Desde hace quince días, una gran
oleada de indignación se ha producido en
la prensa y en el público, respecto de la huida de una dama próxima a la
treintena, habiendo pasado ya por las formalidades, sino por las emociones, del
matrimonio, que subió a un simón en los Campos Eliseos, después de haber cerrado
ella misma su sombrilla, según se dice, y desaparecido en compañía de un
caballero que le mantenía abierta la portezuela.
En todas las ciudades por las que esta dama pasó, ha tenido la precaución de
advertir a los jueces que viajaba libremente, con el único objetivo de
contraer matrimonio con su compañero, y añadía con emoción la antigua frase
clásica: « Lo amo .» ¿ Por qué asombrarse de esta
ligera modificación aportada a las costumbres existentes ? De ordinario se
comienza por el matrimonio y se acaba por el viaje; aquellos que comienzan por
el viaje, para acabar en el matrimonio, ¿ acaso no están en su derecho ?
Esta dama es muy libre y muy rica. ¿ Por qué se le quiere impedir pasearse con
quien le parezca ? Si se formase tanto alboroto por todos los que detienen un
simón sobre la vía pública y se introducen en su interior sin estar todavía
casados y sin que su acta de nacimiento lleve exactamente las mismas
indicaciones, títulos y partículas que sus tarjetas de visita, la justicia y la
prensa tendrían mucho que hacer.
Esta pobre mujer, una vez ya parece haber sido decepcionada por las cualidades
esenciales de su primer marido. Rogad al cielo que no tenga hoy la desilusión
respecto de los títulos y cualidades honoríficas del segundo.
Esos viajeros, en definitiva, parecen poco hechos para retener la atención y el
interés. La única cuestión que haya motivado al público en este tema es
seguramente la cuestión del negocio. En el momento que no hay secuestro ni
violencia, la justicia nada tiene que pintar. Solo la moral, la pobre moral
podría gritar, pues ella no tiene ni espada, ni prisión, ni guillotina a su
disposición, la moral, la pobre moral, no tiene más que su voz, su voz tan
ronca, tan fatigada, tan usada, que no se le entiende del todo.
En verdad, si la justicia quisiera meter la nariz en los juegos de amor y del
dinero, y dejar de hacerse la muerta en este apartado, podría darnos un
espectáculo al mismo tiempo muy edificante y muy alegre.
Sus relaciones con la moral son muy restringidos y muy amplios. La moral, de vez
en cuando, da algunos consejos que la justicia tiene o no en cuenta, eso es
todo. Ahora bien, es un punto muy delicado de tocar, y sobre el cual, por
casualidad, por una extraordinaria concordancia de opinión, todos las personas
honradas se entienden. Este punto, señalado sin cesar por la pobre moral, ha
permanecido hasta el momento indiferente a la justicia.
Sería verdaderamente reconfortante ver a un joven diputado, en búsqueda de
proyectos de ley, un joven y bello diputado, de aquellos que buscan y que gustan
subir a la tribuna y expresarse así:
Caballeros,
Queremos hacer una República honesta, honrada y respetable, ¿ no es así ? Ya
varios de nuestros ministros se han esforzado en depurar nuestras costumbres. ¿
Tengo necesidad de recordar ejemplos conocidos ?
El primero, Sr. Turquet, ha intentado dar a los artistas descarriados una noción
más sana del arte, de hacerles sustituir los muslos desnudos de las mujeres por
unos pantalones de paño, y los pechos firmes y abombados por unos cañones
dispuestos para la defensa de la patria.
Mas tarde, el Sr. Goblet ha purificado los campos de carreras.
Nos queda limpiar el Amor.
Tenemos todos los días bajo los ojos, caballeros, espantosos ejemplos. No quiero
hablar ya de la prostitución de la calle. Es legítima. Lamentémonos únicamente de
las pobres muchachas que se ofrecen por un trozo de pan.
Cuando un hombre escucha sobre el bulevar a la prostituta que lo solicita, es
el macho quién sigue a la hembra, hembra pública, manchada, inmunda; pero la sigue
porque él es el macho, la sigue para obedecer a una ley instintiva,
irresistible, cuya naturaleza parece habernos dictado los principios.
Es en esos principios donde debería inspirarse nuestro Código para reglamentar
el amor, sea libre o legal.
No pasa un mes sin que asistamos al escándalo de un anciano ajado pero
rico, casándose, es decir comprando, a una joven mujer, una niña apenas mujer
aún, a alguna familia honorable y venal.
Ahora bien, si el hombre que sube al domicilio de una puta, la sigue porque
siente en él la fuerza del macho, el viejo burgués agotado, el viejo burgués
acosado por deseos odiosos y seniles, cuya bolsa solo es lo que le ha quedado
de valor, que compra una inocente, la paga a los padres antes el notario, la lleva
con permiso del sacerdote y del alcalde, hecho eso, al contrario, porque no es
más macho, porque espera no se sabe que sueño repugnante al contacto con esa
pequeña virgen.
Mirad ahora a la mujer vieja, más abominable todavía, que compra un hombre,
amante o marido.
Vosotros que enviáis a trabajos forzados a aquél que abusa de un menor antes de
la edad fijada por la ley sobre las indicaciones de la naturaleza, ¿ por qué no
castigáis con la misma pena al miserable que cede a las solicitaciones de una
vieja depravada, tras la edad que indica también la naturaleza, para la
continuación de nuestra especie ?
Yo no veo, en efecto, caballeros, en que es más culpable el comenzar demasiado
pronto que el acabar demasiado tarde.
Tengo necesidad de recordaros que asistimos todos los días, desde lo alto y bajo
de la escala social, a esta caza impúdica, atroz, monstruosa, de los jóvenes
por los viejos, que nos lo encontramos por todas partes, en los salones, en la
calle, la vieja mujer blanca y arrugada con el joven amante que ella paga y
compromete, el anciano con la joven amante que muestra y pasea con orgullo,
el viejo con la joven esposa que codicia ya la jauría de los futuros amantes.
Si hay por tanto algo anormal, condenable, odioso, es esta posesión del joven
ser que nace a la vida, por el viejo ser que la muerte ya abraza. Solo el
pensamiento de esos contactos encoge el corazón de disgusto.
Qué de más odioso que esos últimas sacudidas de pasión en la carne senil,
flácida y ajada.
Yo solicito entonces, caballeros, una ley que satisfaga al mismo tiempo la moral
y la naturaleza, que prohíba las uniones desproporcionadas.
Fijad el número máximo de años que debe separar al marido de la esposa.
Prohibid a los ancianos casarse con jovencitas, a las viejas tomar maridos
sensiblemente más jóvenes que ellas.
Establézcase un servicio de las costumbres que vigile las uniones libres. En
definitiva, caballeros, fijad un límite de edad para el amor. Cuando un militar,
general o capitán, ha acabado su tiempo, usted le cercena despiadadamente la
carrera sin informaros si es todavía capaz de montar a caballo o de manejar un
sable.
¿ Su presencia en filas sería más perjucidicial que peligrosos son para
toda el género humano los esfuerzos de amor de ancianos en ocasiones prolíficos
?
En fin, caballeros, unas dispensas podrían ser acordadas por un consejo de
salud, para los casos excepcionales.
El legislador, por otra parte, inspirándose en el espíritu de la futura ley,
podría imaginar una penalidad temible de escándalo para poner a buen recaudo a
los jóvenes diputados, los jóvenes ministros y en general a todos los hombres
públicos, de los ataques, persecuciones, provocaciones, sirvenguenzerías, del
tropel de viejas Mesalinas que buscan su presa por todo París.
Sicut leo rugiens quœrens quem devoret
....................
El diputado que hablase de este modo no tendría, desde luego, ninguna suerte de
ser escuchado, y por tanto su requerimiento no sería, en el fondo, tan ridículo
como en la forma.
29 de junio de 1887
Traducción
de José M. Ramos González para
http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión
en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre