junio de 1889
(1) Cristiano para los árabes. ( N. del T.)
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre