LEY MORAL
( Loi morale )
Publicada en el Gil Blas,  el 29 de junio de 1887

      Desde hace quince días, una gran oleada de indignación se ha producido en la prensa y en el público, respecto de la huida de una dama próxima a la treintena, habiendo pasado ya por las formalidades, sino por las emociones, del matrimonio, que subió a un simón en los Campos Eliseos, después de haber cerrado ella misma su sombrilla, según se dice, y desaparecido en compañía de un caballero que le mantenía abierta la portezuela.
      En todas las ciudades por las que esta dama pasó, ha tenido la precaución de advertir a los jueces que viajaba libremente, con el único objetivo de contraer matrimonio con su compañero, y añadía con emoción la antigua frase clásica: « Lo amo .» ¿ Por qué asombrarse de esta ligera modificación aportada a las costumbres existentes ? De ordinario se comienza por el matrimonio y se acaba por el viaje; aquellos que comienzan por el viaje, para acabar en el matrimonio, ¿ acaso no están en su derecho ?
Esta dama es muy libre y muy rica. ¿ Por qué se le quiere impedir pasearse con quien le parezca ? Si se formase tanto alboroto por todos los que detienen un simón sobre la vía pública y se introducen en su interior sin estar todavía casados y sin que su acta de nacimiento lleve exactamente las mismas indicaciones, títulos y partículas que sus tarjetas de visita, la justicia y la prensa tendrían mucho que hacer.
      Esta pobre mujer, una vez ya parece haber sido decepcionada por las cualidades esenciales de su primer marido. Rogad al cielo que no tenga hoy la desilusión respecto de los títulos y cualidades honoríficas del segundo.
      Esos viajeros, en definitiva, parecen poco hechos para retener la atención y el interés. La única cuestión que haya motivado al público en este tema es seguramente la cuestión del negocio. En el momento que no hay secuestro ni violencia, la justicia nada tiene que pintar. Solo la moral, la pobre moral podría gritar, pues ella no tiene ni espada, ni prisión, ni guillotina a su disposición, la moral, la pobre moral, no tiene más que su voz, su voz tan ronca, tan fatigada, tan usada, que no se le entiende del todo.

      En verdad, si la justicia quisiera meter la nariz en los juegos de amor y del dinero, y dejar de hacerse la muerta en este apartado, podría darnos un espectáculo al mismo tiempo muy edificante y muy alegre.
      Sus relaciones con la moral son muy restringidos y muy amplios. La moral, de vez en cuando, da algunos consejos que la justicia tiene o no en cuenta, eso es todo. Ahora bien, es un punto muy delicado de tocar, y sobre el cual, por casualidad, por una extraordinaria concordancia de opinión, todos las personas honradas se entienden. Este punto, señalado sin cesar por la pobre moral, ha permanecido hasta el momento indiferente a la justicia.
      Sería verdaderamente reconfortante ver a un joven diputado, en búsqueda de proyectos de ley, un joven y bello diputado, de aquellos que buscan y que gustan subir a la tribuna y expresarse así:

      Caballeros,
      Queremos hacer una República honesta, honrada y respetable, ¿ no es así ? Ya varios de nuestros ministros se han esforzado en depurar nuestras costumbres. ¿ Tengo necesidad de recordar ejemplos conocidos ?
      El primero, Sr. Turquet, ha intentado dar a los artistas descarriados una noción más sana del arte, de hacerles sustituir los muslos desnudos de las mujeres por unos pantalones de paño, y los pechos firmes y abombados por unos cañones dispuestos para la defensa de la patria.
      Mas tarde, el Sr. Goblet ha purificado los campos de carreras.
      Nos queda limpiar el Amor.
     Tenemos todos los días bajo los ojos, caballeros, espantosos ejemplos. No quiero hablar ya de la prostitución de la calle. Es legítima. Lamentémonos únicamente de las pobres muchachas que se ofrecen por un trozo de pan.
      Cuando un hombre escucha sobre el bulevar a la prostituta que lo solicita, es el macho quién sigue a la hembra, hembra pública, manchada, inmunda; pero la sigue porque él es el macho, la sigue para obedecer a una ley instintiva, irresistible, cuya naturaleza parece habernos dictado los principios.
      Es en esos principios donde debería inspirarse nuestro Código para reglamentar el amor, sea libre o legal.
      No pasa un mes sin que asistamos al escándalo de un anciano ajado pero rico, casándose, es decir comprando, a una joven mujer, una niña apenas mujer aún, a alguna familia honorable y venal.
      Ahora bien, si el hombre que sube al domicilio de una puta, la sigue porque siente en él la fuerza del macho, el viejo burgués agotado, el viejo burgués acosado por deseos odiosos y seniles, cuya bolsa solo es lo que le ha quedado de valor, que compra una inocente, la paga a los padres antes el notario, la lleva con permiso del sacerdote y del alcalde, hecho eso, al contrario, porque no es más macho, porque espera no se sabe que sueño repugnante al contacto con esa pequeña virgen.
      Mirad ahora a la mujer vieja, más abominable todavía, que compra un hombre, amante o marido.
      Vosotros que enviáis a trabajos forzados a aquél que abusa de un menor antes de la edad fijada por la ley sobre las indicaciones de la naturaleza, ¿ por qué no castigáis con la misma pena al miserable que cede a las solicitaciones de una vieja depravada, tras la edad que indica también la naturaleza, para la continuación de nuestra especie ?
      Yo no veo, en efecto, caballeros, en que es más culpable el comenzar demasiado pronto que el acabar demasiado tarde.
      Tengo necesidad de recordaros que asistimos todos los días, desde lo alto y bajo de la escala social, a esta caza impúdica, atroz, monstruosa, de los jóvenes por los viejos, que nos lo encontramos por todas partes, en los salones, en la calle, la vieja mujer blanca y arrugada con el joven amante que ella paga y compromete, el anciano con la joven amante que muestra y pasea con orgullo, el viejo con la joven esposa que codicia ya la jauría de los futuros amantes.
      Si hay por tanto algo anormal, condenable, odioso, es esta posesión del joven ser que nace a la vida, por el viejo ser que la muerte ya abraza. Solo el pensamiento de esos contactos encoge el corazón de disgusto.
      Qué de más odioso que esos últimas sacudidas de pasión en la carne senil, flácida y ajada.
      Yo solicito entonces, caballeros, una ley que satisfaga al mismo tiempo la moral y la naturaleza, que prohíba las uniones desproporcionadas.
      Fijad el número máximo de años que debe separar al marido de la esposa.
      Prohibid a los ancianos casarse con jovencitas, a las viejas tomar maridos sensiblemente más jóvenes que ellas.
      Establézcase un servicio de las costumbres que vigile las uniones libres. En definitiva, caballeros, fijad un límite de edad para el amor. Cuando un militar, general o capitán, ha acabado su tiempo, usted le cercena despiadadamente la carrera sin informaros si es todavía capaz de montar a caballo o de manejar un sable.
      ¿ Su presencia en filas sería más perjucidicial que peligrosos son  para toda el género humano los esfuerzos de amor de ancianos en ocasiones prolíficos ?
      En fin, caballeros, unas dispensas podrían ser acordadas por un consejo de salud, para los casos excepcionales.
      El legislador, por otra parte, inspirándose en el espíritu de la futura ley, podría imaginar una penalidad temible de escándalo para poner a buen recaudo a los jóvenes diputados, los jóvenes ministros y en general a todos los hombres públicos, de los ataques, persecuciones, provocaciones, sirvenguenzerías, del tropel de viejas Mesalinas que buscan su presa por todo París.
      Sicut leo rugiens quœrens quem devoret
      ....................
     
El diputado que hablase de este modo no tendría, desde luego, ninguna suerte de ser escuchado, y por tanto su requerimiento no sería, en el fondo, tan ridículo como en la forma.

29 de junio de 1887
Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre