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( En lisant )
Publicado en Le Gaulois, el 9 de mazo de 1882

      No conocemos mucho más que dos novelas del siglo XVIII: Gil Blas y Manon Lescaut. Ambas han sido bautizadas como obras maestras, aunque la segunda sea a mi parecer incomparablemente superior a la primera, en el sentido de que nos informa acerca de las costumbres, la forma de vestir, la moral (?) y la manera de amar de esa época encantadora y libertina. Es la novela naturalista de ese tiempo. Gil Blas, por el contrario, no es en absoluto documental a pesar de su gran valor. Se sienten en ella por todas partes las convenciones del escritor, la aventura además transcurre más allá de los montes, y no se ve pulular mucha humanidad de antaño. Los admirables cuentos de Voltaire nos han enseñado mucho más. Las picardías poco literarias de Crébillon hijo y otros no nos turban incluso el espíritu, y es sobre todo por la tradición, por las memorias y la historia, por lo que nos podemos imaginar esta sociedad exquisita y corrompida, refinada, pervertida, artista hasta las uñas, graciosa y espiritual ante todo, para quién el placer era la  ley exclusiva y el amor su única religión.
      Ahora bien, he aquí una novelita de entonces, poco conocida, aunque reimpresa a menudo, que nos aporta, gracias a la reedición que acaba de hacer el editor Kistemaeckers, unas inestimables y preciosas informaciones. Se titula Themidore, y lleva como subtítulo : « Mi historia y la de mi amante. »
      ¡ Oh ! es picante en exceso, inmoral a ultranza, espolvoreada de detalles escabrosos,  pero ¡ tan bellos, tan bellos ! Un auténtico espejo en definitiva del desenfreno espiritual, elegante, bien nacido y bien llevado de este fin de siglo amoroso. Nuestros sacerdotes doctrinarios, esos empecinados en prohibir el baile, atiborrados de ideas graves y de precepto pudibundos, rugirían hasta los cabellos si entreabriesen solamente ese pequeño volumen delicioso que constituye una pura... no, una impura obra maestra.
      Sí, ¡ una obra maestra ! Y son raras las obras maestras. Todo seduce en esta maravilla de gracia descocada; y el buen talante allí discurre con una abundancia prodigiosa. Es de ese buen talante francés, que suena claro, de ese talante natural, saltarín, giratorio, impertinente, ligero, escéptico y valiente, y brota, ese talante, en un estilo exquisito y sencillo, de porte coqueto, leve y finamente malévolo. He aquí muy buena prosa de nuestro viejo país, prosa transparente que se bebe como nuestros vinos, que se escancia como ellos, y se sube a las cabezas, dejándonos alegres. Es una felicidad leer esto, un felicidad sabrosa, una voluptuosidad casi sensual de la inteligencia.
      El autor, que ocultaba su nombre, era un granjero general, Godard d'Aucourt. Verdaderamente, me hubiese gustado cenar en su compañía.
      ¿ Y el tema ? se preguntarán. Casi nada: la historia de un joven elegante cuyo padre hace encerrar a la amante, Rosette, y que él llega a liberar. ¡Y tuvo razón, el feliz tunante !
      Ese libro da extrañamente la sensación de ese tiempo ya lejano, y de las gentes de entonces y de sus costumbres; es toda una resurrección. 
      El Sr. Kistemaeckers no tiene a menudo la mano tan afortunada en sus reimpresiones.

      De Bruselas aún, nos llega un muy singular relato del escritor naturalista J.-K. Huysmans. Tiene por título: A Vau-l'Eau.
     
Ese pequeño cuento, que me seduce profundamente en su sinceridad banal y sentida, tiene el don de poner de punta los cabellos sobre la cabeza de los aficionados al sentimiento. Y he visto personas, aparte de aquellos, a su recuerdo, abatidos como accionistas de la Unión General, o bien frenéticamente furibundos. He visto gemir y he visto aullar. El dato tan modesto basta para exasperar. Es la historia de un empleado en la búsqueda de un bistec. Nada más. Un pobre diablo de hombre, preso en un ministerio, no teniendo más que treinta céntimos para dedicar a cada comida, errando de tasca en tasca, asqueado por la sosería de las salsas, la insipidez de las carnes inferiores, los dudosos senderos de la raya con mantequilla negra, y el sabor ácido de los líquidos adulterados.
      Va de la mesa del anfitrión al vendedor de vino, de la orilla izquierda a la orilla derecha, volviendo desalentado a las mismas  casas donde siempre encuentra los mismos platos, teniendo siempre los mismos gustos. Es, en algunas páginas, la lamentable historia de los humildes que abrazan la miseria correcta, la miseria en levita. Y este hombre es inteligente, un resignado, que no se revela más que ante la tontería clamorosa. Este Ulises de las tabernas, cuya odisea se limita a unos viajes entre unos platos donde bullen las mantequillas rancias alrededor de virutas de carne inapreciables, es lamentable, desgarrador, desesperante, porque se nos muestra con una terrible veracidad.
      Las personas con las que he hablado exclaman: « No nos mostréis las verdades odiosas; ¡ no nos mostréis más que las verdades consoladoras ! No nos desaniméis; divertidnos ».
      Es cierto que los espíritus hechos a divertirse con la lectura de una novela del Sr. Cherbuliez se aburrirían mortalmente con el relato de los lamentos del Sr. Folantin. Comprendo perfectamente la opinión de esas personas; pero no comprendo que nieguen a los demás el derecho de preferir infinitamente la obra de un novelista naturalista a las combinaciones de aventuras enternecedoras que imaginaría el otro escritor.
      ¿Admite usted, al lado de los libros que divierten, los libros que emocionan ? Sí, ¿ no es así ? Bien, no puedo a mi vez admitir que se pueda estar emocionado por la sarta de invenciones de las novelas llamadas consoladoras. ¿ Qué hay de más emocionante, más desgarrador que la verdad ? ¿ Y qué más de verdadero que la sencilla historia de un empleado pobre en la búsqueda de una cena pasable ?
      Para estar emocionado, es necesario que encuentre, en un libro, humanidad sangrante; es necesario que los personajes sean mis vecinos, mis iguales, pasando por las alegrías y los padecimientos que yo conozco, que tengan todos algo de mí, me hagan establecer, a medida que leo, una especie de comparación constante, haciendo estremecer mi corazón con recuerdos íntimos, y despierten en cada línea ecos de mi vida cotidiana. Es todo esto por lo que l'Education sentimentale me conmueve, y la razón de que el roquefort estropeado del Sr. Folantin hace discurrir en mi boca unos siniestros estremecimientos de vagos recuerdos.
      Otros pueden apasionarse con las aventuras del Conde de Montecristo o con Los tres Mosqueteros, de los que yo nunca he podido acabar la lectura, ya que un invencible aburrimiento me asalta con esta acumulación de increíbles fantasías.
     ¿ Pues como poder ser conmovido con algo que no se puede creer ? ¿ Y como creer cuando todas las imposibilidades se dan ? Y sin embargo apenas si no se atreverían a confesar su indiferencia por esas obras de cantero, si el inimitable maestro Balzac no hubiese escrito precisamente, respecto de los libros de Dumas padre, esta frase: « Se está verdaderamente enfadado de haber leído esto; nada queda más que el disgusto de si mismo por haber perdido el tiempo de ese modo ».

      A Vau-l'Eau, desde luego, no es recomendable a los jovencitas que quieren dormirse con un libro perfumado; a aquellas que quieren comerse un relato como se come un pralin, y permanecer soñadoras con un cuentecillo escrito para ellas. Pero he aquí le Mal d'aimer, de René Maizeroy, uno delicado,  refinado y  femenino por excelencia.
      Algunos relatos cortos que contiene este volumen son joyas de gracia; otros, como le Crucifié se hacen enormes y terribles. Ese Crucifié tiene toda una historia, además. Publicado en primer lugar en un periódico, fue perseguido y condenado, y cuando se relee en el volumen, uno queda verdaderamente estupefacto de los repentinos pudores de la justicia. Se estaría tentado a creer en este odio hacia la literatura del que hablaba tan a menudo Flaubert exasperado. Cuando una sencilla obscenidad aparece en alguna hoja inmunda, la Fiscalía cierra los ojos. Sin duda ríe; pero desde que cree ver una tendencia literaria, cabriolas de adjetivos y de sonoridades de frases, hace estragos.
      Citemos, entre las historias más encantadoras de ese volumen, Le Mariage du Colonel, Le Roman de Benoît Chanson, Les Demoiselles du Major, La Dernière Revue, l'Aubade.
      ¿ Pero por qué entonces ese sutil narrador que es René Maizeroy, ese manierista tan ligero, ese precioso desarticulador de palabras, ese sensitivo que parece hecho sobre todo para describir los pecados delicados de las queridas adoradas en los gabinetes, cuyo aire parece ensancharse por los sabores del amor, quiere también, con su pluma, que se decía perfumada, escribirnos sencillas y brutales historias de aldeanos ? Son unos pastores  a lo Watteau lo que nos describe, y que hablan demasiado su argot peculiarmente malicioso. Sus aldeanos huelen a égloga; y toda la gracia de sus frases exquisitamente contorneadss no nos da la crudeza de realidad necesaria, la clara sensación del drama campestre y violento, de esa Margot, quemando la casa del padre y todo el pueblo natal, a fin de poder reunirse con su amante.

9 de marzo de 1882

Traducción de José M. Ramos González para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
Versión en francés: http://maupassant.free.fr/cadre.php?page=oeuvre