LAS MÁSCARAS
( Les masques )
Publicado en el Gil Blas, el 5 de
junio de 1883
Leyendo una nueva novela el otro día, me planteaba la siguiente cuestión difícil
de resolver: « Hasta donde llega el derecho del novelista de saltar por encima
del famoso muro de la vida privada y tomar en la existencia del vecino los
detalles a menudo escabrosos de los que tiene necesidad para sus novelas. »
La ley, siempre tan fácil de cambiar, prohíbe
la maledicencia y la condena. Pero en el momento en el que no se nombra a nadie,
en el momento que se designa al Sr. Batalla bajo el transparente sinónimo de
Sr. Combate, la ley se vuelve ciega y deja hacer. El hombre designado, se
reconoce o juzga útil reconocerse, no tiene más que el recurso de enviar unos
testigos al escritor. El asunto se acaba por una picadura en el brazo, y el
libro permanece, convirtiéndose en más claro, más peligroso, más sucio para
las personas que se encuentran en su interior.
Por otro lado, los novelistas no trabajan hoy
más que según los cánones de la naturaleza, tomando todos sus temas, todas
sus combinaciones, todos sus pequeños detalles en la vida, no pudiendo
inspirarse más que en hechos de los que son testigos. Si el azar los pone en
presencia de alguna historia ridícula, de alguna situación dramática, o
incluso de alguna de esas infamias que la ley no puede detener o que la opinión
pública complaciente deja pasar, que tolera la moral hipócrita del mundo, ¿no
tienen el derecho, casi el deber de apoderarse de ello? y no es tanto peor para
aquellos de los que son desvelados de este modo los defectos grotescos, los
vicios o las infamias. En general los novelistas defienden, no sin razón su
derecho de servirse de todo espectáculo humano que les pase bajo los ojos.
Pero las personas de sociedad, amenazadas de ver
de este modo destrozar las apariencias con las que se cubren tan
fácilmente, gritan "infamia" y se revuelven incluso desde el momento
en que reconocen en un libro, sin designar a nadie, una de las cosas un poco
odiosas que se hacen todos los días pero que no se confiesan. Si se contase, si
se atreviesen a contar todo lo que se sabe, todo lo que se ve, todo lo que se
descubre a cada momento en la vida de todos aquellos que nos rodean, de todos
aquellos que se dice, que se cree honestos, de todos aquellos que son
respetados, honrados y citados, si se atrevieses a contar también todo lo que
hace uno mismo, las vilezas duplicadas del alma que no se confiesan, los
secretos que uno tiene cara a cara con su propia honestidad, si se analizaseb
sinceramente nuestros pactos, nuestros razonamientos hipócritas, nuestras
dudosas resoluciones, todo lo que se cocina en nuestra conciencia, se
produciría tal escándalo que el escritor sería puesto en la lista hasta su
muerte, tal vez incluso perseguido por ultraje a la moral.
La audacia y la conciencia literaria no llegan
hasta ese extremo. Uno se limita generalmente a apoderarse de un hecho conocido,
cuchicheado sino vociferado por la opinión pública; se lo arregla, se lo
adorna, se lo acomoda a su modo y se le sirve en un libro sensacionalista.
¿ El hombre de letras tiene o no tiene el
derecho moral de hacer esto ?
Bien considerado, no es más que una cuestión de
matices y de delicadeza.
La vida humana, toda la vida que nos pasa ante
los ojos nos pertenece como novelistas, pero no como moralistas, como policías.
Me explico. Entiendo por ello que en ningún caso nosotros tenemos el derecho de
parecer designar a nadie, incluso si tomamos en su existencia un hecho que
interesa a nuestro arte. Toda persona debe ser respetada de tal modo que no se
puede nunca decir: « él ha descrito a M. El mismo », incluso si se reconoce
un episodio de la historia de este individuo, si se dice: « Lo que él ha
contado ahí le ha pasado a M. El mismo.»
La vida nos pertenece borrando los nombres,
cambiando los rostros, si bien no se les puede designar. He aquí, por ejemplo,
el libro del que yo hablaba al principio, la Derniere Croisade, del Sr.
René Maizeroy. Es la historia no velada de la catástrofe financiera del
último año. El hecho es público, notorio; fue sonoro, perteneciendo al
novelista como todos los hecho de los que se someten a la opinión.
Sin embargo si Maizeroy hubiese esbozado, incluso
apenas, algún perfil de los personajes que estuvieron involucrados, de cerca o
de lejos en este asunto, se habría excedido en su derecho. Tuvo cuidado, al
contrario, de crear una serie de personajes de fantasía, tan diferentes de los
auténticos que nadie podría reconocer a uno solo y ha hecho desarrollar entre
ellos la historia completa del crac, casi absolutamente como en realidad ha
pasado.
El novelista no es un moralista; no tiene por
misión corregir o modificar las costumbres. Su papel se limita a observar y a
describir, siguiendo su temperamento, según los límites de su talento. Apuntar
a alguien, es cometer un acto deshonesto, en primer lugar como artista, y a
continuación como hombre. Pero tomar en cada existencia las anécdotas y las
observaciones que nos interesan, y servirse de ellas en la novela, no dejando
adivinar a los actores verdaderos, cambiando por así decirlo, el hecho
acaecido, es hacer un acto de artista concienzudo; y nadie puede ofenderse de
este proceder.
El público que se indigna tan fácilmente en
ciertos casos, se muestro en otros con una curiosidad tan tonta como
malsana. Tanto se le dice: « Es la historia
de la Sra. A... » y se molesta. Tanto se le dice: « Es la historia de la Sra.
B... » y compra. Adora el escándalo cuando no suponga que pueda afectarle a su
vez, pero se indigna cuando cree poder ser igualmente afectado un día u otro.
En todas las ocasiones que aparece un nuevo libro
de Goncourt, de Zola o de Daudet, se esfuerzan en levantar las máscaras
con la convicción de que la obra está llena de intenciones mezquinas y
pérfidas. Que no se ha dicho sobre La Faustin, este elevado y enorme
estudio de la comediante moderna. Para unos era Rachel, para otros era Sarha
Bernhardt a quién el novelista había descrito. Nadie se dio cuenta que se
trataba sencillamente de la Faustin que no es ni Sarha Bernhardt ni Rachel, que
se se parece ni a la una ni a la otra, aun participando de ambas, y que es un
resumen de esta y de la otra, y de muchas más, un personaje formado por todas.
Cuando apareció, este invierno, esa novela tan larga y poderosa que se titula Au
bonheur, des Dames, este estudio tan admirablemente completo del desarrollo
de uno de esos inmensos almacenes modernos que devoran, en algunos años, todo
el comercio de un barrio, el lector no tenía más que una preocupación, saber
cual era aquel de los directores de los grandes bazares parisinos al que Zola
había querido representar. No se podía imaginar que no había tomado aquel uno
más que aquel otro, que no tuvo la intención de describir uno especialmente.
Ciertas personas han incluso pretendido, negando finamente con la cabeza, que
esa novela no era, en suma, más que una publicidad oculta sirviendo de preludio
a la apertura de la Primavera.
Los libros de Daudet constituyen unos rompecabezas
para los tres cuartos de los lectores que pasan tardes discutiendo o
buscando los nombres verdaderos, como se pasan tardes en ciertas familias
resolviendo los enigmas y los crucigramas de los periódicos.
¿ No se ha creído, no se ha dicho y repetido que el
interesante estudio de la mujer de Gustave Toudouze, La Baronne, no era
más que la historia de otra Baronesa cuya fealdad, por lo demás, vuelve
enigmática la fortuna.?
Si usted va la misma tarde a dos salones, oye
decir en uno: « Me gustan mucho las novelas cuyos personajes son personas
conocidas.»
Pero, al lado, otros mundanos exclaman: « Los
novelistas no tienen el derecho de mirar en la vida privada.»
Y he aquí porque esto es una simple cuestión de
arte y de tacto. El artista tiene el derecho de ver todo, de anotar todo, de
servirse de todo. Pero las máscaras que pone sobre sus personajes, es necesario
que no se las puedan quitar.
5 de junio de 1883
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre