LAS ANCIANAS
No hay en el mundo nada más adorable que una viejecita, una
mujer anciana que fue bella, coqueta, seductora, amada, y que sabe permanecer
siendo mujer, pero mujer de antaño, coqueta aún, pero de una coquetería de
abuela.
Si la joven es encantadora, ¿ acaso la vieja no es exquisita ? Y cerca de ella
se experimenta algo indefinible, como una especie de amor, no por lo que ella es,
sino por lo que ella fue, y una especie de ternura verdadera, de ternura
delicada, de ternura llena de lamentos, de ternura galante y venerada, refinada,
un poco piadosa, por esta mujer que sobrevivió a la otra, olvidada, muerta,
destruida, a la que amaron los hombres, a la que besaron unos labios turbados, por quién
se soñó, se luchó, se pasaron noches febriles, por la que sufrieron almas y
latieron corazones.
Aquellos que aman de verdad a las mujeres, que las aman en todo, de los pies a
la cabeza, por el solo hecho de que son mujeres, aquellos que no pueden ver sin
estremecerse los cabellos rizados de las nucas, el pequeño plumón
imperceptible sembrado en las comisuras de los labios, el pequeño pliegue de
las sonrisas y la insostenible caricia de su mirada; aquellos que quisieran
poder amar a todas las mujeres - no a una, sino a todas, con sus seducciones
opuestas, sus simpatías diferentes y sus encantos variados, deben infaliblemente
adorar a las ancianas.
La anciana no es ya una mujer, sino que parece ser toda la historia de la mujer;
se transforma un poco en lo que para nosotros son las antigüedades y los bellos
objetos que nos recuerdan toda una época pasada. Hechas libres por sus cabellos
blancos de donde el polvo se eleva, se atreven a hablar de todo, de cosas misteriosas
y queridas que permanecen como un eterno secreto entre los jóvenes
y nosotros, con ese sobreentendido encantador cuyos ojos, sonrisas, y toda su actitud
parecen charlar cuando nos encontramos frente a Ellas, seamos
quien seamos, y sean ellas quienes sean.
En la calle, en una escalera, en un salón, en los campos, en un
ómnibus, no
importa donde, cuando se cruzan dos miradas de jóvenes, una súbita eclosión
de galantería, un oscuro deseo llena los ojos, y parece que un invisible hilo
se encuentra levantado entre el uno y el otro por donde circula una corriente de
amor.
Pero esto no es de lo que hablo, o al menos de lo que no hablo mucho. La
anciana se atreve a hablar de todo. Puede hacerlo sin ser inmodesta, impúdica,
como serían las jóvenes, y es un singular goce charlar mucho tiempo, en voz
baja,
con palabras un poco veladas, pero libremente, con una mujer venerable, de todas
las borracheras de los corazones y de los sentidos.
Y las ancianas hacen esto con aire alegre, desinteresado; pero todavía
apasionado, como si oliesen el olor de un plato que adoran pasando ante
ellas pero
del que no pueden probar. Hablan de amor con un tono maternal y benevolente; a
veces emiten una palabra cruda, una viva imagen, una reflexión atrevida, una
broma un poco picante: y eso toma en su boca una gracia empolvada de siglo
pasado; se diría una pirueta atrevida donde se atisba un poco de pierna.
Y cuando son coquetas - una mujer debe serlo siempre -
huelen bien, con un olor antiguo, como si todos los perfumes con los que fue
untada su piel hubiesen dejado en ellas un sutil aroma, una especie de alma de
las esencias evaporadas. Huelen a iris, polvo de Florencia de un modo discreto y
delicioso. A menudo el deseo de tomar su vieja mano blanco y suave nos embarga,
y, quedamos totalmente estremecidos por esos efluvios de amor pasado que parecen
emanar de ella, de los besos de antaño, de hace mucho tiempo, como un homenaje
a las ternuras difuntas.
Pero no todas
las ancianas son así
Las hay abominables, aquellas que, en lugar de
hacerse más benévolas, más amables, más libres de lenguaje y de moral, se
han vuelto agrias. Y casi siempre las mujeres que han sido poco o en absoluto amadas,
que han vivido una vida estricta, estrechamente honrada, se transforman en las
viejas gruñonas, en viejas marisabidillas regañonas y hoscas, especie de
falsos eunucos femeninos, celosas guardianas de la honestidad de los demás,
maquinas de malos deseos en las que germinan unas almas de viejos policías.
También, cuando una anciana es auténticamente
seductora, parece haber tomado en ella todo el encanto de las demás, y usted no
puede conocerla y amarla sin un constante y un mordiente pesar de que no tenga
la edad en la que usted la sabría querer con un afectos totalmente distinto.
Y ya lo creo que las debemos conservar así de
encantadoras, pues han pasado por lo más espantoso, el más devorador suplicio
que pueda sufrir una criatura: ha envejecido.
La mujer esta hecha para amar, para ser amada, y
para eso únicamente. ¿ Hay en el mundo un ser más poderoso, más adorado,
más obedecido, más triunfante, más brillante que una hermosa mujer en la
plenitud de su belleza ? Todo le pertenece, los hombres, los corazones, las
voluntades. Reina de un modo absoluto por el solo hecho de su existencia, sin
preocupación, sin trabajo, al máximo de orgullo y alegría.
Entonces se acostumbra a esos homenajes como un
niño se acostumbra a respirar, como el pajarillo se habitúa al vuelo. Es el
alimento de su ser; y siempre, a donde vaya, dormida o despierta, lleva en ella
el sentimiento de su fuerza por su belleza, la satisfacción de ser hermosa, un
inmenso orgullo satisfecho, y aún otra indefinible sensación de mujer que
cumple sin cesar su papel de encantadora, de seductora, de conquistadora, su
papel natural e instintivo.
Después ocurre que poco a poco los hombres se
alejan. Ella, que lo era todo, ya no es nada, pero nada, nada más que una mujer
vieja, un ser acabado en el que su función humana ha finalizado por la
despiadada ley de las edades.
Sin embargo todavía vive, y puede vivir mucho
tiempo. Y se dice simplemente de ella: « ¡ He aquí una que fue hermosa ! »
Entonces es necesario que desaparezca, o que
luche, y que sepa entonces convertirse, a base de gracia ya no radiante sino
reflexiva, a base de fuerza de voluntad de agradar todavía, de gustar siempre,
en este ser adorable y tan raro: una anciana seductora.
Pero para ello se necesita espíritu, mucho
espíritu, y también otras cosas.
Como nos gustaría conocer a aquella a quién el
Sr. Alexandre Dumas hacía últimamente un notable prefacio para un volumen de
comedias ligeras que se titula le Théâtre au Salon
Se dice de ella que es la más
encantadora de todas. Es desde luego la más espiritual y la más fina, la más
adorada también de sus amigos.
Y como, a través de las escenas de esas
saltarinas pequeñas piezas, se ama a ese espíritu galante y sutil, literario
al estilo de las mujeres de letras, siempre amable y cautivador: y como se
admira de lejos a esta antepasada que ha sabido permanecer más seductora que la
mayoría de las mujeres jóvenes, y que sabe ser más agradable de leer que la
mayoría de los autores aplaudidos.
El Sr. Dumas nos dice que el nombre con el que
firma, Gennevraye, no es el que ella lleva en el mundo.
No hay ni que decirlo, no lo ponemos en duda.
25 de junio de 1882
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre