¡ LAS QUE SE ATREVEN !
( Celles qui osent ! )
Prólogo del
libro Celles qui osent ! por René Maizeroy, Paris, C. Marpon y E.
Flammarion, 1883.
Celles qui osent !
El título y el volumen son atrevidos,
querido amigo. Te he leído, ante todo, con ese placer que siempre me
produce leerte. Me gusta tu arte sutil, colorista, oloroso y complejo, que
multiplica las sensaciones y hace vibrar en las íntimas profundidades del
pensamiento un montón de pequeñas cuerdas de las que casi ignoraba su
existencia. De todos los volúmenes, éste es tal vez aquél donde se encuentran y
se saborean con mayor evidencia tus raras y delicadas cualidades de escritor.
Las cosas que dices en su interior me obligan a hacer una serie de reflexiones y quiero,
por nada, por el libro entero, charlar de amor contigo,
puesto que se trata de amor y de amor atrevido en las que se atreven.
Has desarrollado a menudo, respecto del amor sentimental, que no es en
realidad más que la hipocresía del acoplamiento, unas teorías que me chocan por
su mismo refinamiento. Encuentro en tu último volumen muchas cosas que me gustan
por su sinceridad. Lo que no impide que nosotros no nos entendamos acerca del
amor.
Entiendo que esta agradable ocupación el algo muy
importante en la vida de las mujeres pues ellas no tienen nada que hacer. Me asombra
sin embargo que, en la vida de un hombre, ella pueda ser otra cosa distinta de un pasatiempo fácil de cambiar, como una
buena mesa o lo que se llama un deporte. En cuanto a la fidelidad, a la
constancia, ¡ qué locura ! Jamás nadie me convencerá de que dos mujeres no son
mejor que una, tres mejor que dos y diez mejor que tres. Lo que nos hace
inclinarnos más hacia una que a las demás, es natural, como es natural comer más a menudo el plato que
más nos gusta. Pero no quedarse más que con una, siempre, me parecería tan
sorprendente e ilógico como si un aficionado a las ostras no comiese más que
ostras, en todas las comidas, durante todo el año.
La fidelidad y la constancia me parecen restar al amor un encanto que está en la
fantasía y en lo imprevisto.
El corazón femenino, por ejemplo, difiere mucho del nuestro, y yo entiendo las
razones que impulsan a las mujeres ser más perseverantes que nosotros en sus
ternuras.
Nosotros adoramos a la mujer, y cuando elegimos una pasajeramente, es un
homenaje que rendimos a su raza. Se puede idolatrar a las morenas porque
son morenas, y también a las rubias porque son rubias, una por sus ojos agudos que
llegan al corazón, la otra por su voz que hace vibrar nuestros nervios; aquella
por sus labios rojos, esta por el arqueo de su talla; pero como no podemos
escoger, por desgracia, todas esas flores al mismo tiempo, la naturaleza ha
puesto en nosotros el amor, el capricho, el capricho loco, que nos las hace
desear por turno, aumentando así el valor de cada una a la hora del pánico.
Ahora bien, el pánico, en nosotros, debería, me parece a mí, estar limitado al
periodo de espera. El deseo satisfecho, habiendo suprimido lo desconocido, quita
al amor su más grande valor.
Cada mujer conquistada nos prueba, una vez más, que todas son completamente
semejantes en nuestros brazos. ¿ Los idealistas sobre todo, que corren sin cesar
tras la ilusión soñada, no deberían estar aterrados al día siguiente de cada
posesión ? Nosotros que pedimos menos al amor, tenemos el derecho de estarle
más reconocido por lo poco que él confiere a los hombres inteligentes y difíciles.
La constancia conduce al matrimonio o a la cadena. Nada en la vida parece más
triste y más penoso que esas relaciones de larga duración.
El matrimonio suprime de golpe, cuando se lo toma en serio, la posibilidad de
nuevos deseos, todas las ternuras futuras, la fantasía del día siguiente y todo
el encanto de los reencuentros. Tiene, por otra parte, el inconveniente odioso
de condenar a los esposos a un deplorable tedio. Pues cual es el marido que se
atrevería a tomar con su mujer las deliciosas libertadas que practican, de
continuo, los amantes.
Y ahí esta el más grande premio del amor, la audacia de los besos. En amor hay
que atreverse, atreverse sin cesar. Nosotros tendríamos muy poco de amantes
agradables si no fuésemos más atrevidos que los maridos en nuestras caricias, si
nos contentásemos con la almohada, monótono y vulgar hábito de las noches
conyugales.
La mujer siempre sueña, sueña con lo que desconoce, con lo que ella supone, con
lo que adivina. Después de la primera sorpresa del primer abrazo, se abandona a
soñar. Ha leído, lee. En todo instantes unas frases de oscuro sentido, unas
galanterías cuchicheadas, palabras desconocidas oídas por casualidad le revelan
la existencia de cosas que no conocía. Si por ventura, plantea temblorosa la
pregunta a su marido, él adopta enseguida un aire severo y responde:
« Esas cosas no te afectan » Ahora bien,
ella encuentra que esas cosas la afectan tanto como a las demás mujeres. ¿ Que
cosas además ? ¿ Existen ? Unas cosas misteriosas, vergonzosas, y buenas, sin
duda, puesto que se habla de ello bajo con aire excitado. Las muchachas,
según parece, tienen a sus amantes en medio de prácticas obscenas y poderosas.
En cuanto al marido que conoce bien esas cosas, no se atreve a
revelárselas a su esposa en el misterio del cara a cara nocturno, porque una
mujer casada es diferente de una amante, ¡ por favor ! y porque un hombre debe
respetar a SU esposa que es o que será la madre de SUS hijos. Así pues, como no
quiere renunciar a las cosas que no se atreve a hacer legítimamente, va con
alguna impura y se da a ello.
Pero la mujer comienza razonar con sentido común,
sencillo y claro. - Uno no vive dos veces. - La vida es corta. - Una mujer,
casada a los veinte años, está madura a los treinta y avejentada a los cuarenta.
- Ahora bien, si no hace nada, si no conoce nada, si no goza de nada antes de
ese límite, estará acabada para siempre. Las alegrías conyugales son sosas.
Ella está hastiada, aburrida. - Entonces - entonces - ¿ un amante ? ... ¿ Por
qué no ? - ¡ Esas cosas, a las que se atreven en el adulterio tienen quizás
un encanto tan grande !
Una vez el pensamiento, el deseo entra en su cabeza, la caída está próxima, muy
próxima.
Por fin se atreve, pero suavemente, poco a poco. Tienen unas reservas, unos
límites. Esto, sí; esto, no. Estas distinciones, una vez franqueado el primer
paso, son sorprendentes y grotescas, pero generales. Da la impresión de que a partir del
momento en el que una mujer se ha decidido a experimentar el amor, el amor
prohibido, imaginativo, debe siempre pedir más, siempre querer lo nuevo,
siempre buscar, siempre esperar besos diferentes, más intensos. Pues bien, no.
La moral, moral extraña y mal situada, reprime sus deseos. ¿ Te imaginas a un
asesino al que se juzgase más culpable de matar a un hombre con un cuchillo que
con una pistola ? Ellas no se atreven a todas las cosas encantadoras que hacen la
vida menos taciturna.
A mi me gustaría, y eso si que sería buena pornografía, me gustaría que un poeta, un
verdadero poeta las cantase audazmente, un día, en versos atrevidos y
apasionados, esas cosas vergonzosas que escandalizan a los imbéciles. No serían
necesarias ni groserías, ni diplomacias, ni sobreentendidos; sino una serie de
pequeños poemas sencillos y francos y muy sinceros.
¿ Recuerdas ciertos versos, que sabemos a veces reputados de abominables, pero
que son dulces como caricias ?
Tu acabas de hacer en prosa una cosa de ese estilo.
Deja gritar a los idiotas, y continúa.
Te estrecho cordialmente las manos.
1883
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre