LAS SIRVIENTAS
( Les servantes )
Publicado en en la antología colectiva
Les Types de Paris, Edición del Figaro, Plon, 1889.
El primer sol primaveral cae cálido, vivo y claro sobre las
grandes praderas normandas. La tierra suda verdor, se cubre como con una baba verde.
Los árboles se llenan de hojas, la llanura se oculta bajo la alta hierba,
abundante, reluciente, y se ven entre los setos a las campesinas con faldas
cortas llevar hacia los pastos las torpes vacas cuyas ubres penden como fardos
entre sus patas. Ambas van, la muchacha delante, el animal detrás, la chica
tirando, el animal arrastrado, una presurosa, el otra lento, no teniendo ni la
una ni la otra en el fondo de los ojos más que los reflejos verdes de los
árboles y la hierba. ¿ En qué piensan ? ¿ En qué piensa la pobre muchacha que
gana doce francos al mes, que duerme sobre la paja de un granero, se viste con
cuatro harapos, sin haber lavado nunca en el agua fría de un arroyo o en el
agua caliente de una bañera su cuerpo nervioso, fuerte como el de un hombre,
quisiera tal vez ataviarse para gustar al carretero que trabaja allá abajo, en el
límite de la llanura, detrás de la escualida carreta que arrastran dos caballos
rojizos ? En su sueño animal y corto ve la tienda ambulante del mercader de
cintas, de gorros y de cacharros, que rueda sobre los caminos tentando a los
aldeanos. Oye el cascabel del asno, el ladrido del perro, el grito del
hombre que anuncia sus mercancías; y las ganas se apoderan de su pobre corazón
de bruta, las ganas de ser guapa, en las bellas mañanas de los domingos, para
pasar ante los muchachos, entrando en la iglesia.
El primer sol primaveral cae tibio, vivo y claro, sobre los grandes árboles de
los Campos Elíseos.
Desde la plaza de la Concordia a la glorieta, bajo los castaños en cúpula, donde
pían los gorriones en sus hojas, un grupo de niños juega sobre la arena. Los
pequeños están en cuclillas y construyen montoncitos con sus torpes manos, otros
más grandes corren alrededor de los cercados o combinan divertimentos en serios
conciliábulos que reúnen a los muchachos con las piernas desnudas y a las
chiquillas en faldas cortas.
Los padres y las criadas sentados sobre los bancos, bajo la sombra del verdor
que renace, sueñan despiertos, leen o tricotan y miran distraídamente, circular hacia el bosque de Bolonia el flujo reluciente de las ruedas que
giran. Es una marea negra, continua, rodante, de simones, de landaus, de
victorias, y de sombreros claros, de sombrillas, y de libreas con botones
brillantes. Las fustas desfilan innumerables, semejantes a las cañas de un
ejército de pescadores ahogados que llevase la corriente. Pero bajo los árboles,
las nodrizas van de dos en dos, un niño en el brazo, con paso torpe de animales
lecheros, arropando a la nueva humanidad con la orejera de carne de sus blandas
y enormes tetas. Hablan de vez en cuando, con el acento del campo lejano, con
unos dialectos campesinos que recuerdan a las pesadas vacas morenas acostadas
entre los pastizales.
Allí van, esas gruesas mujeres llenas de leche, balanceándose, sin otras ideas y
sin otros deseos que los del país abandonado, casi indiferentes a las cintas de
seda rojas, azules o rosas tan amplias, tan largas, que cuelgan en sus espaldas,
desde su nuca a sus pies, casi indiferentes al bonito bonete, ligero como una
crema sobre su cabeza, casi indiferentes a toda esta elegancia de las que las
madres las han engalanado, las pobres pequeñas madres flacas y pálidas que viven
en ricos palacetes a lo largo de la amplia avenida.
De vez en cuando se sientan, abren sus vestidos y vierten en la boca golosa de
un pequeño ser sediento el chorro blanco que hincha sus pechos; y el transeúnte
que pasea, cree sentir pasar en el viento un extraño olor de animales, de
establo humano y de leches fermentadas.
Calle Nuestra Señora de Loreto, la criada camina. Es la que tiene que hacer y
hace todo en la casa; lava, cocina, hace las camas, encera los zapatos, cepilla
los pantalones y zurce las faldas, baña a los niños, jura a golpe de timbre y
sabe mucho sobre las costumbres del señor, pues la criada lo hace todo.
Camina con sus zapatillas rotas, los pies sucios, pero la garganta redonda bien
ceñida a la blusa, echando el ojo a los transeúntes, al soltero que viene de la
oficina, al cochero que le lanza un piropo, al conductor de ómnibus, siguiendo a
pie la caja amarilla llena de viajeros y que le hace el saludo militar, a la
francesa, viendo pasar a la criada. El tendero la llama « señorita », el galante carnicero « zeñita », la
lechera añade su pequeño nombre, la frutera le dice « hija mía », y la vendedora
de todo el año, más familiar, « mi pequeña ».
Aturdida de la mañana a la noche, por todas las órdenes que recibe, por todas
las cosas que debe hacer, la cabeza al revés, la mano nerviosa, galopando sin
cesar, parece vivir en un golpe de viento que la ha atolondrado completamente.
¿ En qué piensa ? - Cuatro centavos de leche... seis centavos de queso... dos
centavos de perejil... diez centavos de aceite... ¡ me faltan tres centavos ! ¡
Me faltan tres centavos ! ¿ Qué es lo que he podido comprar ?... Realmente señor
no está bien... Si el tendero me abraza aún, se lo diré a su esposa. No quiero
historias en el barrio... Está muy bien, el cochero del Sr. Dubuisson... ¡ Me
faltan tres centavos...¡ Por Dios ! ¿ es que nunca estaré tranquila ? ¿ Qué es
lo que me han dicho que tenía que hacer para cenar ? ¿ Una sopa de coles o una
sopa de espinacas ? No lo recuerdo. La señora me va a regañar. Esto no es vida,
no es existencia... Voy a contar cinco centavos de leche, ocho de queso, tres de
perejil y doce para el aceite, eso harán tres centavos de beneficio y más de
tres que habré ahorrado.
- Buenos días, señora Dubuisson.
- Buenos días, hija mía.
La señora Dubuisson es simplemente la cocinera de la señora Dubuissson, mujer
legítima de ese cochero que esta muy bien. Más tarde la criada aspira a
convertirse a su vez en una señora Dubuisson, en llevar, majestuosa, un gran
cesto lleno de buenas cosas que cuestan muy caras, paseándose por las calles con
un grueso vientre que parece pesado.
¿ Podrá hacerlo ? Es necesario cabeza, sagacidad, conducta, malicia, orden, y
saber hacer bien su oficio de cocinera para llegar allí.
Ellas se conocen y se saludan como unas princesas, esas mariscales del horno.
Se adivina, se supone, se comenta lo que ganan, las prendas y las propinas.
Hablan alto, tratan de alimentos con autoridad, obstruyen las aceras ante las
tiendas, altas y pesadas, obligando a la muchedumbre alerta a realizar esquivos
circuitos para rodearlas. Tan lentas, seguras, circunspectas, las criadas son
dispuestas e indiferentes a las compras, huelen el pescado, sopesan las frutas,
sospechan el hurto, y compran con obstinación, sin que su ama gane un centavo.
Tiene un vicio, un vicio oculto: la botella o el
amor.- Algunas veces el pequeño tendero ruge cuando ellas entran, o bien el
vendedor de vino desliza en su cesta un litro de ron que no figura exactamente
en las notas.
Pero se las respeta, se las considera, pues son
poderosas. Se las disputan, se las arrancan, se las sirve ante todo el mundo, y
ellas tienen en la vista y en la voz un desdén de soberanas respondiendo al
saludo de las otras humildes criadas, esas fregonas, esa escoria de la
servidumbre.
1889
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre